La búsqueda de palabras que aspiran a la claridad verdadera nos rescatan del negro pozo espantoso de la mentira en el que nos precipita la muerte, gran agusanadora de nuestra condición. Ya sé que este planteamiento suena anticuado en el panorama filosófico actual, en el que prevalece lo que quizá con excesiva indignación llamó Claudio Magris <<el gelatinoso posmodernismo>> donde todo es intercambiable por su contrario y la morralla de las Misas Negras se ponen al mismo nivel que el pensamiento de San Agustín. Esta doctrina establece el crepúsculo de la clásica concepción de la verdad como adecuación entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hay en el universo independientemente de nuestros gustos y caprichos. Lo que refrendaba antaño la verdad o falsedad de una aseveración era su concordancia con los hechos, inamovibles en su terca presencia. Pero a partir de Nietzsche -nos informan los posmodernos- tenemos que resignarnos a admitir que no hay hecho sino sólo interpretaciones (lo cual por cierto no está lejos como el propio Nietzsche creyó de lo que a su vez había explicado ya Kant). E incluso el hecho de que no haya hechos sino interpretaciones no pasa de ser una interpretación más, añadida a las precedentes... Lo que se establece entonces como verdad, según este criterio ( o ausencia de él, más bien) es el acuerdo siempre provisional entre interpretaciones concurrentes, agrupadas en tradiciones culturales o hermenéuticas. Evidentemente discrepo de este planteamiento o, si se prefiere, de esta interpretación de la realidad.
En algunos de mis libros, como Las preguntas de la vida, y sobre todo en el capítulo <<Elegir la verdad>> de El valor de elegir, he propuesto una reflexión que se aleja en puntos sustanciales de la opinión moderna. Supongo en ella que hay diversos campos de verdad según niveles distintos de consideración de lo real -el de las ciencias experimentales, el de los estudios históricos, el de la literatura, el de la mitología, el del juego, etc.- y que la falsedad más peligrosa estriba en tratar de sostener la verdad correspondiente a uno de esos campos en el terreno de otro. Lo cual no impide que la verdad objetiva en el plano adecuado sea algo no sólo posible sino intelectualmente imprescindible para una mente sana. Los posmodernos proponer el acuerdo más amplio posible como única forma operativa de verdad, pero me parece que chocan con la propia entraña del lenguaje que compartimos, tal y como ha señalado Hans Albert: <<Podría resultar muy difícil, en el marco de una lengua que -como la lengua humana- tiene una función representativa, renunciar a la idea de una representación adecuada, una idea que es totalmente independiente de aquélla de un posible consenso>>. Quizá una de las mejores parábolas sobre la verdad sea el cuento de Hans Christian Andersen titulado El traje nuevo del Emperador. Y también allí se revela lo imprescindible para que la verdad pueda ser descubierta. En esa historia, el Emperador se miente a sí mismo por vanidad, los sastres estafadores por afán de lucro, los cortesanos por la rutina del halago o quizá por la malicia que espera sacar provecho de cualquier debilidad del poderoso. Por diferentes razones, todos coinciden y están de acuerdo: según la doctrina posmoderna, su consenso es preferible y más sólido que la verdad... Pero sólo el niño es capaz de ser objetivo porque no tiene intereses en el asunto, ni quiere obtener poder sobre nadie: por lo tanto va y dice la verdad, que el rey va desnudo. ¡Imposible confundir su revelación con el establecimiento <<cultural>>
Por lo demás, creo firmemente que nuestras verdades (y nuestros conocimientos) siempre se nos parecen, pero no por razones culturales o hermenéuticas sino biológicas. Nuestros sentidos, decantados a través del proceso biológico y también histórico que llamamos evolución, son la mejor prueba de que existe un mundo de realidades en cuyo conocimiento adecuado nos va un interés vital. Y obviamente la adecuación de tales noticias sensoriales tienen elementos fundamentales que para nada dependen de la tradición o cultura a la que el sujeto pertenece (de hecho, los sentidos de otros muchos animales funcionan como los nuestros y por la misma razón de supervivencia). Sin embargo, también la capacidad de nuestros sentidos nos indica que no estamos hechos para conocerlo todo o cualquier cosa, sino sólo aquello que concuerda con nuestra escala ontológica. Por eso la multiplicación de nuestro conocimiento científico por medio de las prótesis tecnológicas es la aventura más fascinante y también más arriesgada de nuestra especie. Si queremos ir más allá, fuera de este mundo evolucionista, me atrevería a confesar que la definición de la verdad que más me gusta en el fondo es la auténticamente ontológica de Manlio Sgalambro:<<Ho definito qualche volta la verità come il mondo senza l´uomo>>.
En el terreno de la realidad física, el método científico que trata los sucesos semejantes siempre de igual forma y los ordena bajo un paradigma único de explicación es sin duda el camino más ajustado que los humanos hemos tenido para acumular verdades significativas. Sin embargo su utilidad es mucho menor cuando lo que nos preocupa son las cuestiones morales. Esto es lo malo: el método científico sirve para dirimir problemas que nos angustian mucho menos que otros inasequibles a sus bien fundadas respuestas. Las grandes batallas entre los hombres no son por opiniones contrapuestas sobre geología o física nuclear: los matemáticos no cometen atentados contra quienes no saben sumar. <<Los temas que realmente mueven a la gente, que la llevan a participar en piquetes, a meterse en política y a lanzar bombas son precisamente la clase de cuestiones que jamás decidirá la ciencia. Sin embargo, son los temas en que somos más propensos a posicionarnos con firmeza y a defender lo que creemos verdadero>>. A fin de cuentas, para evitar el peor de los fanatismos, necesitamos también respuestas aproximadamente racionales en estos campos y el tipo de racionalidad científica no nos sirve o, por lo menos, no nos basta.
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