El gran adversario de la civilización es, según Hayek, el constructivismo o la ingeniería social, la pretensión de elaborar intelectualmente un modelo económico y político y querer luego implantarlo en la realidad, algo que sólo es posible mediante la fuerza —una violencia que degenera en dictadura— y que ha fracasado en todos los casos en que se intentó. Los intelectuales han sido, para Hayek, constructivistas natos y, por ello, grandes enemigo de la civilización. (Hay algunas excepciones a esta creencia extremista, desde luego, empezando por él mismo). Ellos no suelen creen en el mercado, ese sistema impersonal que aglutina dentro de un orden las iniciativas individuales y produce empleo, riqueza, oportunidades y, en última instancia, el progreso humano. Como el mercado es el producto de la libertad, los intelectuales son a menudo los grandes enemigos de la libertad. El intelectual está convencido de que, elaborando racionalmente un modelo justo y equitativo de sociedad, éste se puede imponer a la realidad. De ahí el éxito del marxismo en el medio intelectual. Esta creencia le parece a Hayek «la expresión de una soberbia intelectual que es lo contrario de la humildad intelectual que constituye la esencia del verdadero liberalismo, que considera con respeto aquellas fuerzas espontáneas a través de las cuales los individuos crean cosas más importantes que las que podrían crear intencionadamente». El efecto práctico de esta creencia es el socialismo (que Hayek identifica con la planificación económica y el dirigismo estatista), un sistema que, para imponerse, necesita la abolición de la libertad, de la propiedad privada, del respeto de los contratos, de la independencia de la justicia y la limitación de la libre iniciativa individual. El resultado son la ineficacia productiva, la corrupción y el despotismo.
[...] De otro lado, jamás pudo imaginar Hayek que el fenómeno de la corrupción se extendiera como ha ocurrido al penetrar en el seno de unas instituciones que, a causa de ello, han perdido mucha de la autoridad que tenían. Es el caso de la justicia, propensa en muchos lugares a casos clamorosos de corrupción por obra del dinero o la influencia del poder.
Esto ha repercutido también en la empresa —pública y privada— y en el funcionamiento del mercado, que no sólo se ha visto afectado por el intervencionismo estatal, sino a menudo, por tráficos e influencias que favorecen a determinadas empresas o particulares gracias al poderío político o económico de que disponen.
La moral pública, a la que Hayek concede tanta importancia, se ha resquebrajado también por doquier debido al apetito de lucro, que prima sobre todo los valores, y que lleva a muchas empresas y a particulares a jugar sucio, violentando las reglas que regulan la libre competencia.
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LAS VERDADES CONTRADICTORIAS
Una constante en el pensamiento occidental es creer que existe una sola respuesta verdadera para cada problema humano y que, una vez hallada esta respuesta, todas la otras deben ser rechazadas por erróneas. Creencia complementaria de la anterior y tan antigua como ella, es que los nobles ideales que animan a los hombres —justicia, libertad, paz placer— son compatibles unos con otros. Para Isaiah Berlin estas creencias son falsas y de ellas deriva buena parte de las tragedias de la humanidad. De este escepticismo el profesor Berlin extraía unos argumentos poderosos y originales en favor de la libertad de elección y del pluralismo ideológico.
Fiel a su método indirecto, Isaiah Berlin expone su teoría de las verdades contradictorias o de los fines irreconciliables a través de otros pensadores en los que encuentra indicios, adivinaciones, de esta tesis. Así, por ejemplo, en su ensayo sobre Maquiavelo nos dice que éste detectó, de manera involuntaria, casual, esta incómoda verdad: que no todos los valores son compatibles, que la noción de una única y definitiva filosofía para establecer la sociedad perfecta es material y conceptualmente imposible. Maquiavelo llegó a esta conclusión al estudiar los mecanismos del poder y comprobar que ellos eran írritos a todos los valores de la vida cristiana que, en teoría, regulaban la vida de la sociedad. Llevar una «vida cristiana», aplicar de manera rigurosa las normas éticas prescritas por ella, significaba condenarse a la impotencia política, ponerse a merced de los inescrupulosos y los pícaros; si se quería ser políticamente eficiente y construir una comunidad «gloriosa» como Atenas o Roma, había que renunciar a la educación cristiana y reemplazarla por otra más apropiada a ese fin. A Berlin no le parece tan importante que Maquiavelo propusiera esa disyuntiva como su intuición de que los dos términos de ella eran igualmente persuasivos y tentadores desde el punto de vista moral y social. Es decir, que el autor de El Príncipe advirtiera que el ser humano podía verse desgarrado entre metas que lo solicitaban por igual y que eran alérgicas una a la otra.
[...] Que haya verdades contradictorias, que los ideales humanos puedan ser adversarios no significa para Isaiah Berlin que debamos desesperar y declararnos impotentes. Significa que debemos tener conciencia de la importancia de la libertad de elegir. No hay una sola respuesta para nuestros problemas sino varias, nuestra obligación es vivir constantemente alerta, poniendo aprueba las ideas, leyes, valores que rigen nuestro mundo, confrontándolos unos con otros, ponderando el impacto que causan en nuestras vidas, y eligiendo unos y rechazando a otros, o, en difíciles transacciones, modificando los demás. Al mismo tiempo que un argumento a favor de la responsabilidad y de la libertad de elección, Isaiah Berlin ve en esta condición del destino humano una irrefutable razón para comprender que la tolerancia, el pluralismo, son, más que imperativos morales, necesidades prácticas para la supervivencia de los hombres. Si hay verdades que se rechaza y fines que se niegan, debemos aceptar la posibilidad del error en nuestras vidas y ser tolerantes para con el de los demás. También, admitir que la diversidad —de ideas, acciones, costumbres, morales, culturas— es la única garantía que tenemos de que el error, si se entroniza, no cause demasiados estragos, ya que no existe una solución para nuestros problemas, sino muchas y todas ellas precarias.
* Mario Vargas Llosa (La civilización del espectáculo)
* Mario Vargas Llosa (La civilización del espectáculo)
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