NOS HEMOS PUESTO DE PIE
Trescientas mil personas se aglomeran en el plaza de Tien-An-Men, en Pekín. El rumor de la multitud ha ahuyentado a los pájaros, que no surcan el celo azul pálido en ese memorable 1º de octubre, fecha en la cual la gran urbe del Norte ha recuperado su rango de capital de la nación.
El eco de los gritos que se eleva sobre la marea humana, el sordo repiqueteo de medio millón de pies, en su mayoría calzados con sandalias de madera, es coreada por el horrísono ronquido de las carracas de bambú. Sobre la multitud flotan los estandartes que ostentan la figura del dragón rojo y las banderas, poco numerosas todavía, con las cinco estrellas de oro sobre fondo escarlata, sumergidos unos y otras en un mar de oriflamas de todos los colores, que semejan pendones de guerra hechos jirones por el fuego del combate.
En el aire tenso, el polvo que levanta la multitud forma una neblina que parece vibrar sobre la extraordinaria asamblea. Los emperadores mongoles, enterrados muy cerca del lugar donde el gentío se congrega, deben de estremecerse en sus tumbas. De repente cesa el clamor; un espeso velo de silencio se abate bruscamente sobre la multitud. Todas las cabezas se vuelven, todas las miradas convergen hacia el amplio balcón que domina la plaza. Acaban de aparecer una veintena de personajes, que en la inmensa perspectiva semejan minúsculas siluetas recortadas, todas del mismo color gris-azulado, todas difuminadas en el ambiente caliginoso.
Aquí y allá, entre las figurillas, destella el instantáneo rebrillar de los cristales de unas gafas.
En medio de ellas, una silueta singular se destaca ligeramente: Un poco más corpulenta que las demás; su cara, de anchas facciones, aparece enmarcada por una cabellera de tono oscuro, con las pronunciadas estradas de una calvicie incipiente, que dan al peinado del personaje el aspecto de un pequeño gorro de dos picos.
Por encima del cuello de la guerrera, cuidadosamente abotonado, sobre la verruga conocida por millones de chinos, y que los periódicos de todo el mundo han popularizado, dominando los pómulos rubicundos, unos ojos menudo, pero de mirada profunda, se posan sobre la suspensa multitud, sobre el bosque de banderas que en el aire aquietado se mantienen totalmente lacias: Mao Tse-tung contempla la imagen perceptible de su victoria y saborea el triunfo. En aquel momento parece que el jefe rojo acariciase en sus manos el fruto de treinta años de una lucha dura, encarnizada, paciente, hábil y despiadada. A excepción de Cantón, que no tardará en caer, todo el inmenso continente chino se la ha entregado. Chiang-Kai-Chek, su implacable enemigo, se encuentra huido en Formosa. Los dos <<supergrandes>> del mundo moderno se han dado cuenta al fin de que una nueva y gigantesca potencia está surgiendo en el mudo. En Washington, Harry Truman intenta adivinar, en vano, las causas que han provocado aquel inesperado final, cómo los millones de dólares gastados en favor de Chiang no han logrado evitar la aparición de un nuevo poder que, el Presidente de los Estados Unidos está persuadido de ello, algún día pueden poner en peligro la seguridad de América. En Moscú, José Stalin se decidió sólo en el último momento a romper con Chiang y a enviar un embajador al nuevo emperador de China; ahora tiene que recordar las palabras que cuatro años antes dijo al consejero de Roosevelt, Harry Hopkins: <<Los comunistas chinos no deben ser tomados en serio>>.
El discurso que pronuncia Mao Tse-tung con voz nasal y que es escuchado por una multitud extática, posiblemente se lo dedica el jefe rojo al dictador soviético, al dueño absoluto del universo comunista, del que ha recibido toda clase de improperios y de humillaciones:
<<De ahora en adelante nadie podrá ya insultar impunemente al pueblo chino. ¡Por fin, nos hemos puesto de pie!>>. Al referirse a la recién fundada República Popular China la califica de <<vanguardia de la paz en el continente asiático>>. De expresarse así, es probable que Mao pensase en la coactiva realidad de la primera bomba atómica que los rusos habían hecho explotar en los territorios soviéticos colindantes con China.
En cualquier caso, no cabe duda de que Mao recuerda siempre la otra bomba atómica, la que los americanos dejaron caer cuatro años antes sobre Hiroshima, y que de un solo golpe arrebató la vida a más de cien mil asiáticos, a una multitud poco menor que la que en aquellos momentos se desplegaba ante sus ojos. Después de haber izado con sus propias manos la bandera roja de las cinco estrellas, símbolo de la recién nacida República popular, Mao exclama: <<A partir de ahora, que tengan cuidado los reaccionarios: tanto los de nuestra casa como los del exterior>>.
En la plaza de Tien-An-Men es la locura. Mientras Mao habló, el gentío mantuvo un silencio religioso. Ahora todos dan libre curso a su euforia, a sus odios y a su esperanza. En todas partes resuenan los sones de las bandas de música, que, cada una por su lado, interpretan la Marcha de los voluntarios; el canto que espontáneamente ha elegido el pueblo, a falta de un himno oficial. Los petardos estallan por todas partes: entre las gentes, en los rincones de la inmensa plaza, en las calles que desembocan a ella. Parece como si de pronto corriera una racha de viento, agitando una nube en la que se mezclaba el polvo y el humo de los petardos. El pálido sol de octubre, irisado por el fino celaje que ascendía desde el suelo, pintaba con sus últimos resplandores los tejados de las pagodas. Las banderas restallaban como si los dragones tojos hubieran adquirido de pronto vida propia. Las carracas de bambú ponen de nuevo su infernal contrapunto en el gigantesco rumor que desde la plaza se eleva como un velo de incienso hacia el nuevo amo de China.
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