El último término de la sabiduría es la felicidad. Todos la buscamos, pero nadie sabe el camino que nos lleva a ella. La intuimos y buscamos a tientas, como aquel que camina en un cuarto oscuro. Hay que escuchar a los sabios; conocer el itinerario que lleva a la felicidad. Ellos nos han dejado pistas en sus obras. Hay que saber escuchar sus voces y dejar que resuenen bien alto en nuestro interior.
Aristóteles, por ejemplo, concibe la felicidad como un buen ánimo (eudaimonia, en griego) y la relaciona directamente con la sabiduría y con la contemplación. Según el Estagirita, el hombre sabio es el que conoce el arte de vivir y vive conforme al bien. La realización del bien le llena de buen ánimo que llama felicidad. Por eso, el autor de la Metafísica relaciona estrechamente la virtud con la felicidad. El hombre virtuoso, que vive conforme al bien y busca el bien de los demás, que tiene buenos hábitos y una excelencia de carácter, tiene un buen ánimo; conoce la felicidad.
Según el esquema teológico de Aristóteles, todo ser tiende por naturaleza hacia un fin, y este fin es el bien. El hombre feliz es el que alcanza el fin, entendiendo el bien como fin. La realización de los fines nos llena de felicidad, aunque no todos los fines nos hagan igualmente felices; por eso, antes de emprender la acción, hay que contemplar su fin y valorar su rectitud. Aristóteles relaciona directamente la felicidad con el acto contemplativo. La contemplación de la belleza, la bondad, la verdad y la unidad, colman de gozo el espíritu humano, generando un agradable estado de ánimo que denomina felicidad. Según el Estagirita, la mayor experiencia de felicidad que puede alcanzar el ser humano no se produce a través de la praxis, sino mediante el acto contemplativo.
Dentro del abanico de escuelas filosóficas griegas, el epicureismo representa un papel clave en la configuración del concepto de felicidad. Epicúreo relaciona directamente el buen ánimo o eudaimonia con el placer, ya sea de orden físico o espiritual. El ser humano, en tanto que ser sensible, puede vivir experiencias agradables a los sentidos, pero también sensaciones desagradables. El hombre feliz es el que vive el máximo número de experiencias placenteras, mientras que el hombre desgraciado es el que sufre dolor. Epicúreo no entiende el placer en un sentido únicamente sensible, es decir, el que se refiere al tacto, la vista, el olfato o el gusto, sino también en un sentido espiritual, como el placer estético, la lectura o la música.
También la escuela estoica convirtió a la felicidad en un objeto prioritario de su reflexión. Reunidos en la puerta de la ciudad, la stoa, los filósofos estoicos consideraron que la felicidad era una meta difícil de alcanzar, que únicamente aquel que se entrenaba física y mentalmente, viviendo al margen de las impresiones de los demás, podía llegar a alcanzar un estado de tranquilidad espiritual o de ataraxia que identificaban con la felicidad. Desde este punto de vista, la felicidad es el resultado de un largo itinerario ascético, de una exigencia práctica de dominio de la voluntad y del deseo, y sólo el sabio alcanzaba lo que los filósofos romanos denominarían la indifferentia mundi conseguía vislumbrarla. Ese concepto influyó notablemente en la elaboración intelectual cristiana de la idea de la felicidad, aunque fue sensiblemente transformada por los Padres de la Iglesia griegos y latinos.
En el ámbito de la filosofía cristiana, la felicidad se relaciona directamente con el deseo y la búsqueda de Dios. Tal como hace ver San Agustín en las Confesiones, el ser humano es un corazón inquieto y nada que no sea la comunión con Dios puede apaciguarlo (inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te). La felicidad, pues, está relacionada con el encuentro con Dios, con la relación dialogante y amorosa con el Creador. Únicamente entonces, el inquieto corazón humano encuentra la paz y la serenidad anhelada.
Santo Tomás de Aquino, en la Summa contra los gentiles lo expresa con otro lenguaje. Allí muestra que nada puede saciar el deseo de felicidad que late en el corazón humano y que todo lo que existe en el ámbito de lo creado es relativo, pasajero y efímero. En el fondo, santo Tomás viene a decir que ni el poder, ni la fama, ni el saber, ni la riqueza, pueden acabar de satisfacer ese deseo de verticalidad que experimenta el ser humano en el interior de sí mismo, porque es un deseo que, en cierta manera, no puede hallar ninguna plenitud en el plano horizontal.
Así pues, este deseo es un destello de eternidad en un cuerpo finito, y sólo puede encontrar su plenitud en lo que es eterno. Por lo tanto, la felicidad a la que aspira el ser humano, en este mundo terrenal, es siempre frágil y perecedera, y sólo se convierte en plena en la vida eterna, en la contemplación transparente del Creador. Es la plena beatitud medieval. Según la alta especulación teológica del siglo XIII, la contemplación amorosa de Dios es el punto de llegada de la búsqueda de la felicidad humana.
En el contexto de la modernidad filosófica, proliferan los discursos sobre la felicidad humana. Por un lado, se recuperan las tesis epicúreas y estoicas, y, por otro, se transforma el legado cristiano. Immanuel Kant, por ejemplo, influenciado claramente por el estoicismo, entiende que la felicidad no puede radicar en el placer, sino que vive conforme con el imperativo categórico y obedece la ley santa (die heilige Gesetz) que habla dentro de su corazón, puede aspirar, consiguientemente a una cierta felicidad.
Según la tesis kantiana, la ética no debe tener como móvil la felicidad, sino el cumplimiento del deber. Friedrich Nietzsche, en cambio, entiende que la felicidad es el estado de plenitud que alcanza el hombre cuando adopta la figura del niño. En la tercera metamorfosis del espíritu que describe el pensador germánico en Así habló Zaratustra, el camello se transforma finalmente en niño, y el niño, imagen metafórica del superhombre (Übermensch) vive intensamente el presente, más allá de las convenciones sociales, del bien y del mal, en plena sintonía con la naturaleza, sin vivir sofocado por el pasado, ni preocupado por el futuro. Es el hombre quien pronuncia un sí eterno a la vida y se funde alegremente en la danza cósmica del eterno retorno de todas las cosas.
Hete aquí una pequeña muestra de la sabiduría. La riqueza atesorada a los largo de los siglos no puede permanecer desconocida. Los sabios han escrito ampliamente sobre lo que nos preocupa fundamentalmente. Escuchémosles, abramos el oído del espíritu a sus palabras y seamos receptivo a sus enseñanza.
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