Laurent de Sutter (Narcocapitalismo)

El precio de la noche

El buen trabajador duerme bien: el trabajo duro del hombre simple, realizado siguiendo las reglas del arte y del orden, constituye en sí la recompensa, mucho más que su salario; aquellos que son víctimas del insomnio son los otros; los perezosos, los ociosos y los indolentes. Así lo definía un estereotipo expandido en los círculos médicos, y cuyo origen se remontaba al albor de los tiempos: el sueño es el reposo del valiente, y el tormento de aquellos cuya existencia cede al desorden, sea cual sea este. Para todos los que veían con buenos ojos el desarrollo del capitalismo industrial, esta constatación se erigía como principio: lo que hacía falta era individuos con un sueño reparador, para que pudiesen trabajar sin problemas al día siguiente. En El capital, que publicó dos años antes de que apareciera el libro de Liebrich sobre el hidrato de cloral, Karl Marx dio el nombre de «reproducción de la fuerza de trabajo» al proceso en el que el sueño desempeña un papel decisivo (el otro, que le interesaba más, era el salario) eran el precio que los capitalistas estaban dispuestos a pagar para extraer una plusvalía suficiente de todos aquellos que trabajaban para ellos durante el día; era necesario, por lo tanto, que los trabajadores también pagasen por ello. Mucho más que una mera circunstancia con la que había que arreglárselas, la noche se convertía en un elemento decisivo en la instauración del orden capitalista; se convertía en aquello que decidía su buen funcionamiento, o, al contrario, su estado de desorden. Pero la cuestión era: ¿qué noche? Tal como demostraba Marx en el pasaje del libro I de El capital, donde describía las luchas relativas a la determinación de la duración de la jornada de trabajo, la cuestión de la plusvalía obtenida por el capitalista de la fuerza de trabajo que solicitaba dependía del tiempo. Para que hubiese una  plusvalía, hacía falta que un tiempo suplementario al tiempo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo pudiese ser contabilizado; era ese tiempo «extra», como decía Marx, el que se convertía en el foco de aquello que el capitalista arrebataba al trabajador. Por tiempo «extra» se entendía el tiempo que el capitalista no pagaba, sabiendo que tenía que calcularlo de manera precisa con el fin de evitar que un exceso de tiempo «extra» no se convirtiera, por falta de un buen sueño, en un tiempo de agotamiento del trabajador. Aunque no le dedicara ni una palabra en su tratado, era la noche lo que constituía el patrón de medida del valor del trabajo: era sobre ella que el capital pretendía ejercer su imperio.

Ius nocturnis

Pero la inversión por parte de las fuerzas del orden en la noche no apareció a mediados del siglo XIX, sino que nunca, por muy lejos que retrocedamos en el tiempo, había dejado de ser presentada como un peligro cuyo único remedio era el sueño. A lo largo del siglo XVII, por ejemplo, los juristas italianos y alemanes rivalizaron en ingeniosidad en la elaboración de lo que se llamaba «ius nocturnis» (el derecho de la noche), un derecho cuyo principal objeto era intentar formalizar en qué aspectos la noche era un entorno temible. Para demostrarlo, se apoyaban sobre la semejanza existente entre los vocablos «nox» (noche) y «noxa» (daño), insinuando que existía algo, en el hecho mismo de la noche, que tendía a lo dañino o a lo nocivo. De manera general, esta visión que tenían de la noche justificaba, según ellos, un mayor castigo para cualquier acto reprensible realizado en un entorno nocturno, o, en todo caso, constituía una circunstancia agravante en cualquier delito. Este agravante podía a veces incluso justificar el asesinato del agresor, ya que este se había beneficiado del hecho de que su víctima no se hallaba vigilante debido al sueño, o bien se presuponía de manera automática la premeditación por parte del agresor. Lo más curioso, sin embargo, no era tanto esta insistencia sobre las consecuencias jurídicas del paso del día a la noche, sino cómo esta insistencia se basaba en la puesta en escena de la noche como lugar de todos los peligros, de los que convenía protegerse a todo precio. Con los juristas del «ius nocturnis»,  no asistimos a un descubrimiento jurídico del entorno nocturno, sino a su instauración como ecología del perjuicio; una ecología que, como dichos juristas no dejaban de señalar, estaba poblada por un sinfín de monstruos. Esta elevación de la noche al rango de reserva natural del espíritus maliciosos tenía ciertamente precedentes, pero la insistencia con la que esta dimensión casi maléfica era atacada dejaba adivinar que algo más estaba en juego. Y esta otra cosa consistía nada menos en la voluntad de las fuerzas del orden de controlar la noche; el deseo cada vez más firme de convertirla en un territorio que se plegase al poder soberano, al igual que el día, allí donde, anteriormente, aún se le escapaba. Durante demasiado tiempo, la noche había designado un espacio incierto, donde la fiesta y cierta idea del descanso podían sustraerse de la mirada de los jefes y de los propietarios; hacía falta, en adelante, que se reconquistase esta oscuridad. 

Política de la excitación 

Durante mucho tiempo, la vida social nocturna había permanecido dentro del ámbito privado; la que se permitían aquellos cuyas viviendas contaban con grandes salas de recepción y jardines donde circunscribir los excesos reservados a aquellos que eran invitados. La invención de la discoteca supuso una especie de respuesta proletaria al acaparamiento privado de la fiesta, una manera de restituir esta al ámbito público, lo cual implicaba siempre más invitados de los que figuraban en la lista de los dueños de la casa. Las autoridades no se equivocaron al decidir qué tipo de espacio constituían las discotecas: decidieron considerarlas «espacios públicos», es decir, espacios en los que debían aplicarse reglas específicas de seguridad y pudor. Puesto que la noche había sido domesticada, nuevas actividades debían ser permitidas, pero siempre y cuando estas no sobrepasaran el estrecho marco establecido por las fuerzas del orden: la orgía, si estaba permitida, debía permanecer dentro de esos límites. Puesto que se sabía que las primeras discotecas eran espacios de reunión dirigidos al proletariado obrero, esta voluntad de limitar los desbordamientos que se podían producir en el club era también una voluntad de limitar las razones posibles de estos desbordamientos. Junto a los generados por el alcohol, el baile y los avatares de las relaciones entre seres humanos, había que tener en cuenta aquellos que implicaban una forma política de excitación; la contaminación de las almas por las fuerzas del escándalo y su transformación en exigencia de justicia social. La discoteca, lugar donde el exceso afectaba a todos, constituía un entorno favorable para la difusión de todo tipo de afectos, que podían acabar en una pelea general por una aventura sexual como en premisas de una huelga general. Esto formaba parte de los nuevos peligros nacidos de la conquista policial de la noche: puesto que ya no era posible recurrir a los espectros de los demonios y de los espíritus malvados del más allá para asustar a los buenos durmientes, era necesario convencer a estos últimos de que esos espectros endemoniados se habían ahora materializado en nuevos cuerpos. Estos cuerpos eran los que el demógrafo Louis Chevalier, en 1958, bautizó con el nombre de «clases peligrosas», dentro de las cuales entraban las «clases trabajadoras», cuyos ingresos eran obtenidos de una fuerza de trabajo puesta al servicio de un propietario capitalista. Pese a «la seguridad y la pulcritud» de la ciudad, de las que se jactaba La Reynie, persistía la necesidad de monstruos nocturnos; la discoteca pasó a ser su zoo. 

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