Podemos concebir ahora en qué consiste una emoción. Es una transformación del mundo. Cuando los caminos trazados se hacen demasiado difíciles o cuando no vislumbramos caminos, ya no podemos permanecer en un mundo tan urgente y difícil. Todas las vías están cortadas y, sin embargo, hay qué actuar. Tratamos entonces de cambiar el mundo, o sea, de vivirlo como si la relación entre las cosas y sus potencialidades no estuvieran regidas por unos procesos deterministas sino mágicamente. No se trata de un juego, entendámoslo bien; nos vemos obligados a ello y nos lanzamos hacia esa nueva actitud con toda la fuerza de que disponemos. Lo que hay que comprender también, es que ese intento no es consciente como tal, pues sería entonces objeto de una reflexión. Es ante todo aprehensión de relaciones y exigencias nuevas. Pero, al ser imposible la aprehensión de un objeto o al engendrar una tensión insoportable, la conciencia lo aprehende o trata de aprehenderlo de otro modo; o sea, se transforma precisamente para transformar el objeto. En sí, ese cambio de la dirección de la conciencia no es nada extraño. Encontramos mil ejemplos de transformaciones semejantes en la actividad y en la percepción.
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