Stefan Zweig (La curación por el espíritu) Mesmer, Mary Baker-Eddy, Freud

Pero ¿en nombre de quién, y al servicio de qué idea, el siglo XIX, piadoso solo en apariencia durante hace tiempo, exige todavía una moral codificada? 
Sensual, groseramente materialista y experto en ganar dinero, sin asomo de la gran fe armoniosa de los siglos anteriores, abogado de la democrácia y de los derechos humanos, ya no puede querer en serio negar a sus ciudadanos el derecho a disfrutar libremente. Quien un día izara la bandera de la tolerancia en el edificio de la civilización ya no posee el derecho señorial de inmircuirse en el concepto de moral del individuo. De hecho, el Estado moderno, ya no se esfuerza en absoluto, como antaño la Iglesia, en imponer a sus súbditos una moral interior; únicamente el código social demanda observar una convención exterior. No se exige, pues, un moralismo real, sino sólo una apariencia de moralidad: que todos actúen ante todos <<como si>>. En cuanto a saber hasta que punto el individuo actúa de manera realmente moral, es algo que sólo le incumbe a él: su única obligación es no dejarse atrapar contraveniendo las convenciones. Se puede realizar muchas y diversas cosas, pero se nos impide hablar de ellas. En rigor, se puede decir que la moral del siglo XIX no aborda el problema propiamente dicho. Lo evita y despliega todas sus fuerzas en hacer caso omiso del él. Durante tres o cuatro generaciones, la moral civilizada a tratado, o más bien eludido, los probelmas sexuales y morales valiéndose únicamente de ese ilogismo disparatado según el cual basta con ocultar algo para que no exista. Y lo que más graficamente ilustra la situación real de esta cruel agudeza: la moral del siglo XIX no ha estado deminada por Kant, sino por cant (en inglés, hipocresia).
Pero ¿cómo es posible que una época tan lúcida y racional se extraviara en una psicología hasta tal punto falsa e insostenible? ¿Cómo el siglo de los grandes descubrimientos y de las grandes conquistas técnicas puedo desprestigiar su moral hasta convertirla en un truco de prestidigitación tan manido?  La respuesta es simple: a causa de este mismo orgullo por su razón, a causa de la arogancia de su cultura y del exaltado optimismo de su civilicación. Los inesperados avances de su ciencia habían provocado en el siglo XIX una especie de embriaguez de la razón. Parecía que todo se sometía servilmente al imperio del intelecto. Cada día, casi cada hora, anunciaba una nueva victoria de las ciencias humanísticas; a cada momento se conquistaban nuevos elementos reluctantes del tiempo y del espacio; las alturas y los abismos revelaban sus secretos a la metódica curiosidad de la mirada humana provista de prismáticos; por doquier la anarquía cedía a la organización, el caos a la voluntad del espíritu especulativo. ¿No era capaz, pues, la razón humana de dominar los instintos anárquicos en la sangre del individuo, de derrotar el tropel indómito de los instintos? Se dice que la labor principal a este respecto se ha realizado ya hace tiempo y que lo que todavía flamea de vez en cuando en la sangre del hombre moderno, del hombre <<culto>>, no son si no los últimos y pálidos relámpagos de una tempestad que se aleja, los últimos estertores de la vieja bestialidad agonizante.

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