David Jiménez (El lugar más feliz del mundo)

Dos aldeas, una en la parte india de Cachemira y la otra en la pakistaní. Las separan 300 metros. Bastaría caminar cinco minutos para recorrer la distancia a pie. Pero si quisiera ir de una a otra tendría que volver sobre mis pasos, coger un avión de Srinagar a Delhi, ir a un tercer país, volar desde allí a Pakistán y recorrer cientos de kilómetros a través de remotas montañas para llegar a mi destino. Aunque no lo sé, dentro de unos años voy a volver a Cachemira, al lado pakistaní, para cubrir el terremoto que en 2005 matará a decenas de miles de personas, destruirá aldeas y cortará carreteras, impidiendo la distribución de ayuda a lugares de difícil acceso. Algunos pueblos reducidos a escombros junto a la Linea de Control no podrán ser alcanzados por los servicios de emergencia de su propio Gobierno y, sin embargo, bastaría caminar esos cientos de metros para llegar desde el otro lado. ¿Qué lo impediría? La frontera. No puede ser traspasada, solo defendida. Incapaces de recorrer la corta distancia que podría alejarse de su propia estupidez, los enemigos permanecerán cada uno en su lado de la Línea y dejarán pasar la oportunidad de salvarse unos a otros.

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Hay algo envidiable en los adultos que siguen dividiendo su mundo en buenos y malos: todo debe ser más fácil así. Su partido político es bueno. El de los otros, malo. Su equipo de fútbol es el mejor. Al rival le ayudan los árbitros. La maldad es cosa de otros países, otros líderes, otras gentes. Pueden despojarlo todo de matices y zanjar una discusión sobre el conflicto palestino, la eutanasia o la (in) existencia de Dios con una frase. Y, sin embargo, a mí me ocurre lo contrario: cuanto más viajo, más experiencias acumulo y más mayor me hago, más me cuesta distinguir entre buenos y malos. Si me preguntan qué he aprendido en todos estos años, en la guerra, la revolución o el desastre natural, diría que somos bruma. Nunca todo claridad, rara vez completa oscuridad.

Al mirar atrás al genocidio o a la guerra, nos sorprende la capacidad para el mal de sus participantes. La indiferencia de quienes miraron a otro lado. La mezquindad de los delatores. Nos distanciamos de quienes cometen las violaciones, los asesinatos y las torturas describiéndoles como no personas. Son <<monstruos>> o <<animales>>. El primatólogo Toshisada Nishida estudió durante años a una comunidad de primates de Tanzania y fue testigo de cómo un grupo eliminó a otro a través de un sistemático proceso de invasiones, ataques y emboscadas que se alargó varios años en el tiempo. El premio final por la exterminación del otro grupo, hembras aparte, fue la conquista del territorio. Incluso los negacionistas de la teoría de la evolución verán similitudes con los conflictos de los hombres. 

Las fronteras, esas lineas con las que tratamos de marcar lo que consideramos nuestro -y agruparnos con quienes consideramos de los nuestros-, siguen siendo las principales causantes de las guerras. Empleamos grandes recursos en defenderlas y ampliarlas. Rara vez aceptamos su demarcación. Miramos con nostalgia a épocas en las que nos eran favorables y desempolvamos viejos tratados para pedir que sean alteradas en nuestro beneficio. Y creamos nuevas. Geográficas. Ideológicas. Religiosas. O étnicas. Pero entre todas ellas una permanece invariable tal como la describió Solzhenitsyn en  Archipiélago Gulag: la línea divisoria que separa el bien del mal en las personas y que el escritor ruso creía que no pasaba a través de los estados, ni de las clases sociales, ni tampoco entre los partidos políticos o las ideologías, <<sino directamente a través de cada corazón humano>>. Para evitar cruzar esa frontera interior que nos separa de lo peor de nosotros mismos hemos levantado un muro construido a base de cultura, sociedad civil, educación y leyes. Cuando alguno o varios de esos elementos se debilita, si la defensa cede, en Phonom Penh o Berlín, Kigali o Sarajevo, el cartero que repartía el correo pude transformarse en el francotirador apostado en la azotea, el vecino de toda la vida en nuestro verdugo, el profesor universitario en propagandista del exterminio y el guerrillero con causa en un asesino en serie.

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Entre las miles de fotografías que hoy cubren las paredes del Museo del Genocidio hay una que no encaja. Siete hombres posan frente a la entrada de la prisión. Son los únicos supervivientes entre los 14.200 camboyanos que pasaron por un centro diseñado con las funciones de interrogación y eliminación de los enemigos del proletariado. Cada uno de aquellos reclusos tenía una habilidad que les hacía útiles a los ojos de los jemeres rojos. El mecánico que reparaba los camiones utilizados para llevar a los presos a los campos de la muerte, el intérprete que traducía las órdenes a los presos extranjeros o Bou Meng, el pintor que recibió el encargo de reproducir retratos del Pol Pot para el departamento de propaganda del régimen.

Nada más llegar a la S-21, los presos eran divididos en tres categorías: los que no tenían derechos, los que no tenían algunos derechos y los que no tenían ningún derecho. Estos últimos eran considerados no personas y podían ser ejecutados por los guardias en cualquier momento, sin dar explicaciones a sus superiores. Bou Meng formaba parte de estos últimos. La misma noche de su detención, el 26 de agosto de 1977, había llegado a la conclusión de que jamás saldría con vida de la cárcel. Desde su celda podía escuchar los gritos de los internos que estaban siendo torturados en el Bloque C, llamando a sus madres como niños en mitad de la noche y pidiendo una bala en la frente que acabara con todo. Incapaces de soportar el dolor, muchos terminaban denunciando a familiares y amigos inocentes. Muy pronto llegaría el turno de Bou Meng de soportar cómo le arrancaba las uñas de los, pies con alicates, las descargas eléctricas y la inmersión en aguas llenas de heces, donde algunos presos morían ahogados.

* David Jiménes (El Director)

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