Thomas Bauer (La pérdida de la ambigüedad) Sobre la univocación del mundo

 Arte y música en busca de insignificancia

[...] Un arte pobre en significado incluso llegó a convertirse en un arma durante la Guerra Fría. La Unión Soviética era un Estado totalitario fundado en una ideología determinada. La ideología requiere univocidad. Un arte de la univocidad era el que proporcionaba el realismo socialista, que, en consecuencia, se convirtió en el arte oficial del Bloque del Este durante el periodo estalinista. A ello quería Estados Unidos contraponer algo que dejara constancia de la libertad intelectual del mundo capitalista, de su creatividad desbordante y su espíritu de progreso, que no se arredra ante la provocación. La CIA se puso manos a la obra. En 1950 se creó el Congreso por la Libertad de la Cultura, financiado y dirigido por la CIA. La tendencia artística por la que optó la agencia de inteligencia fue el expresionismo abstracto, representado por artistas como Jackson Pollock y Mark Rothko. La elección de la CIA fue del todo hábil: la abstracción había sido hasta ese momento ampliamente rechazada por los norteamericanos. El expresionismo abstracto podía, por tanto, ser considerado provocativo y progresivo. Traspasaba fronteras, luego seguramente tenía que ser liberal. El hecho de que, siendo así, no pareciera pegar en absoluto con el clima de la era McCarthy y de que los artistas (que no sabían nada de esta turbia promoción) fueran de orientación liberal y de izquierdas, hizo tanto más creíble la campaña. Así, la CIA organizó y financió una exposición tras otra, ganó influencia en los museos y lanzó artículos de revistas para ayudar al expresionismo abstracto a imponerse. Lo más oportuno era que, con el expresionismo abstracto, se había dado con una tendencia artística que, por una parte, era tenida por progresiva y crítica, porque encontraba oposición, pero cuyas producciones artísticas, por otra, no significaban nada en cuanto a tales. De manera distinta al expresionismo no abstracto, con sus temas a menudo cargados de emotividad y críticos de la sociedad, surgían ahora imágenes coloridas perfectamente compatibles con el capitalismo y cuyo significado solo venía determinado, a fin de cuentas, por su valor de mercado, que paulatinamente ascendía sin límite. 

[...] Después de que la vanguardia proscribiera y eliminara paso a paso la belleza como criterio, el arte se declara hoy día en su mayor parte incompetente en asuntos de belleza. Así y todo —y, una vez más, se enfrentan los extremos sin término medio—, la belleza (o, al menos, una determinada forma de belleza) se ha convertido en culto en la cultura de consumo tardocapitalista. La belleza sin mácula o, mejor dicho, beauty, es omnipresente aquí, no solo como término de contrastre, sino también como modelo para la optimización de uno mismo. Esta, empero, es una forma específica de belleza, a saber, una «estética de la lisura», como la llama Byung-Chul Han. «Lo liso», dice Han, es «la seña de identidad de la época actual». Es lo que emparenta «las esculturas de Jeff Koons, los iPhone y la depilación brasileña». Pero esa belleza pura y lisa no es bella. Requiere la fractura: «En lugar de contraponer lo sublime a lo bello, se trata de devolver a lo bello una sublimidad que no quepa interiorizarla, una sublimidad desubjetivizante».

[...] ¿Cómo, si no, un arte que ha acabado por perder toda norma, y no conoce ya criterios que permitan distinguir el arte de lo que no lo es, podría justificarse como arte? Esto todavía lo hace, en primer lugar, aferrándose al pathos de progreso de las viejas vanguardias. El criterio de «innovatividad» hace tiempo que sustituyó al mucho más ambiguo criterio de calidad. Con todo, el arte seguramente ha sobrepasado entretanto ese «punto de modernización» en el que —según Greenberg, importante promotor de la vanguardia— «tiene que dejar de abolir las convenciones transmitidas si quiere seguir siendo capaz de existir como arte». Puesto que ahora ya no es posible abolir nada, solo quedan, o el camino a la superficialidad consumible en forma de cultura pop, la cual puede captar por unos pocos segundos la atención del espectador, o la provocación mediante lo monstruoso, «pues lo monstruoso, como si fuera por costumbre, se deja interpretar como credencial de un espíritu radical, es más, de un espíritu de vanguardia».  Porque, al fin y al cabo, «la glorificación de las rupturas con lo convencional y de los atentados contra el buen gusto forma parte de la mentalidad de una modernidad obsesionada con la pureza y la revolución», como dice Ullrich en su libro [El arte de los vencedores]. Un agradable efecto secundario de esta obsesión por el pathos de progreso consistente, en que se siga pudiendo rechazar cualquier crítica, por justificada que esté, como incultura ultraconservadora, sin tener uno mismo que aducir argumentos sustantivos. Una segunda razón justificativa estriba en la ya mencionada prestación de acciones que, en calidad de arte, sirven para que se pueda declarar la relevancia social del arte en su conjunto.

[...] El arte de vencedores no es tampoco un arte que cultive un sentimiento de humanidad, pues «cuanto más perversa, brutal y obscena sea la obra, tanto mejor puede el coleccionista presentarse como soberano». Dicho en otras palabras, el arte de vencedores es aocial, del mismo modo que se ha vuelto aocial nuestra edificación urbana en manos de un capitalismo devenido en totalitario. En Berlín y en Stuttgart se ha dejado pasar la ocasión de hacer surgir, en el entorno de las estaciones centrales de tren, espacios urbanos que las personas puedan encontrar bellos, en los que se sientan bien, paseen y se relajen, en los que puedan encontrarse y tener trato unas con otras. En lugar de esto, se condena la superficie con bloques rectangulares de sociedades de inversión.

Sin duda es correcto echar la culpa principal de estos desarrollos a las estructuras capitalistas. Pero, igual que para todo asesino hay un asesinado, también aquí al búnker de inversores le corresponde una población que acepta que su ciudad se vea abarrotada de edificios con semejante arquitectura. Pero lo encaja, porque dicha arquitectura se propaga como la única que estaría a la altura de los tiempos. Solo que, como ya no hay estilo a la altura de los tiempos que sea bello, a no ser la belleza «lisa» diagnosticada por Han, la belleza ya no sirve como criterio. Lo cual es aceptado, a su vez, porque la belleza es una cosa ambigua; pues, si bien es cierto que muchos son sensibles a ella, justamente no todos los son. Es difícil indicar criterios objetivos de belleza. Así que, prescindamos de la belleza y, con ella, de su potencial utópico. Ahora bien: la añoranza de un mundo más humano, más social, más diverso, más habitable. Pero esta utopía de la belleza parece haber fenecido. 

Según el fundamentalismo de la Modernidad clásica, en asuntos de arte y de belleza parece haber cumplido la indiferencia. Aunque estén en auge los museos, la gente ya no mira. Los visitantes pasan solo once segundos de promedio delante de una obra de arte, como constatan Saehrendt y Kittl. Por mucho que el arte se exponga hoy en «rutilantes templos museísticos» abarrotados de gente, prosiguen estos autores, el arte «no deja de ser un componente de la cultura popular cuyo fin es la acumulación de experiencias». 

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