Stephen Toulmin (Cosmópolis) El trasfondo de la modernidad

HUMANIZAR LA MODERNIDAD

Tras los horrores de 1914-1918, los europeos sintieron de nuevo la necesidad de dejar limpia la pizarra, empezar completamente de cero y acometer su propia búsqueda de la certeza. En este empeño, dieron vida a una versión retrospectiva de los orígenes de la modernidad -en el siglo XVII- que diera fundamento y resultara provechosa para su causa. Pero, al dejar en la sombra a los humanistas del siglo XVI, esta versión se reveló y empobreció nuestra visión de la edad moderna. No hay por qué escoger entre el humanismo del siglo XVI y la ciencia del XVII; se trata, antes bien, de quedarse con los logros positivos de ambos legados.

Tal y como están las cosas actualmente, nuestra necesidad de reapropiarnos del legado razonable y tolerante (pero desdeñado) del humanismo es más urgente que nuestra necesidad de conservar el legado sistemático y perfeccionista (aunque bien arraigado) de las ciencias exactas; aunque, en última instancia, no podemos prescindir de ninguno de los dos. Estamos en deuda con Descartes y Newton por sus bellos ejemplos de teoría bien formulada; pero la humanidad necesita también de personas que sean conscientes de que la teoría y la práctica se tocan en puntos y en modos que sentimos en nuestra propia carne. La tarea actual consiste, por consiguiente, en encontrar la manera de pasar de la visión heredada de la modernidad -que disoció la ciencias exactas del las humanidades- a una versión reformada, que redima a la filosofía y a la ciencia reconectándolas con la mitad humanista de la modernidad. Para esa tarea no bastan las técnicas del racionalismo del siglo XVII. Todas las credenciales de la teoría -como las del hecho racional- deben demostrar su valor demostrable también en la práctica y la experiencia humana.

En la situación actual, no podemos ni aferrarnos a la modernidad en su forma histórica ni rechazar totalmente, y menos aún desdeñarla. Se trata, más bien, de reformar y hasta reclamar nuestra modernidad heredada humanizándola. Estas palabras no son una exhortación vacua. Tienen un sentido muy específico que vamos a intentar de ilustrar en este capítulo final; en primer lugar, con relación a las ciencias naturales, luego definiendo una nueva agenda para la filosofía y, finalmente, aplicándolas a la práctica de la política, que debe trascender a la nación-estado absoluta. En este sentido, es preciso decir que buena parte de lo que se aprovecha en el pensamiento y la práctica moderna ya ha recorrido un buen trecho en este viaje de autorredención. Las ciencias naturales, por ejemplo, tal y como las conocemos en estos años postreros del siglo XX, han recorrido un largo trecho desde aquella física mecanicista -o <<filosofía natural>>- que impusiera su dictadura durante los setenta y cinco años que siguieron a la publicación del Discurso del método, el famoso manifiesto de Descartes. Lejos de ser un sistema formal basado en ideas teóricas y abstractas solamente, con una <<certeza>> tomada de la geometría, las ciencias de hoy están profundamente enraizadas en la experiencia, al tiempo que su utilidad práctica está cada vez más sometida a la crítica en términos de su impacto humano.

A partir de la Segunda Guerra Mundial, las preocupaciones intelectuales de las ciencias han sufrido un desplazamiento importante. En los años sesenta y setenta, por ejemplo, los descubrimientos en química de moléculas muy complejas proporcionaron a los biólogos una nueva clave sobre los problemas principales de la genética, la fisiología y la medicina. Al principio, hubo quien vio en la <<biología molecular>> una teoría más del materialismo mecanicista y calificó sus implicaciones más amplias de irremediablemente reduccionistas y antihumanistas. La reacción madura a este cambio es más esperanzadora, pues recuerda que los procesos bioquímicos tienen su raíz en la ecología local de cada <<microabitante>> del interior del cuerpo. El impulso platónico hacia una teoría universal puede, así, equilibrarse con una mayor atención, de sesgo aristotélico, a las épocas, lugares, circunstancias y ocasiones distintas en que se dan los hechos biológicos, así como con los problemas prácticos que su gran variedad crea a la biología.

Más sorprendente aún resulta ver cómo la línea que divide los aspectos morales y técnicos de la medicina ha ido adelgazando durante los últimos veinte o treinta años conforme los tecnólogos desarrollaban nuevas maneras de alargar la vida de sus pacientes, a menudo hasta un punto en el que no tiene ningún sentido la mera prolongación de las funciones corporales o vegetativas. En la fase actual de la medicina, todos los intentos por eliminar la distinción entre <<hechos>> y <<valores>> se ven superados por las exigencias prácticas de los nuevos problemas y situaciones. A partir de ahora, la definición misma de qué sea un problema <<médico>> debe ofrecerse en términos suficientemente amplios como para cubrir tanto sus aspectos técnicos como morales. Así, no importa sólo el hecho de que el oxigeno de la sangre arterial de un paciente se encuentre a un nivel en que la vida corra peligro, sino también el hecho de saber si el paciente la expresado, por ejemplo, su claro deseo de no ser resucitado mediante aparatosos medios técnicos si ello sólo contribuye marginalmente a la perpetuación de la vida biológica y no a la calidad de vida como tal.

Lo que viene siendo cierto de la biología desde 1945 lo es también de la física contemporánea. Cuando se soltaron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, muchos observadores concluyeron diciendo que la física nuclear era también iremisiblemente destructiva y antihumana. Pero este acontecimiento acarreó, como reacción, un cambio de mentalidad en los propios físicos, que pasaron de la pureza abstracta y el desapego <<ajeno a valores>> a una mayor preocupación por los efectos políticos y sociales de la innovación científica. La consecuencia inmediata de este cambio fue la creación de The Bulletin of the Atomic Scientist, que sigue publicando mensualmente comentarios transnacionales, no gubernamentales, sobre la política de las armas nucleares y otros temas asociados.

Un cambio éste que no se debería subestimar. Mientras el <<Manhatan Project>> no fue más que un ejercicio teórico, los científicos de los Álamos hablaban a menudo acerca de los soldados, políticos y burócracas que supervisaban su obra en términos de <<hijos de puta>>; y hasta el momento que explotó de verdad la primera bomba, siempre se vieron a sí mismos como una clase aparte. Dicho cambio no se produjo hasta los primeros ensayos atómicos de Alamogordo. El colega de Robert Oppenheiner, Bainbridge, reaccionó al parecer declarando: <<¡Ahora todos somos unos hijos de puta!>>. A partir de entonces, entre los científicos atómicos se produjo una especie de <<movimiento de tierra>> general a favor de entrar a formar parte directamente en los debates políticos sobre la utilización de armas nucleares y la potencia nuclear.

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