Luis Racionero (El mapa secreto)

Enzo en Florencia
Cuando Enzo regresó finalmente a la ciudad que le viera nacer había cruzado ya el umbral de la mitad de su vida. Volver a Florencia, donde se había criado, le reconfortó: comenzaba a sentirse un desarraigado, un chino impostor o un renegado musulmán.

Tras tantos años alejado de su patria, se sentía Enzo más ajeno y extranjero incluso de lo que en otro tiempo se sintiera mientras recorría el mar de la China con el almirante eunuco o visitaba ciudades y países tan distintos y se mezclaba con hombres que profesaban credos variados. Eran tiempos en que observar otras culturas les fascinaba, y especialmente conocer más sobre las divinidades a las que rendían culto, a las que hacían sacrificios para conseguir tierras fértiles, abundancia para los cultivos, o enlaces conyugales favorables. Quería saberlo todo de aquellas deidades que otorgan serenidad a los hombres que las complacen con ofrendas o se muestran piadosos según los dictados de la tradición. Pensaba que el conocimiento sobre religiones y los dioses en la culminación de su condición de extranjero, pues pese a todo él seguía ligado a su propia cuna florentina. Sin embargo, cuando regresó a Florencia tuvo miedo de sentirse más próximo a lo que había conocido con minuciosidad de entomólogo o de copista medieval que de sus propias gentes. Y decidió recuperar, aunque fuera parcialmente, su condición de florentino. Así pues, la primera tarea a la Enzo decidió entregarse fue obtener información sobre quiénes eran los hombres más influyentes en la Signoria y, de entre ellos, quiénes podían serle más útiles para acceder a la presencia de Lorenzo de Medici, al que ya entonces llamaban el Magnífico, en condiciones favorables para cumplir la promesa hecha a Zheng He.

Muchas veces había oído a su padre hablar de la inesperada información que poseen sobre la vida de las ciudades y sus habitantes aquellos que por su profesión frecuentaban a los influyentes en situaciones en que estos escuchan relajados y en confianza porque quienes escuchan sus cuitas carecen de oportunidad de incentivos para perjudicarles; claro está, que reciban por sus servicios paga generosa y puntual. Tal es el caso, por ejemplo, de los sastres y barberos o, igualmente, libreros, joyeros o comerciantes en obras de arte, que dan ocasión a los acomodados de mostrar agradable presencia, dar muestra de su cultura o alardear de su gusto por las artes y mostrar, sin ser tenidos por fanfarrones, que su bolsillo les permite adquirir cosas de tanto valor que otros ni aun empeñado su propiedad más preciada podrían procurarse.

Así pues, pensó que en su primera visita tenía que dirigir sus pasos al sastre de su padre, que le conociera de niño. Lo recordaba con ternura por su carácter bondadoso y la generosidad con la que le obsequiaba golosinas, le fabricaba curiosos objetos de papel u otros artefactos que en la fértil imaginación de la infancia fácilmente se convertían en juguetes maravillosos y daban motivo a juegos e ilusiones felices y variadas.

La visita al sastre resultó entrañable. <<El tiempo pasa y todo cambia>>, pensó Enzo al ver al antiguo sastre familiar del que tan buen recuerdo conservaba. Andaba el hombre ahora cojitranco, encorvado, y su barriga, si antes prominente, ahora parecía dispuesta a estallar. Su nariz dejaba ver unas venillas entre rojo y violeta trazadas por los años y el gusto por los espíritus. Una enorme papada daba igualmente testimonio de que a su afición por los caldos de Montepulciano la acompañaban pitanzas. Sin embargo, mantenía el buen hombre un talante cordial y afectuoso. No había perdido su gusto por la conversación ni por mantenerla con ingenio, verbo fácil y frase certera. Cuando vio a Enzo entrar en el taller, lo miró primero con ese gesto tan común cuando se ve a alguien que se conoce pero que no se sabe quién es.

Cuando le dijo su nombre, abrió los brazos como si fuera a abrazarle pero no dio ni un paso pues la obesidad se lo desaconsejaba. Con voz de barítono ligeramente ronca exclamó:

-¡Bendito sea el Señor! ¿Qué ha sido de vuestra vida durante todos estos años? Desde que vuestro padre, que bien seguro en la gloria está, muriera muchas veces he pensado en qué lances andarías metido. Supe por vuestra madre que marchasteis a China, y que navegasteis en unas embarcaciones enormes con un marino al que llaman Simbad.

-Así es, a rasgos gruesos, Jacopo, así es. Pero ya pasó. Y bien, contadme qué hacéis vos. Cómo os van las cosas.

-No me quejo. Trabajo poco pues la vista no deja de hacerme trastadas pero con la ayuda de mis hijos me defiendo.

-Habladme de ellos. Cuando me fui erais un solterón empedernido. No serían pocas las veces que oí decir a mi madre que loado sería el día en que encontrarais una mujer con quien compartir vuestras cuitas.

-Pues así fue. La encontré, me dio hijos y van cumplirse ya más de cinco años que el señor se la llevó.

-Quisiera conocer a vuestra prole.

-Con sumo placer.

El buen hombre empezó a dar voces hasta que dos mozalbetes, un varón y una hembra, entraron en aquel desordenado taller que más que taller parecía una mirabilia de la confección. Tijeras de todo tipo, retales de telas variadas con predominio de las de lana, algunas sedas, brocados, ligas, calzas. Un enorme acerico de terciopelo con agujas de cabeza que parecían piedras preciosas, aunque eran meras cuentas de colores.

-Contadme pues, Jacopo, vos que frecuentáis a la flor y nata de esta ciudad. Qué ha sucedido durante estos años por la Signoria. ¿Qué se cuece hoy por aquí?

-No diría tanto como que fuera la flor y nata.

-No os quejéis, hombre, que bien feliz y satisfecho os encuentro.

-La verdad es que yo echo de menos los tiempos de Cosme el Viejo. Es cierto que era un hombre sin escrúpulos, como se dice en todos los rincones de la ciudad, pero no lo es menos que sabía como nadie hacer que todo funcionara.

-¿No os parece Lorenzo un buen estadista?

-No he dicho yo lo contrario, pero mantener el equilibrio se hace día a día más complicado. La guerra con Milán y Pisa ha dejado bastante temblorosa la hacienda de la Signoria y nosotros tenemos ahora que pagar los desperfectos. Los impuestos nos ahoga. Y aun no me importa porque Lorenzo, ni de lejos, es lo peor que pudiera sucedernos.

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