Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunas personas quieran que eso ocurra, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los mudos que luego sólo la espada puede contar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta podrá derogar, dejar subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar.
La fatalidad que parece dominar la historia no es otras cosa que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control, que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado llegan a influir; pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que son víctimas todos, quien queria y quien no quería, quien lo sabia y quien no lo sabía, quien había estado activo y quien era indiferente. Y este último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, quería dejar claro que él no quería, que él no es el responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: Si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas, ¿habría ocurrido lo que pasó? Pero nadie o muy pocos culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido sus manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente para evitar ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien.
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