Stefan Zweig (Erasmo de Rotterdam) Triunfo y tragedia de un humanista


En la historia de las rebeliones y estadillos violentos nunca han sido peligrosos sin la guía de un orden espiritual efectivo (hasta que la violencia instintiva no se pone a su servicio de una idea o bien una idea no la pone a su servicio, no hay sino tumultos, revoluciones sangrientas y destructivas, pues una cuadrilla sólo se convierte en partido si tiene una consigna, en ejército si se organiza, en movimiento si tiene un dogma). Todos los grandes conflictos violentos de la humanidad se deben menos al afán genético de violencia que a la existencia de alguna ideología que la desata contra otra parte de la humanidad. Es el fanatismo, este bastardo de espíritu y violencia, el que quiere imponer al universo entero la dictadura de una manera -la propia- de pensar como la única fe y la única forma de vida permitidas, con lo que divide la comunidad humana en enemigos y amigos, partidarios y adversarios, héroes y criminales, creyentes o herejes. Al reconocer sólo su sistema y admitir sólo su verdad: el fanatismo tiene que hacer uso de la violencia para reprimir cualquier manifestación de diversidad, una diversidad fruto de la voluntad de Dios. No son la represión violenta de la libertad de espíritu y de opinión, la Inquisición y la censura, la hoguera y el patíbulo lo que ha traído la violencia al mundo, sino el fanatismo inflexible, este genio de la parcialidad y enemigo jurado de la universalidad, este prisionero de una sola idea que siempre intenta arrastrar al mundo entero a su prisión y encerrarlo en ella.


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