En el verano de 1989, cuando quedó claro que Estados Unidos y sus aliados habían ganado la Guerra Fría, Francis Fukuyama escribió un ensayo titulado «¿El fin de la historia?» para el National Interest.
Su propuesta central era provocativa pero simple. El desconocido académico afirmaba que el colapso de la Unión Soviética tenía una importancia mayor que el mero fin de la rivalidad militar: «A lo que estamos asistiendo no es simplemente el fin de la Guerra Fría, o al paso a una etapa histórica de posguerra, sino al fin de la historia como tal: es decir, al punto final de la evolución ideológica de la humanidad y a la universalización de la democracia liberal occidental como forma definitiva del gobierno humano». Fukuyama afirmaba que, aunque los relojes seguirán con su tic tac y los años continuarán pasando, no surgirán nuevas ideas, o al menos, no aparecería ninguna capaz de desafiar el statu quo.
Para sostener esta insólita afirmación, hacia referencia a autoridades tan poco probables como Karl Marx y Georg Wilhelm Hegel. Por caminos diferentes, los dos habían afirmado que la historia tenía un destino final. Ahora, con el fin de la Guerra Fría, se había probado que tenían razón, solo que, en lugar del Estado prusiano o la caída del capitalismo, el crepúsculo de las ideologías eran los Big Mac y la Coca Cola.
Fukuyama se convirtió rápidamente en un intelectual estrella y transformó el ensayo en su primer libro, El fin de la historia y el último hombre, publicado en 1992. En él ofrecía una explicación en profundidad de la hipótesis de tres años antes, que esbozaba la idea de que la historia está impulsada principalmente por ideas que compiten de forma constante unas con otras. El resultado de esa competición era que, en los años noventa, la democracia liberal y, por extensión, el capitalismo de mercado, reinaban en solitario porque todas las alternativas viables habían desaparecido. Aunque en cierto sentido era cierto —la URSS acababa de desintegrarse—, no fue capaz de comprender que es más probable que los desafíos más fuertes surjan de las contradicciones internas o de impactos externos imprevisibles que de la ausencia de consentimiento.
Para Fukuyama, el fin de la historia señalaba un mundo definido por el cálculo económico y por «un sinfín de soluciones a problemas tecnológicos, preocupaciones medioambientales y la satisfacción de las demandas complejas de los consumidores». Sin embargo, el momento actual —definido por retos como el aumento de la temperatura, el desempleo tecnológico, la desigualdad en los ingresos y el envejecimiento de la población, por nombrar solo unos pocos— plantea preguntas que van más allá del mero desarrollo tecnológico. Si el mundo de Fukuyama resultaba ingenuo en 1992, en la década que sigue a la crisis del 2008, se convirtió en totalmente ridículo. De hecho, lo admitió en un libro sobre identidades que publicó en 2018.
Pero lo que está en juego es más importante que estar equivocado o no en una cuestión académica. Porque, peor que la credulidad ingenua o el error de tomar un momento puntual como un cambio histórico permanente, es el hecho de que muchos de los que están en el poder todavía consideran sagrada la hipótesis de Fukuyama. Tres décadas después del fin de la Guerra Fría, el legado de su trabajo se ha convertido en un «sentido común» político que nos impide afrontar los grandes retos que tenemos delante. Después de todo ¿por qué iba a ser necesaria una decisiva —especialmente en lo que se refiere a socavar los intereses y los beneficios del capital— si en realidad no va a cambiar nada?
El pensamiento triunfalista de Fukuyama de hace una década todavía tiene peso, incluso aunque él mismo se ha retractado en parte. Eso se debe a que ha contribuido a crear una idea política muy extendida que entiende que el fin de la Guerra Fría no solo significó la supremacía del capitalismo de mercado, sino también un declive inevitable de los Estados-nación independientes.
En este mundo atestado y conectado todo está sujeto a cambios cada vez más rápidos. Todo, menos las reglas del juego. De hecho, muchos ya ni siquiera las consideran reglas, sino la realidad en sí misma, y en los sistemas políticos alternativos como inútiles o incomprensibles. Así, el capitalismo liberal ha pasado de ser un proyecto contingente a un principio de realidad. Bienvenidos al mundo del realismo capitalista, donde el mapa es el territorio y nada importa demasiado.
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