Gregorio Luri (¿Matar a Sócrates?) El filósofo que desafía a la ciudad

«¿Para qué necesitamos a Sócrates, si somos posmodernos, vivimos inmersos en una revolución tecnológica que promete cambiar el mundo de arriba abajo; si lo nuevo ha sustituido a lo bueno en el orden de nuestros valores?»
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¿Con qué pensamos cuando pensamos? Pensamos con imágenes, conceptos, frases hechas y criterios que, en su mayor parte, no hemos construido nosotros, sino que hemos heredado de legados culturales muy heterogéneos. Muchas de nuestras ideas son restos de sistemas en los que ya no podemos creer (el platonismo, el cristianismo, el marxismo, el psicoanálisis, etc), pero que seguimos utilizando fragmentariamente para expresar las que tenemos por nuestras convicciones. Pensamos con toda esa amalgama de materiales fragmentados y son ellos los que nutren nuestro vocabulario.

Nuestros pensamientos son, desde luego, nuestros, porque expresan nuestras convicciones, pero no son tan nuestros como creemos, puesto que nuestras convicciones están construidas con materiales mucho más heterogéneos de lo que sospechamos. Los amantes actuales siguen utilizando imágenes del Banquete de Platón y los revolucionarios, el lenguaje del Evangelio. Algo similar podemos decir de los refranes y frases hechas que nos ayudan a comunicarnos de manera tan económica, Pero si observamos a los hombres mientras resuelven sus problemas, habremos de concluir que el lenguaje natural es una herramienta asombrosamente eficiente para expresar el sentido común. Es dúctil y sabe adaptarse como un guante a las situaciones cambiantes, sin estar sujeto por los requerimientos de la lógica formal. La incoherencia —al menos cierta incoherencia— de nuestras convicciones no parece ser obstáculo para desenvolvernos con éxito en nuestra vida cotidiana, ser buenos ciudadanos, tener amigos e incluso prestigio social. Parece expresar bien la incoherencia de la misma realidad política. Sin embargo, este lenguaje tan eficaz en la cotidianidad, no tarda en mostrarnos sus grietas en cuanto es examinado a la luz de la filosofía. Pero pretender hacer un filósofo de cada ciudadano pudiera ser entonces muy poco sensato, porque en lugar de elevar la razón pública podríamos incrementar la alineación colectiva. La catarsis de la refutación tiene la apariencia de una virtud exclusivamente filosófica.

A mi entender, el Sofista puede ser entendido como una reivindicación terapéutica-política del lenguaje natural. Para llevarla a cabo, el Extranjero divide a los filósofos griegos en dos grupos enfrentados en una gigantomaquia filosófica. Son los extremos posibles de la coherencia lingüística.

Por un lado se encuentran los que resaltan el cambio permanente de todas las cosas sensibles y por otro, los que resaltan la estabilidad de las ideas. A los integrantes del primer grupo (Heráclito), Sócrates los ha calificado en el Teeteto de «partidarios del fluir» (son los que cuando ven un río, ven el fluir del agua) y a los segundos (Parménides), de «partidarios de la permanencia» (son los que al ver el fluir del agua, ven el río. Los dos grupos presentan cierta correspondencia con lo insinuado en el Eutifrón respecto al bien. Los que resaltan el cambio se pueden equiparar a los que creen que lo primero son los dioses divergiendo entre sí, mientras que los que resaltan la estabilidad sitúan a la idea como lo primero. Platón no parece querer decidirse por ningún grupo. Sócrates continúa en silencio. El Extranjero defiende que si Heráclito tiene razón y todo está en movimiento, entonces estamos condenados al silencio, pues en cuanto decimos que algo es de determinada manera, ya ha cambiado y pasa a ser de otra. En estas condiciones no podríamos hablar con propiedad de cómo son las cosas, sino de cómo han venido siendo. Para Heráclito, todo es pura historia. Pero si hacemos caso a Parménides —que es la otra exigencia superlativa de coherencia— también acabamos en el silencio, puesto que defiende que sólo puede haber conocimiento verdadero de lo inmutable. Sin embargo, de lo inmutable quizá haya posibilidad de contemplación mística, pero no de dialéctica (el río sin corriente no se encuentra en ningún sitio). Quienes regresan de contemplar lo inmutable lo único que nos ofrecen es el silencio de quien ha trascendido toda ciencia. 

