Rafael Argullol (Manifiesto contra la servidumbre (Escritos frente a la guerra)

Manifiesto contra la servidumbre

Desde hace un cierto tiempo tengo la sensación -y creo no estar solo en esto- de que se me arrastra hacia una de las actitudes más envilecedoras de la libertad humana: la de elegir obligatoriamente entre dos opciones indeseables o responder, sin excusas, a dilemas engañosos. Es cierto que el maniqueísmo está alojado en una región profunda del corazón del hombre como la respuesta más inmediata a los sucesivos cercos del miedo y que todo individuo se ve tentado, en algún momento, a creer que un mundo dividido entre la pura luz y la tiniebla total es un mundo más fácil de entender y asumir; pero si algo nos ha enseñado la historia de la cultura -a medida en que uno lee- y la propia experiencia de la vida -mientras gastamos o ganamos nuestro tiempo, según se mire- es que la existencia transcurre, precisamente, entre la noche más profunda y el resplandor del mediodía, sin anclarse ni en una ni en el otro. Aunque no sepamos lo que es la libertad sí podemos sentir sus efectos cuando percibimos la <<infinitud cromática>> (Paul Valéry) que brota cada día entre el blanco y el negro.

A menor riqueza cromática menor experiencia de la libertad. La sensación envilecedora a la que me refería es de este tipo, más detectable pictóricamente que conceptualmente: una escenografía repleta de palabras e imágenes como fondo de un escenario opaco y oclusivo en el que, sin saber muy bien por qué ni con qué finalidad, nos movemos todos, unos con incomodidad, otros en silencio, la mayoría sin advertir que se hallan en un escenario, iluminados por los focos que les ciegan.

Ante el miedo el hombre siempre se ha refugiado en fortalezas, tanto exteriores como espirituales, y supongo que, de analizar cada siglo de la historia, identificaríamos las murallas y trincheras que se encontraron adecuadas en cada época. Por la misma razón el hombre ha dado lo mejor de sí mismo cuando al abrir los muros de su refugio se ha lanzado, pese a todas las dificultades, a la exploración de la existencia, a la búsqueda de colores y a la captura de matices. Al aventurarse en esta dirección un individuo o una comunidad el miedo no desaparece -inextirpable siempre- aunque queda provisionalmente detenido por el propio empuje de la acción, por la sobredosis de vitalidad que comportan el conocimiento y el deseo, la búsqueda y la transformación. Fuera de la fortaleza el valor de la aventura no estriba, por tanto, en la temeridad de creer que el miedo ha sido anulado porque el hombre es completamente libre, sino en la prudencia sobre la audacia de poder soñar libremente sobre lo que está más allá de la línea de horizonte.

Desde el interior de la fortaleza no hay línea de horizonte. Kafka ha descrito para siempre las servidumbres que tienen lugar entre sus muros: primero se pierde aquella línea que nos permite soñar; a continuación se nubla la visión de los campos abiertos, donde jugábamos y amábamos; luego se identifica el perímetro del recinto con los muros del mundo; finalmente, construidos esos muros en nuestra propia alma, ya no necesitamos que el enemigo exterior ataque a la fortaleza porque está apostado en nuestro interior mismo. Familiarizados por completo con el espíritu de la fortaleza no hace falta que se acerquen las huestes del miedo puesto que nosotros ya somos el miedo. Y ésta es la máxima servidumbre.

Sospecho que es una fortaleza de estas características la que hemos ido construyendo, renuncia a renuncia, y ya encerrados en ella ni siquiera nos permitimos sospechar. No es necesaria la censura donde actúa la autocensura; tampoco es necesario el adversario cuando cada uno puede ser el adversario de sí mismo. Los miedos del siglo XX se guiaron por el turbulento sismógrafo de las utopías bañadas de sangre y, después, por la calma mortal de la Guerra Fría. Pero en lo esencial eran miedos que procedían del pasado a caballo de ideologías del pasado y por eso un Nietzsche, más vidente que profeta, puedo predecir tanto de lo que estaba por llegar. No ha habido ese visionario para el miedo del incipiente siglo XXI porque éste es un miedo procedente del futuro.

Sólo así se comprende el zarpazo de las Torres Gemelas, por destructivo que fuera, haya sido tan significativo para el mundo y con efectos seguramente tan duraderos: golpeó desde lo <<incierto>> y lo <<desconocido>>. Procedía, por tanto, del futuro y la reacción debía de ser acorde con esta súbita incertidumbre. A velocidad de vértigo el mundo ha sido instalado en la nueva fortaleza, quizá la más ambiciosa y también la más prodigiosa que se haya concebido hasta ahora porque pretende ser universal, y en su universalidad adquiere tonos metafísicos y fantasmagóricos.

A lo largo de estos meses de densa escenografía visual y verbal no se ha encontrado a nadie que haya definido con tanta precisión y concisión el objetivo de la nueva fortaleza como lo ha hecho Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de Estados Unidos y, por tanto, uno de sus indiscutibles arquitectos. Rumsfeld, en su discurso pronunciado en 9 de febrero de 2002, confesó que la actual estrategia busca una protección a <<lo desconocido, lo desconocido, lo imprevisto, lo inesperado>>; palabras textuales que, en su rotundidad, parecen adecuadas para la situación de Godot en la obra de Samuel Beckett pero que son sorprendentes en boca de un ministro de Defensa.

Pero podemos mirarlo desde el ángulo inverso. Godot encarna la incertidumbre del mundo mientras Rumsfeld quiere un mundo que domestique la incertidumbre. El primero es un personaje literario que, aunque sea a través de una línea sinuosa, entronca otro personaje literario, El Prometeo de Esquilo, que sitúa al hombre rodeado de <<ciegas esperanza>>. Una humanidad en duda, pero explorando a campo abierto. Rumsfeld -involuntario poeta- sigue la estela de las fortalezas para anunciar la construcción de la más desmesurada de todas ellas.

Por asombroso que hubiera podido parecer a generaciones precedentes el mundo se ha ajustado con inusitada docilidad a esta desmesura. Si el acto terrorista de Nueva York -desde luego, gravísimo en sí mismo- hubiera sido acotado en su abrupta particularidad desde la perspectiva de un mundo abierto y henchido de contradicciones se hubiera podido iniciar un desafío radical al terrorismo, a sus consecuencias y también a sus causas. Junto con la acción se requería la discusión. Pero se optó por la proclamación universal del Terror, un enemigo que sería en adelante omnipresente aunque asimismo, en más de un sentido, espectral. Este enemigo cósmico, vanguardia de lo <<incierto>> y lo <<desconocido>>, convertiría en legítima la construcción de la Gran Fortaleza.

Bajo ese impulso, que impregnó la atmósfera desde el principio, no deja de ser curioso que un americano utilizara de inmediato una expresión que hemos venido aborreciendo en el transcurso de estos meses. William S. Cohen, antiguo Secretario de Defensa, tituló su artículo aparecido en The Washington Post el 12 de septiembre de 2001 <<La guerra santa americana>> (American Holy War). El <<tono>> estaba ya dado y pronto se escucharía por todas partes la melodía.

Casi todo lo que sucedido desde entonces encaja a la perfección con los engranajes kafkianos, sólo que en este caso las murallas de la fortaleza pretenden abarcar el entero planeta.[...]

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