Higinio Marín (Entre dichos) Ensayos sobre ciudadanía

OCCIDENTE EN EL ESPEJO

Con motivo del fanatismo integrista, el presidente Obama equiparó las atrocidades cometidas por el Estado Islámico con las hogueras de la Inquisición Española. Al margen del tópico de la Inquisición o del tan socorrido de las cruzadas, tales equiparaciones sugieren que el proceder de los islamistas deriva de su falta de evolución: no serían más que retrasados intolerantes como una vez fuimos nosotros. Así hacemos el amago de compartir su culpa al tiempo que nos la sacudimos de encima y encaramos el gesto compungido pero satisfecho que corresponde a nuestra tolerante modernidad: ¡qué suerte tenemos de no ser como ellos ni como nuestros pobres antepasados! ¡qué afortunado es el mundo de tenernos a nosotros, tan comprensivos y juiciosos!

Ciertamente el integrismo que asimila el orden civil (inexistente como tal) con el orden religioso, y que convierte a las autoridades religiosas en poderes del estado y, por tanto, a los pecados en delitos, guarda ciertos paralelismos con el cesaropapismo europeo, siempre muy oscilante y objeto de una secular polémica. Pero indagar en esa dirección tan obvia como tópica, promete pocos rendimientos comprensivos más allá de la necesidad de "modernización" del Islam.

Con mayor razón cuando el problema puede surgir precisamente de lo que se propone como solución: la modernización -ciertamente paradójica- de un Islam que no puede dejar de mirar a Occidente para definirse y defenderse atacándolo. Y en este punto tal vez la situación no sea tan novedosa como suponemos. Olvidamos el efecto cultural que a principios del siglo XX tuvo la industrialización en países como Alemania y Japón, que reaccionaron contra la destradicionalización que disolvía sus instituciones y costumbre. Lo cierto es que ambos países extremaron el proceso de industralización que les amenazaba, para intentar sobreponerse militarmente a la cultura de matriz angloamericana que identificaban como invasiva. Y así, organizaron el exterminio industrializado de sus opositores, y a punto estuvieron de alcanzar la forma suprema de poderío industrial y militar que suponía la bomba atómica.

Esa primera oleada modernizadora que supuso la industrialización no alcanzó a la mayoría de las comunidades islámicas, salvo para convertirlas primero en vasallas coloniales y después en campos de batalla de las potencias europeas, que les infligieron una herida que la descolonización y la creación de Estados artificiales no hizo más que perpetuarse. Sin embargo, ha sido la segunda oleada de modernización globalizante la que ha impactado de lleno en las sociedades islámicas, al tiempo que las constituía como un sujeto internacional de proporciones mundiales. Los medios de comunicación globalizados expanden la cultura occidental y su hegemonía económica crispando los localismos en el temor a su disolución, y convirtiéndolos en sus gemelos antagonistas.

No es el medievalismo atávico, sino el impacto de la ultramodernidad y sus reacciones lo que ha engendrado el fanatismo islámico. Al respecto debería de servir de indicio el hecho de que buena parte de los líderes de organizaciones y de autores de atentados no sean fruto de atrasadas y rigoristas comunidades locales, sino del desarraigo anómico padecido por estudiantes en las más populares ciudades y en las mejores universidades occidentales. Y otro tanto ocurre con la radicalización de jóvenes ya nacidos y educados en países europeos. El Islam fanatizado no pone ante nuestros ojos a nuestros antepasados bárbaros, sino nuestro propio rostro, desfigurado por la mueca doliente y humillada de sus víctimas.

Valga un ejemplo. La liberación de la mujer desarrollada en las sociedades occidentales se ha asociado, de hecho, a una erotización que expone su cuerpo como mercancía hasta saturar los espacios y medios públicos y domésticos. Bajo el burka opera esa misma erotización extrema, que define a la mujer por su condición de objeto expuesto a la mirada masculina, si bien ahora es un esfuerzo torturante de esconderla. De ahí el aumento de su uso que advierten todos los viajeros, así como la masiva reinstauración del velo en países como Egipto o Turquía, donde había decaído. La pornografía occidental tiene su gemelo reverso en el burka integrista, igualmente pornográfico y degradante. Occidente debería mirarse con horror en esa imagen revertida de su cosificación de la mujer, en vez de apelar a no se sabe qué atavismos pretéritos. 

Y justamente para que nos veamos con terror y podamos ver todas nuestras ensoñaciones violentas hechas realidad, nos llenan ahora las redes con imágenes crueles en las que las víctimas son los occidentales y ellos los poderosos verdugos. Para repudiar lo que les ofende, hace como las potencias del Eje de principios del siglo XX: extreman el proceso de globalización aferrándose a las tradiciones, ahora refundadas en una exageración gemelar y antagonista de lo global. Occidente deformado ante el espejo.

Nada disculpa a los terroristas, pero que sean inapelablemente culpables no implica que nosotros seamos inmaculadamente ajenos a su monstruosidad. No es sensato, por ejemplo, esperar que sociedades con su propia tradición asuman como ejercicio de libertad de expresión nuestras faltas de consideración hacia lo que estiman más sagrado. Con una libertad casi imposible de encontrar entre nosotros, Umberto Eco decía sin ambages: No está bien ofender las creencias religiosas de otros; y mucho menos matar a quienes lo hacen. Pero una vez establecida sin matices su responsabilidad, tampoco es sensato mirar para otro lado; más bien hay que mirar al terror a la cara para adivinar nuestros propios rasgos excesivos en su brutalidad. Lo que alimenta al integrismo no es un primitivismo cruento y del que nosotros estaríamos ya curados, sino el efecto alergénico de una ultramodernidad engreída y eurocéntrica.

Es más que probable que la embrutecida globalización de matanzas en la red terminen por derruir las creencias que dicen defender, pero tal vez no tengamos tanta suerte como en el siglo anterior y lleguen a tiempo de cometer una calamidad de dimensiones globales. Son las víctimas de la globalización anómica que la utilizan para devolvernos el terror que causa en ellos el final de su mundo. 

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