Sigmund Freud (Relatos clínicos)

ZAPATOS

Hace meses asistía  yo a una muchacha de dieciocho años, en cuya complicada neurosis correspondía a la histeria buena parte. Lo primero que supe de ella fue que sufría accesos de desesperación de dos distintos géneros. En los primeros sentía timidez y picazón extraordinarias en la parte inferior de la cara, desde las mejillas hasta la boca. En los segundos estiraba convulsivamente los dedos de los pies y los agitaba sin descanso. Al principio no me sentía inclinado a adscribir significación alguna a estos detalles, en los cuales hubieran visto otros observadores anteriores a mí una prueba de la excitación de centros corticales en el ataque histérico. Ignoramos, ciertamente, dónde se hallan los centros de tales parestesias, pero sabemos que estas últimas inician la epilepsia parcial y constituyen la epilepsia sensorial de Charcot. La agitación de los dedos de los pies quedó por fin explicada del modo siguiente: cuando mi confianza con la enferma se hizo mayor, le pregunté un día cuáles eran los pensamientos que surgían en ella durante sus accesos, invitándola a que me los comunicase sin reparos, pues seguramente podía darme una explicación de aquellos fenómenos. La enferma se ruborizó intensamente y, sin necesidad de recurrir a la hipnosis, me dio las explicaciones que siguen, cuya realidad me fue confirmada por la institutriz que veía acompañándola. La muchacha había padecido, a partir de la presentación de los menstruos, y durante varios años, accesos de cephalea adolescentium que le impedían toda ocupación prolongada, retrasando así su educación intelectual. Liberada por fin de este obstáculo, la muchacha, ambiciosa y algo ingenua, decidió trabajar con intensidad para alcanzar a sus hermanas y antiguas compañeras. Con este propósito realizó excesivos esfuerzos, que acabaron en violentas crisis de desesperación al darse cuenta de que había confiado demasiado en sus fuerzas. Naturalmente, también se comparaba, en lo físico, con otras muchachas, sintiéndose desgraciada cuando se descubría alguna inferioridad corporal.

Atormentada por su marcado prognatismo, tuvo la singular idea de corregirlo ejercitándose todos los días largos ratos en estirar el labio superior hasta cubrir por completo los dientes que sobresalían. La inutilidad de este pueril esfuerzo le produjo un acceso de desesperación y, a partir de este momento, la tirantez y la picazón de las mejillas pasaron a constituir el contenido de una de las dos clases de ataques que padecía.

No menos transparente era la determinación de los otros ataques en los que aparecía el síntoma motor, consistente en la extensión y agitación de los dedos de los pies. Los familiares de la sujeto me habían dicho que el primero de estos ataques se desarrolló a la vuelta de una excursión por la montaña. Pero la muchacha me relató lo siguiente: entre las hermanas era costumbre antigua burlarse unas de otras por el excesivo tamaño de los pies. Nuestra paciente, a quien atormentaba este defecto de estética, intentaba siempre usar el calzado más pequeño posible, pero su padre se oponía a ello, anteponiendo la higiene a la estética. Contrariada la muchacha por esta imposición paterna, pensaba constantemente en ella y adquirió la costumbre de estar moviendo siempre los dedos de los pies dentro del calzado, como se hace si se quiere comprobar si el mismo está grande, o demostrar a alguien que aún podría usarse otro más chico, etc.

Durante la excursión, que no le produjo fatiga alguna, surgió la broma habitual entre las hermanas sobre el tamaño de sus pies, y una de ellas le dijo: <<¡Hoy sí que te has puesto unas botas que te están grandes!>>. La muchacha probó a mover los dedos dentro de ellas, pues también tenía la idea de que podía llevar un calzado mucho menor, y, a partir de ese momento, no cesó en todo el día de pensar en su desgraciado defecto. Luego, al volver a casa, sufrió un ataque, en el que por primera vez extendió y agitó convulsivamente los dedos de los pies, como símbolo mnémico de toda la serie de pensamientos desagradables que habían ocupado su imaginación.

Hemos de observar que se trataba de ataques y no de síntomas duraderos. Añadiremos además que, después de esta confesión, cesaron los ataques de la primera clase, continuando, en cambio, los de la segunda, o sea aquellos en los que la paciente agitaba los pies. No debió, pues, de ser completa su confesión en este asunto.

Mucho después he sabido que la ingenua muchacha se preocupaba tanto por su estética porque quería agradar a un joven primo suyo.

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