PRÓLOGO
EL MURO CAYÓ HACIA LOS DOS LADOS
Joaquín Estefanía
La revolución tecnológica y una concepción de la libertad más vinculada a la seguridad que a la igualdad han puesto a la defensiva a una izquierda que ha llegado tarde a muchas de las citas que se han dado en la última década. Una izquierda que huele a naftalina a muchos de los nuevos protagonistas sociales que han emergido, aunque no estén organizados. Para muchos jóvenes, la política tal como se la conoce, (y la izquierda que la practica) ha dejado de ser un actividad articulada, una búsqueda de soluciones que se obtienen del esfuerzo, del estudio de los problemas y del discurso elaborado, sino que se basa en un deseo genérico de <<hacer cosas>>, de actuar e incluso de pelearse, de que <<se enteren>>, de <<darles una lección>>. Así, la política (frente a la que esos jóvenes sufren tal desafección que cuando les preguntan qué opinan del sistema que les acoge contestan que es corrupto, fallido, indiferente e irresponsable hacia ellos) tiende a identificarse no con la elaboración cultural e ideológica sino con el <<comportamiento>> con el culto a la acción directa. En parte, la juventud se siente una especie de clase social aparte, una clase social <<en sí>>, no <<para sí>>, transversal respecto a los demás, sobre todo respecto a lo viejo y a los viejos, e incluso opuesta a ellos. A esta clase social, la política tradicional, y la izquierda que la practica, no le dice nada o le dice muy poco: es cosa de otra época.
Pero el acontecimiento que más ha transformado el mundo en los últimos años ha sido la Gran Recesión, una de las pocas crisis mayores del capitalismo que podía haber acabado con él (en este caso, tras el pánico financiero que se generó con la quiebra de Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión del mundo, en el otoño de 2008). Por su profundidad, extensión y globalidad, aunque en diversos grados según la zona geográfica del planeta. La Gran Recesión comenzó en el verano de 2007 y aún estamos contando sus estragos en forma de empobrecimiento, reducción de la protección social, congelación de lucha contra el cambio climático y, sobre todo, en pérdida de calidad de la democracia. En nuestra opinión, la crisis económica tendrá secuelas de largo plazo en esa forma de pensar y de vivir de los ciudadanos que antes se citaba, pese a que sigue vigente la gran maldición expresada por Galbraith: la memoria en términos económicos dura una generación, transcurrida la cual los humanos volvemos a cometer las mismas tonterías que antes, solo que con productos, abusos y especulaciones más sofisticados.
En lo que ha supuesto el final de un largo periodo de prosperidad de casi tres lustros, durante el cual los ciudadanos habían sido convencidos de que <<era seguro>> que las depresiones del pasado no volvieran a repetirse, la crisis tendrá un profundo impacto ideológico, ya veremos de qué signo. En la medida en que los defensores del libre mercado a ultranza parecían capaces de suministrar bienes y servicios a la población, por desigual, precario y exclusivo que fuese, el reparto, su predominio político parecía comprometido. Pero el genio se ha escapado de la botella y las soluciones a los problemas económicos han pasado por un intenso intervencionismo y la utilización de multimillonarias cantidades de dinero público. Como explica el analista británico Seumas Milne (La venganza de la historia. La batalla para el siglo XXi, Editorial Capitán Swing), el sistema se ha salvado del colapso gracias a la mayor intervención estatal de la historia, y <<los siniestros siameses>>, el neoconservadurismo y el neoliberalismo, que a principios del siglo actual parecían tener el mundo en sus garras, han sido puestos a prueba una y otra vez hasta quedar desautorizados en la totalidad de sus bases ideológicas.
En lo que ha supuesto el final de un largo periodo de prosperidad de casi tres lustros, durante el cual los ciudadanos habían sido convencidos de que <<era seguro>> que las depresiones del pasado no volvieran a repetirse, la crisis tendrá un profundo impacto ideológico, ya veremos de qué signo. En la medida en que los defensores del libre mercado a ultranza parecían capaces de suministrar bienes y servicios a la población, por desigual, precario y exclusivo que fuese, el reparto, su predominio político parecía comprometido. Pero el genio se ha escapado de la botella y las soluciones a los problemas económicos han pasado por un intenso intervencionismo y la utilización de multimillonarias cantidades de dinero público. Como explica el analista británico Seumas Milne (La venganza de la historia. La batalla para el siglo XXi, Editorial Capitán Swing), el sistema se ha salvado del colapso gracias a la mayor intervención estatal de la historia, y <<los siniestros siameses>>, el neoconservadurismo y el neoliberalismo, que a principios del siglo actual parecían tener el mundo en sus garras, han sido puestos a prueba una y otra vez hasta quedar desautorizados en la totalidad de sus bases ideológicas.
