Fernando Pessoa (La educación del estoico)

Nuestro mal no reside en el individualismo, sino en la cualidad de ese individualismo. Y esa cualidad consiste en que éste sea estático en vez de dinámico. Se nos valora por lo que pensamos, no por lo que hacemos. Olvidamos que, por aquello que no hicimos, no fuimos: que la primera función de la vida es la acción, del mismo modo que el primer aspecto de las cosas es el movimiento.

Al concederle a aquello que pensamos la importancia de haberlo pensado, al tomarnos, cada uno de nosotros a sí mismo, no, como decía el griego, como la medida de todas las cosas, sino como norma o modelo de ellas, creamos en nosotros, no una interpretación del universo, sino una crítica del universo -y, dado que no lo conocemos, no lo podemos criticar-, y los más débiles y desorientados de nosotros elevan esa crítica a una interpretación; pero una interpretación impuesta como una alucinación; no deducida, sino como una simple inducción. Es la alucinación propiamente dicha, pues la alucinación es la ilusión que parte de un hecho mal visto.

El hombre moderno, si es feliz, es pesimista.

Hay algo de vil, de degradante, en esta transposición de nuestras penas a todo el universo; hay algo de sórdido egoísmo en suponer que, o bien el universo está en nuestro interior, o bien somos una suerte de centro y síntesis, o símbolo, de él.

El hecho de que sufro puede ser, en efecto, un obstáculo para la existencia de un Creador íntegramente bueno, pero no demuestra la existencia de un Creador, ni la existencia de un Creador malo, ni siquiera la existencia de un Creador imparcial. Sólo demuestra que existe el mal en el mundo, cosa que no supone un descubrimiento, y que nadie se le ha ocurrido negar todavía.

Conceder valor e importancia a nuestras sensaciones sólo porque son nuestras -esto lo hacemos consciente o inconscientemente-, esta vanidad hacía dentro, a la que llamamos tantas veces orgullo, como llamamos a nuestra verdad las verdades de todas las especies.

El conflicto que nos quema el alma, Antero lo expresó mejor que ningún otro poeta, porque tenía tanto sentimiento como inteligencia. Es el conflicto entre la necesidad emotiva de la creencia y la imposibilidad intelectual de creer.

Llegué, por fin, a estos breves preceptos, a la regla intelectual de la vida.

No me arrepiento de haber quemado todo el esbozo de mis obras. No tengo nada más que legar al mundo que esto.


TRES PESIMISTAS

Los tres son víctimas de la ilusión romántica, y lo son sobre todo porque ninguno de ellos tenía temperamento romántico. Todos ellos estaban destinados a ser clasicistas y, en su manera de escribir, Leopardi siempre lo fue, Vigny casi siempre y Antero sólo en la forma de sus sonetos. Sin embargo, el soneto no es una composición clásica, aunque, debido a su base epigramática, debería serlo.

Los tres eran pensadores. Antero más que ninguno, ya que detentaba una auténtica capacidad metafísica; luego Leopardi, y Vigny en último lugar, pero aún así en este aspecto muy por delante de los otros románticos franceses, con los cuales, claro está, debería ser comparado a ese respecto.

La ilusión romántica consiste en entender literalmente la frase del filósofo griego de que el hombre es la medida de todas las cosas, o de entender sentimentalmente la afirmación básica de la filosofía crítica, de que el mundo entero es una concepción nuestra. Estas afirmaciones, que en sí mismas son inofensivas para el intelecto, son particularmente peligrosas y muchas veces absurdas y no sólo meros conceptos mentales.

El romántico lo refiere todo a sí mismo, y es incapaz de pensar objetivamente. Lo que a él le sucede, tendrá que sucederle a la universalidad de las cosas. Si está triste, el mundo no sólo le parece que está equivocado, sino que está equivocado.

