Fernando Savater (Ética de urgencia)

La felicidad

El humorista Jardiel Poncela decía:<<Si quieres ser feliz como me dices, no analices>>. Y, en cierto sentido, lleva toda la razón. Sin embargo, en una ocasión le preguntaron a Bertrand Russell, uno de los filósofos que más he admirado: <<Si le dieran a escoger entre saber más o ser feliz, qué preferiría?>>. Y Russell respondió: << Es extraño, pero preferiría seguir aprendiendo>>.

La clase de pensamiento que se elabora en la reflexión ética, el que no está relacionado con una acción concreta, puede provocar un vértigo temible, pero si no existiera, ¿merecería la pena vivir? ¿Quién de nosotros, para evitar el sufrimiento, aceptaría vivir anestesiado?

En realidad, relacionamos la felicidad con el transcurso o el resultado de alguna actividad nuestra, Y aunque, en muchas ocasiones, actuar nos dé problemas y disgustos, en el fondo parece que nos compensa, porque no queremos abandonar el juego. No queremos dejar de vivir ni de hacer, aunque pueda dolernos. A veces sí que nos asustamos y damos un paso atrás, pero nadie quiere renunciar del todo a la libertad de actuar y de hacerse preguntas.

Entonces para ser felices también tenemos que vivir experiencias malas, si fuéramos constantemente felices no distinguiríamos la felicidad.

Ser constantemente felices supondría vivir en un estado de dicha completa, que, además, nadie te podría quitar nunca. Porque por bien que estés, si sabes que ese estado puede acabarse, ya no serás feliz sin fisuras. Por eso los humanos no pueden ser completamente felices, porque todas las cosas que experimentan pasan, su propia vida pasa. Los propio de los seres humanos, su mayor aspiración, quizá no sea la felicidad, sino conservar la alegría.

Quien dice que ama la vida debe hacerlo con todas sus consecuencias. Lo que no podemos decir es: <<Amo la vida, por favor, quítenme la parte mala>>.Eso no significa que no tengamos que luchar contra las maldades, pero tenemos que amar el mundo a pesar de todo eso. Tampoco tiene mucho sentido decir: <<Yo hasta que no se arregle todo el mundo, no amaré la vida>>, porque seguro que no te va a dar tiempo de ver solucionado todo lo que anda mal. Hay que luchar contra lo que no nos gusta de la vida, pero no aplazar el amor que podemos sentir por ella: pese a todo lo negativo siempre es mejor participar de la vida que ya no estar en el mundo.

Además, las cosas malas de la vida nos ofrecen un contraste que intensifica y mejora el sabor de las buenas. Sólo el que se pone enfermo repara en lo bien que se está sano, nadie sabe mejor lo importante que es un dedo que el que se lo rompe. La ventaja que tiene ser viejo es que uno ha conocido cosas muy buenas y también el reverso. Si nos faltara ese contraste, nos faltaría la experiencia. Es gracias a la madurez y a la experiencia de la vida que aprendemos el valor de cada cosa. Lo mismo sucede con la alegría y la felicidad.

Es decir, somos felices porque nos arriesgamos.

Yo creo que sí, de alguna manera decimos: <<Ya que está ahí la muerte, vamos a bailar frente a ella>>. Si no supiéramos que todo es breve y fugitivo, que todo es riesgo, qué gracia tendrían las decisiones. Tampoco es que tengamos elección, no podemos imaginar una vida distinta a la que tenemos, un vida sin muerte, pero sí sabemos que la muerte le da el picante a la vida, su sabor especial.

Entonces la felicidad absoluta es imposible, siempre vamos a pedir más.

Los ideales humanos se parecen al horizonte. Nadie puede alcanzar el horizonte, pero podemos andar hacía él, y merece la pena encaminarse hacia allí, porque sólo así avanzamos como personas, como sociedad y como especie. Contentar a un esclavo que está atado a sus cadenas y que casi no come es muy fácil, pero en cuanto el esclavo se libere de sus ataduras situará más alto su nivel de satisfacción y bienestar. Los seres humanos nos vamos volviendo más exigentes con las libertades porque vamos conociendo más cosas y por eso no se nos puede saciar del todo, mientras estemos vivos vamos a exigir siempre mejoras.

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