Cada una de estas vías, tomada en sí misma, nos acaba conduciendo fuera del mundo en que vivimos precisamente porque nos lleva fuera del lenguaje natural. Sorprendentemente, sin embargo, esta oposición que parece filosóficamente irreductible, se resuelve de manera natural en el lenguaje natural, donde se da coexistencia inmediata y no problemática de lo sensible y de lo inteligible. En cada palabra hay un sentido que no cambia («el» río), y sin embargo, sirve perfectamente para nombrar multitud de ríos diferentes. En cada palabra hay, pues, dos referencias, una a lo inteligible y permanente y otra a los sensible y cambiante. Los opuestos coexisten en el nombre. El lenguaje se presenta así como un entramado (una simploké) de movimiento y estabilidad que es capaz de recoger bien la mezcla (meîxis) del ser de las cosas. La paradoja de las cosas, que parecen participar al mismo tiempo del ser (de lo inteligible) y del no-ser (lo sensible), se resuelven en el momento y en el uso natural del lenguaje.
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«No hay mayor bien para el hombre que reflexionar cada día sobre su vida y sobre todo aquello que vosotros me habéis oído hablar, examinándose a mí mismo y examinando a los demás, porque vivir sin examinarse a sí mismo no es vivir»

Es difícil sobrevalorar la importancia que estas palabras han tenido en la conformación del imaginario psicológico, poético y moral de Europa. Es propio de un espíritu noble acogerlas con admiración, pero no significa que sea fácil reflexionar sobre uno mismo. Ni tan siquiera es fácil quedarse en silencio con uno mismo.

La experiencia del aislamiento del entorno y de la concentración en uno mismo es difícil, cansa y no garantiza resultados satisfactorios, ya que con frecuencia no tenemos nada que decirnos. Respecto a uno mismo, el descuido es siempre lo más fácil, por eso es tan cómodo dejarse llevar por el flujo y reflujo de las opiniones dominantes y los estímulos circundantes. Algunos psicólogos hablan de la observación de uno mismo como del brain´s default mode. Nuestra alma se encuentra más cómoda yendo de un sitio para otro sin pararse mucho tiempo en ningún lugar, adaptándose a las impresiones circundantes y variando su propia topografía que concentrándose en un punto intentando permanecer en él o recogiéndose en sí misma. Mantenerse en silencio durante quince minutos, reflexionando, es un esfuerzo que no se le puede pedir a cualquiera de buenas a primeras. Exige un aprendizaje del ensimismamiento, una habituación de la voluntad a la resistencia a la distracción, una sujeción a la propia mente que se niega a vagar sin domicilio fijo. Este aprendizaje es esencial para la filosofía porque sólo podemos poseer de ella aquello que hemos pensado cada uno de nosotros para darle nuestro asentamiento íntimo.

Según Plutarco, Sócrates acostumbraba a animar a sus conciudadanos a que se ocupasen menos de sus asuntos mundanos y más de su alma, porque al priorizar los primeros, se comportaban como quienes, con tal de lucir un calzado bonito y llamativo, aceptan destrozarse los pies. Lo importante, nos viene a decir, es cuidar de los pies, no del calzado. Esta conciencia clara de lo importante y la capacidad para prestarle una atención prioritaria es la enkrateia o dominio de sí.

Kratos significa poder, soberanía, autoridad. La enkrateia es exactamente eso: la soberanía sobre uno mismo. La capacidad para sumir responsablemente la propia vida, el fortalecimiento del autós. Su opuesto es la akrasia, la incapacidad para seguir el rumbo que nos marcamos,  por eso se confunde con la incontinencia infantil (Leyes). El akcratés es el que afirma que quiere una cosa y hace la contraria. De esta manera la enkrateia se nos presenta como la principal virtud, puesto que sin ella es imposible ninguna otra. No hay que descartar que este término, como sustantivación del adjetivo enkrates (fuerte, poderoso), fuese una creación socrática.

* Gregorio Luri (La imaginación conservadora) Una defensa apasionada... 

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