Si los hombres supiesen medir la profundidad de que proviene la mirada de la mujer, se ahorrarían muchos errores y muchas penas. Porque hay la mirada que se concede como una limosna -poco honda, lo justo para ser una mirada. Pero hay también la mirada que viene de los más profundo, trayéndose su raíz misma desde el abismo del ser femenino, mirada que emerge como cargada de algas y perlas y de todo el paisaje sumergido, esencialmente sumergido y oculto que es la mujer cuando es de verdad, esto es, profundamente, abismáticamente, mujer. Esta es la mirada saturada, en la que rebosa su propio querer ser mirada, mientras que la primera era asténica, casi no era mirada, sino simple ver. Si el hombre no fuese vanidoso y no interpretase cualquier gesto insuficiente de la mujer como prueba de que ésta está enamorada de él, si suspendiese su opinión hasta que en ella se produzcan gestos saturados, no padecería las dolorosas sorpresas que son tan frecuentes.
Repito, desde el fondo de radical soledad que es propiamente nuestra vida, practicamos, una y otra ves, un intento de interpretación, de des-soledadizarnos asomándonos al otro ser humano, deseando darle nuestra vida y recibir la suya.
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La cortesía, como más adelante veremos, es una técnica social que hace más suave ese choque y lucha y roce que la socialidad es. Crea una sería de mínimos muelles en torno a cada individuo que amenguan el topetazo de los demás contra nosotros y de nosotros sobre ello. La mejor prueba de que es así la tenemos en que la cortesía ha sabido lograr sus formas más perfectas, ricas y refinadas en los países cuya densidad de población era grande. De aquí que llegase a su máximum donde esta es máxima, a saber, en Extremo Oriente, en China y Japón, donde los hombres tienen que vivir demasiado cerca los unos de los otros, casi encima los unos de los otros. Sin aquellos múltiples muellecillos, la convivencia sería imposible. Sabido es que el europeo produce en China la impresión de un ser rudo, grosero y profundamente mal educado. No es, pues, sorprendente que en la lengua japonesa se haya llegado a suprimir esos dos pistoletazos —un poco, a veces un mucho, impertinentes—que son el yo en que inyecto, quiera o no, al prójimo mi personalidad, y en el tú mi idea de la suya. Ambos pronombres personales han sido allí sustituidos por floridas fórmulas ceremoniosas, de suerte que, en vez de decir tú, se dice algo así como «la maravilla que hay ahí», y en vez de decir yo, algo así como «la miseria aquí presente».
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