Desde principios de este siglo, el aumento de la falta de significado ha ido acompañado por la pérdida del sentido común. En muchos sentidos, ello ha tenido simplemente el aspecto de un incremento de la estupidez: no sabemos de ninguna civilización anterior a la nuestra en la que las personas fuesen tan crédulas como para formarse sus hábitos de compra según la máxima de <<el autobombo es la mejor recomendación>>, la suposición en la que se basa toda la industria publicitaria. Tampoco es probable que en ninguna época anterior a esta se hubiera podido convencer a las personas para tomarse en serio una terapia que, según dice, solo es efectiva si los pacientes pagan mucho dinero a aquellos que la suministran, a menos claro está, que existiese alguna sociedad primitiva en la que la entrega de dinero tuviera poderes mágicos.
Lo que ha sucedido con las astutas reglas del interés propio ha sucedido también, a una escala muchos mayor, en todas las esferas de la vida cotidiana que, por el simple hecho de ser cotidiana, necesitan estar reguladas por costumbres. Los fenómenos totalitarios que ya no pueden comprenderse en términos de sentido común y que desafían todas las reglas del juicio <<normal>>, esto es, principalmente utilitario, no son más que los ejemplos más espectaculares del desmoronamiento de nuestra sabiduría común heredada. Desde el punto de vista del sentido común, no necesitábamos que apareciese el totalitarismo para poner de manifiesto que vivimos en un mundo desordenado, un mundo en el que ya no podemos hallar nuestro camino siguiendo las reglas de lo que había sido el sentido común. En este situación, la estupidez en el sentido kantiano se ha convertido en la enfermedad de todas las personas, por lo que ya no se la puede considerar <<más allá de toda cura>>.
La estupidez se ha convertido en algo tan habitual como antes lo era el sentido común, y eso no significa que sea un síntoma de la sociedad de masas o que las personas <<inteligentes>> estén a salvo de ella. La única diferencia es que la estupidez sigue siendo felizmente ignorada por lo no intelectuales y es, en cambio, intolerablemente ofensiva entre las personas <<inteligentes>>. Dentro de la intelligentsia, puede incluso decirse que, cuanto más inteligente resulta ser un individuo, más irritante es la estupidez que tiene en común con todos.
Casi parece de justicia histórica que Paul Valéry, la más lúcida de las mentes francesas, el bon sens en el sentido clásico, fuese el primero en darse cuenta del fracaso del sentido común en el mundo moderno, donde las ideas más comúnmente aceptadas han sido <<atacadas, refutadas, sorprendidas y disociadas por los hechos>> y donde somos testigos de <<una especie de quiebra de la imaginación y de decadencia del entendimiento>>. Aún más sorprendente es el hecho de que, ya incluso en el siglo XVIII, Montesquieu estaba convencido de que únicamente las costumbres -que, siendo mores, constituyen literalmente la moralidad de una civilización- impedían un espectacular hundimiento moral y espiritual de la cultura occidental. Desde luego, no se le puede calificar de agorero: su coraje frío y sobrio apenas tiene parangón entre ninguno de los famosos pesimistas históricos del siglo XIX.
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La verdadera comprensión no se cansa del diálogo interminable y de los <<círculos viciosos>>, porque confía en que la imaginación alcanzará a ver, siquiera fugazmente, la siempre aterradora luz de la verdad. Distinguir imaginación y fantasía y movilizar su poder no significa que la comprensión de los asuntos humanos se conviertan en <<irracional>>. Por el contrario, la imaginación, como dijo Wordsworth, <<no es más que otro nombre para [...] el más claro entendimiento, amplitud de mente, / y Razón, en su temperamento más exaltado>>.
Es solo la imaginación la que nos permite ver las cosas en su correcta perspectiva, ser los bastante fuertes para alejar a una cierta distancia lo que está demasiado cerca a fin de poder verlo y comprenderlo sin sesgos ni prejuicios, a ser lo bastante generosos como para cruzar abismos hasta poder ver y comprender aquello que está demasiado lejos de nosotros como si nos concerniese directamente. Este distanciamiento para algunas cosas y este cruce de abismos para otras formas parte del diálogo de la comprensión, para el que la experiencia directa establece un contacto demasiado próximo y el simple conocimiento edifica barreras artificiales.
Si queremos sentirnos a gusto en este planeta, incluso al precio de sentirnos a gusto en este siglo, debemos intentar participar en el interminable diálogo con la esencia del totalitarismo.
* Hannah Arendt (La última entrevista) y otras conversaciones
* Hannah Arendt (En el presente) Ensayos políticos
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