Stefan Zweig (La mujer y el paisaje)

Sí, ¡es un arte extremado el del carterista, que se ve sometido a una tensión tremenda, espantosa al robar en la calle y en plena luz del día! Hasta entonces sólo vinculaba la figura del ratero con un concepto impreciso, alguien con gran descaro y habilidad manual; de hecho, no consideraba ese oficio más que como un ejercicio de destreza en el que sólo se ponen en juego los dedos, semejante al malabarista o al del jugador de cartas. Dickens describió una vez en Oliver Twist cómo un maestro de ladrones enseñaba a los más jóvenes a robar un pañuelo de una chaqueta sin que se notara absolutamente nada. En la parte superior de la chaqueta había fijado una campanilla y si ésta sonaba mientras el novato tiraba del pañuelo para sacarlo del bolsillo, es que el golpe había salido mal y era demasiado torpe. Pero Dickens, de esto me estoy dando cuanta ahora, sólo prestó atención al aspecto técnico, el más burdo de la cuestión, al arte de los dedos; es probable que jamás hubiera observado a un carterista en vivo..., que jamás hubiera tenido la ocasión de descubrir (como la he tenido yo ahora, gracias a una feliz coincidencia) que un carterista que trabaja a plena luz del día no sólo pone en juego su diestra mano, sino todas las fuerzas de su espíritu: la decisión, el dominio de sí mismo, una avezada psicología fría y veloz como un rayo, y ante todo un valor insensato, descabellado, pues el golpe de un carterista, lo comprendí muy bien después de aquellos sesenta minutos de iniciación, ha de poseer la resolución de un cirujano, que, sabiendo que un segundo de duda sería fatal, se dispone a saturar un corazón; aunque, por los menos, en una operación el paciente se encuentra convenientemente dormido con cloroformo y no se puede mover, no se puede defender, mientras que el hurto exige un golpe sutil y repentino en el cuerpo de un hombre totalmente consciente...y justo en su billetera, un punto donde las personas son particularmente sensibles. Sin embargo, mientras el ratero se dispone a dar el golpe, mientras su mano avanza desde abajo a la velocidad del rayo, justo en ese momento de máxima tensión, de máximo nerviosismo, debe tener un absoluto control sobre todos los músculos y reflejos de su rostro, debe actuar con indiferencia, casi con desgana. No puede revelar su agitación, no pude permitir que el ímpetu de su golpe se refleje en su pupila, como le ocurre al violento, al asesino, mientras hunde su cuchillo..., al contrario, mientras su mano se lanza, el ratero debe mostrarse a su víctima unos ojos claros, amables y decir humildemente un <<Pardon, monsieur>> al topar con ella, sin que su voz llame en absoluto la atención. Pero tampoco es suficiente con que en el instante del robo se muestre inteligente y despierto..., antes ya de dar el golpe, ha de acreditar su buen juicio, su conocimiento del ser humano, ha de examinar como psicólogo, como fisiólogo la idoneidad de su víctima, pues sólo los descuidados, los que no desconfían de nadie se pueden considerar como candidatos y, entre estos, sólo aquellos que no llevan la chaqueta abotonada hasta arriba, los que no van demasiado deprisa para que uno pueda acercarse sigilosamente, sin llamar a atención; de los cien, de los quinientos hombres que pasan por la calle, los conté durante aquella hora, apenas había uno o dos que entren en la diana. Por lo general, un carterista se aventura a trabajar con poquísimas víctimas, incluso con ellas hay ocasiones en que el golpe sale mal como consecuencia de innumerables casualidades que son las que deciden la mayoría de las veces en el último minuto.

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