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VIII. LA ESTRELLA POLAR
[...] Para terminar, permítanme añadir a la tesis aquí sostenida un testimonio personal. Siempre me he considerado un hombre de izquierdas y por lo tanto siempre he dado al término <<izquierda>> una connotación positiva, incluso ahora que está siendo cada vez más atacada, y al término <<derecha>> una connotación negativa, a pesar de estar hoy ampliamente revalorizada. La razón fundamental por la cual en algunas épocas de mi vida he tenido algún interés por la política, o, en otras palabras, he sentido, sino el deber, palabra demasiado ambiciosa, la exigencia de ocuparme de la política, y alguna vez, aunque más raramente, de desarrollar actividad pública, siempre ha sido mi malestar frente al espectáculo de las enormes desigualdades, tan desproporcionadas como injustificadas, entre ricos y pobres, entre quien está arriba y quien está abajo en la escala social, entre quienes tienen el poder, es decir, la capacidad para determinar el comportamiento de los demás, tanto en la esfera económica como en la política e ideológica, y quien no lo tiene. Desigualdades especialmente visibles y -a medida en que poco a poco se vaya fortaleciendo la conciencia moral con el paso de los años y la trágica evolución de los acontecimientos- cada vez más concienzudamente vividas, por parte de quien, como yo, nació y fue educado en una familia burguesa, en la que las diferencias de clase todavía estaban muy marcadas. Estas diferencias eran especialmente evidentes durante las largas vacaciones en el campo, donde nosotros, llegados de la ciudad, jugábamos con los hijos de los campesinos. Entre nosotros, la verdad sea dicha, efectivamente había una perfecta armonía, y las diferencias de clase eran totalmente irrelevantes, pero no podíamos evitar el contraste entre nuestras casas y la de ellos, nuestras comidas y las suyas, nuestros trajes y los suyos (en verano iban descalzos). Cada año, al volver de vacaciones, sabíamos que uno de nuestros compañeros de juego había muerto durante el invierno de tuberculosis. No recuerdo, en cambio, una sola muerte por enfermedad entre mis compañeros de escuela en la ciudad.
Eran también los años del fascismo, cuya revista política oficial, fundada por el mismo Mussolini, se titulaba Gerarchia. Populista, no popular, el fascismo tenía alistado al país bajo su régimen, reprimiendo toda forma libre de lucha política; un pueblo de ciudadanos, que ya habían conquistado el derecho a participar en elecciones libres, fue reducido a una masa vitoreante, un conjunto de súbditos todos iguales, sí, por el idéntico uniforme, pero iguales (¿y contentos?) en la servidumbre común. Con la aprobación imprevista e improvisada de las leyes racistas, nuestra generación se encontró en los años de la madurez frente al escándalo de una infame discriminación que en mí, como en otros, dejó una señal indeleble. Fue entonces cuando el espejismo de una sociedad igualitaria favoreció la conversión al comunismo de muchos jóvenes moralmente serios e intelectualmente capaces. Sé muy bien que hoy, después de tantos años, el juicio sobre el fascismo debe ser dado con el distanciamiento propio del historiador. Sin embargo, hablo aquí no como historiador, sino únicamente para aportar un testimonio personal de mi educación política en la que, por reacción al régimen, tuvieron tanto que ver los ideales, además de los de libertad, e incluso de los de igualdad y fraternidad, como la <<redundante charlatanería>>, como desdeñosamente se decía entonces, de la Revolución Francesa.
Como he venido diciendo desde el principio, suspendo todo juicio de valor. Mi propósito no era el de tomar partido, sino el de dar testimonio de un debate que continúa muy vivo, a pesar de las recurrentes campanadas de duelo. Además, si la igualdad puede ser interpretada negativamente como nivelación, la desigualdad se puede interpretar positivamente como reconocimiento de la irreductible singularidad de cada individuo. No existe ideal que no esté encendido por una gran pasión. La razón, o mejor dicho, el razonamiento que aduce argumentos en pro y en contra para justificar la elección de cada uno de ellos frente a los demás, y sobre todo frente a sí mismo, llega después. Por eso los grandes ideales resisten el paso del tiempo y la variación de las circunstancias y son el uno para el otro, a pesar de los buenos oficios de la razón conciliadora, irreductibles.
Irreductibles, pero no absolutos, por lo menos así debería de considerarlos el buen demócrata (y una vez más permítanme volver sobre la diferencia entre extremista y moderado). Nunca he pretendido erigir mis preferencias personales, a las que considero que no puedo renunciar, en criterio general del derecho y de la sinrazón. Luigi Einaudi, que en un ensayo valiosísimo, que siempre me ha servido de guía, Discorso elementare sulle somiglianze e dissomiglianze fra liberalismo e socialismo, después de haber definido con admirable maestría los rasgos esenciales del hombre liberal y del hombre socialista (y no tenía necesidad de señalar de qué parte estaba), escribía que <<las dos corrientes son respetables>>, y <<los dos hombres, aunque adversarios, no son enemigos; porque los dos respetan la opinión de los demás; y saben que existe un límite para la realización del propio principio>>. Concluía: <<El optimun no se alcanza en la paz forzada de la tiranía totalitaria; se toca en la lucha continua entre dos ideales, ninguno de los cuales puede ser vencido sin daño común>>.
El empuje hacia una igualdad cada vez mayor entre los hombres es, como ya observó en el siglo pasado Tocqueville, irresistible. Cada superación de esta o aquella discriminación, en función de la cual los hombres han estado divididos en superiores e inferiores, en dominadores y dominados, en ricos y pobres, en amos y esclavos, representa una etapa, desde luego no necesaria, pero por lo menos posible, del proceso de incivilización. Nunca como en nuestra época se han puesto en tela de juicio las tres fuentes principales de desigualdad: la clase, la raza y el sexo. La gradual equiparación de las mujeres a los hombres, primero en la pequeña sociedad familiar, luego en la más grande sociedad civil y política, es uno de los signos más certeros del imparable camino del género humano hacia la igualdad.
¿Y qué decir de la nueva actitud hacía los animales? Debates cada vez más frecuentes y extensos, concernientes a la legitimidad de la caza, los límites de la vivisección, la protección de especies animales que se han convertido en cada vez más raras, el vegetarianismo, ¿qué representan sino escaramuzas de una posible ampliación del principio de igualdad incluso más allá de los confines del género humano, una ampliación basada en la conciencia de que los animales son iguales a nosotros los hombres por lo menos en su capacidad de sufrimiento?
Se entiende que para que cobre sentido este grandioso movimiento histórico, es preciso levantar la cabeza de las rencillas cotidianas y mirar más arriba y más lejos.
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