Supongamos que un romántico se enamora de una muchacha de condición social elevada, y que esta diferencia de clase sea un impedimento para el matrimonio, o incluso para el amor de ella, pues las convenciones sociales llegan a los más hondo del alma humana, cosa que los reformadores a menudo ignoran. El romántico dirá: <<No puedo tener a la muchacha a la que amo porque las convenciones sociales se oponen a ello; estas últimas, por tanto, son malas>>. Mientras que el realista, el clasicista, habría dicho: <<El destino me ha sido adverso al hacer que me enamorara de una muchacha fuera de mi alcance>>, o bien, <<he sido imprudente al cultivar un amor imposible>>. Su amor no sería menor; su razón sería mayor. A un realista nunca se le ocurriría atacar las convenciones, o trastornos individuales de cualquier naturaleza. Él sabe que las leyes sólo son buenas o malas dentro de la generalidad, que ninguna ley podrá adecuarse a cada caso particular y que la mejor de las leyes está sujeta a causar terribles injusticias al solucionar casos particulares. Pero de ahí no llega a la conclusión de que no debería existir la ley; sólo concluirá que las personas que hayan estado implicadas en esos casos particulares han tenido poca suerte.

Convertir en realidades nuestros sentimientos y propensiones individuales, transformar nuestras disposiciones de ánimo en medidas del universo; creer que, porque deseamos justicia o porque amamos la justicia, la Naturaleza tendrá que tener necesariamente el mismo deseo o el mismo amor; supone que, porque una cosa es mala, puede volverse mejor sin empeorarla, todas son actitudes románticas y definen a todos aquellos espíritus que se muestran incapaces de concebir la realidad como algo que está fuera de ellos, como niños implorando lunas terrenales.

Casi todas las reformas sociales son concepciones románticas, un esfuerzo para adaptar la realidad a nuestros deseos. El concepto de la perfectibilidad humana.


EL JARDÍN DE EPICTETO

Lo apacible de ver estos frutos, y la frescura que ofrecen estos árboles frondosos son -dijo el Maestro- otras tantas solicitaciones de la naturaleza para que nos entreguemos a las mejores delicias de un pensamiento sereno. No hay mejor hora para meditar sobre la vida, aunque sea inútil, que ésta en que, sin que el sol esté en el ocaso, la tarde ya ha perdido el calor del día y parece que llega un viento de los campos enfriados.

Son muchas las cuestiones que tratamos, y mucho es el tiempo que perdemos en descubrir que nada podemos hacer al respecto. Dejarlas de lado, como quien pasa sin querer ver, sería mucho más para el hombre y poco para dios; entregarnos a ellas, como quien se entrega a un señor, sería vender lo que no tenemos.

Sosegaos conmigo a la sombra de los árboles verdes, que no albergan más pensamiento que el de secar las hojas cuando llegue el otoño, y estirar múltiples dedos yernos al cielo frío del invierno pasajero. Sosegaos conmigo y pensad cuán inútil es el esfuerzo, y extraña la voluntad, y la propia meditación, que no es más útil que el esfuerzo, ni más nuestra que la voluntad. Pensad también que una vida que no quiere nada no puede pesar en el decurso de las cosas, pero una vida que lo quiere todo tampoco puede pesar en el decurso de las cosas, porque no puede obtenerlo todo. Y obtener menos que todo no es digno de las almas que buscan la verdad.

Hijos, más vale estar a la sombra de un árbol que conocer la verdad, porque la sombra del árbol es verdadera mientras dura, y el conocimiento de la verdad es falso en el conocimiento mismo. Más vale, para un entendimiento justo, el verdor de las hojas que un gran pensamiento, porque el verdor de las hojas puedes enseñarlo a los demás, y nunca podrá enseñar a los demás un gran pensamiento. Nacemos sin saber hablar, y morimos son haber llegado a saber decir. Nuestra vida pasa entre el silencio de quien calla, y el silencio de aquél que no ha sido entendido y, en torno a esto, como una abeja que revolotea en un lugar sin flores, ancla, incógnito, un destino inútil.

1 comentario:

emmaipunt@gmail.com dijo...

Grandes reflexiones de un gran blog,felicidades y gracias por estas dosis de importantes pensamientos

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