Franz Kafka (Carta al padre)

Mi única preocupación era yo mismo; mas esta preocupación tomaba formas distintas. Una de ellas, por ejemplo, era la hipocondría. Se inició muy pronto. Cada tanto me invadía un cierto miedo por la digestión, la caída del pelo, una desviación de la espina dorsal, etc. Este miedo aumentaba en matices innumerables, hasta que terminaba concretado en una enfermedad verdadera. No obstante, como no tenía ninguna seguridad, como esperaba que cada instante me confirmase nuevamente mi existencia y carecía de nada que fuese propio de un modo definitivo, exento de duda, mío, establecido, evidente para mí, como en realidad era un hijo desheredado, también lo más próximo: mi cuerpo se tornó para mí incierto. Crecía, le hacía larguirucho  sin saber qué hacer con mí altura. La carga era demasiado agobiante. La espalda se doblaba. No me atrevía casi a moverme, a hacer ejercicio, y me convertí así en un ser endeble. Todas las funciones que aún se cumplían, la digestión, para citar una, me llenaba de asombro, como si se tratase de un milagro. De esta manera quedaba libre el camino hacía la hipocondría, hasta que con los esfuerzos sobrehumanos de mi ansia por casarme (después me referiré a esto), la sangre me surgió de los pulmones. Seguramente fue causa de ello, en su mayor parte, el piso del Schönbornpalais, que necesitaba solamente porque lo creía imprescindible para escribir, hasta el punto de que también este asunto debe ser mencionado aquí. Debo decir que mi situación no había sido provocada por un abuso en el trabajo, como siempre has creído. Durante años, con una salud óptima, los pasé haraganeando en el sofá más tiempo que tú en toda tu vida, incluyendo tus enfermedades.
Si me iba corriendo de tu lado con aspecto de muy ocupado, lo hacía generalmente para ir a echarme en mi habitación. Así que el balance de mi rendimiento tanto en la oficina (donde la pereza, aunque no suele llamar demasiado la atención, era disimulada en mí por la timidez) como en casa es mínimo: si pudieras formarte una idea de él, quedarías espantado. Es posible que no tengas tendencia a la pereza, pero nada había que hacer para mí. Dondequiera que viviese, sentía el rechazo, vencido, sentenciado, y si bien luchaba desesperado por huir a cualquier otro sitio, esto no era tampoco un trabajo, porque constituía algo imposible, que con ligeras excepciones, era inaccesible a mis fuerzas.
En tal estado, se me otorgó la libertad para elegir una profesión. Pero ¿era verdaderamente capaz de usar esta libertad? ¿Confiaba en mis solas fuerzas para lograr una verdadera profesión? La medida de mi capacidad la establecías tú, más que cualquier otra circunstancia, más que, por ejemplo, un triunfo externo. Un triunfo me sostenía durante un momento y nada más; por contraste, tu peso me hundía sin tregua. Nunca conseguiría pasar de la primera clase en la Escuela Nacional. Creía estar seguro de ello, y no obstante lo conseguí y me otorgaron incluso un premio, pero el examen de ingreso al bachillerato era imposible que lo superase, y también lo logré: luego siguió el primer curso del Instituto, y tenía la seguridad de que me suspenderían, mas no me suspendieron, y así sucesivamente fui saliendo adelante. Pero no con el resultado de ir aumentado mi confianza, sino todo lo contrario. Siempre tuve la seguridad -y tu gesto de rechazo me proporcionaba una prueba evidente- de que cuanto mayores fuesen mis éxitos, pero terminaría todo.

* Franz Kafka (El desaparecido-América)

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