La izquierda extraparlamentaria de las últimas décadas optó por abandonar a las clases obreras, en parte por su menguante aceptación entre ellas (decían de sí mismas que eran clase media), en parte porque creyó haber encontrado un nuevo modelo de análisis que le permitiría extenderse hacia otros colectivos. Las reivindicaciones de inmigrantes, feministas, ecologistas, gays y lesbianas comenzaron a ser importantes en los programas de izquierda, no solamente desde un sentido táctico, sino porque contenían una crítica no material a las actitudes sociales imperantes, también entre las clases obreras. Los verdaderos excluidos, en la versión posmoderna, no eran aquellos en los que se sustentaba la lucha de clases, que se sentían cada vez más cerca de los estratos intermedios en actitud y mentalidad, sino ese conjunto de colectivos que se veían sometidos a discriminaciones cotidianas que la izquierda tradicional no sólo no había sabido combatir, sino que incluso habían fomentado. Los partidos de ese espectro político dejaron de utilizar denominaciones positivas que describían sus creencias (comunista, anarquista, etc.) y las sustituyeron por una más genérica, anticapitalista, que retrataba bien su nuevo carácter de oposición, ese que le permitía rastrear las actitudes discriminatorias y excluyentes que la sociedad del bienestar producía, en especial respecto de los colectivos marginados.
Lavapiés, desde este punto de vista, parecía el lugar perfecto: residían en él (o lo frecuentaban) personas políticamente concienciadas, era un espacio socialmente activo, vivían en él inmigrantes y LGTB, y el activismo ocupaba locales o ponía en marcha empresas cooperativas. Mientras los barrios obreros giraban en su orientación y mentalidad hacia la derecha, que se estaba implantando con vigor incluso en las zonas tradicionalmente de voto rojo, Lavapíes ofrecía una posibilidad de convivencia, integración y acción común de estas nuevas clases de la izquierda. Pero para poder realizar con éxito esta operación había un elemento que sobraba, el de las familias blancas de mediana edad y pocos recursos que poblaban el barrio. Estorbaban porque no habían sabido integrarse, porque mantenían resistencias hacia colectivos de excluidos y porque su actitud alimentaba un serio peligro reaccionario. La tentación del fascismo podía arraigar especialmente entre ellos, personas que entendían que los venidos de fuera les estaban quitando el trabajo, y que cada vez demandaban más autoridad y firmeza. De modo que mientras en los setenta la izquierda visitaba barrios menos favorecidos para explicar a sus habitantes que existía algo que se llamaba plusvalor que les pertenecía y de lo cual el empresario se estaba apropiando, a principios del siglo XXI prefería señalar con el dedo a esa clase obrera con mentalidad de clase media que era racista, clasista, machista y homófoba.
Lavapiés se fue convirtiendo en un entorno higienizado en el que sus viejos habitantes quedaban aislados en pequeños reductos, separándose de unas nuevas clases que no querían tenerlos al lado. Del mismo modo que el hipster no quería convivir con gente que no podía entender sus criterios estéticos y vitales y a la que percibía como parte de esa masa consumista de la que quería escapar, el activista se alejaba de las clases obreras porque representaban un pasado del que quería salir corriendo. Si la gentrificación hipster tenía que ver con el rechazo de la fealdad de las clases bajas, la gentrificación política nacía al entender que las viejas capas obreras nacionales se habían convertido en un problema en lugar de en la solución.
Se fue trazando así un nuevo argumentario en el que las habituales críticas al capitalismo encontraban su diana preferida en estas clases y en quienes decían defenderlas, los partidos tradicionales de izquierda (que son quienes les disputaban el espacio político), y cuyas reivindicaciones materiales sólo servían de excusa para perpetuar estos micropoderes cotidianos que el activismo combatía. Las perspectivas teóricas nacientes tomaron cuerpo en torno a una idea central, la de lo colectivo, cuya intención era precisamente ofrecer soluciones a estas redes de poder instauradas. El activismo abogaba por una sociedad cooperativa y empática que tendría lugar sólo si las autoridades jerárquicas desaparecían para dejar paso a mediadores que empoderan, tarea que exigía una acción mucho más abierta y amplia. Su combate contra conceptos como verdad o conocimiento es un buen ejemplo de este viraje. La verdad, en especial en las ciencias sociales, debe ser producto de la suma de voluntades, de la participación y la cooperación, y no de las facultades racionales de un experto que se dedicaba a descubrir leyes sociales y se las comunicaba e imponía a los demás.
Esa idea de una ciencia objetiva, clara y libre de distorsiones, no sólo era falsa, sino que ocultaba un deseo de obligar a los demás a ver la realidad desde su perspectiva. Para esta nueva izquierda la única verdad era la que nacía de la participación colectiva, un aspecto programático que se dejaba sentir en muchos ámbitos, pero particularmente en el político, donde el concepto de representación perdió todo su valor. Las formas estructurales de los colectivos, las asambleas y posteriormente los círculos surgieron de esa perspectiva en la que el líder no ha sido elegido para guiar sino para empoderar y fomentar consensos. Quien ejerce de cara visible no está ahí porque posea cualidades racionales y cognitivas que le hagan merecedor de tomar decisiones por los demás, sino como lugarteniente de una colectividad a la que se debe.
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