-¿Qué definición da usted del éxito literario?
-Por un lado está el éxito de público, que ciertamente es importante, más aún, decisivo. Pero para mí lo esencial del éxito literario es inmanente a la literatura misma. Es, por ejemplo, la sensación de haber concebido y formulado una frase perfecta.
-¿Y qué es para usted el fracaso?
-Exactamente lo contrario. En cualquier caso, no es mesurable según los favores del público.
-Sostiene usted que el deber del escritor no es de naturaleza social. Suponiendo que tenga alguna finalidad que no sea solamente escribir, ¿cuál es?
-El verdadero escritor, como la verdadera riqueza, se reconoce no por los tesoros que posee, sino por su capacidad para hacer que se vuelvan preciosas las cosas que toca. Por lo tanto, es como una luz que, invisible en sí misma, calienta y hace visible el mundo.
-Es una definición muy bella. Pero quizá corresponda poco a este final de siglo, tan arrebatador que a algunos les parece confuso y a otros desprovisto de esperanza. Hay quienes sostienen que la música de un milenio que se cierra exige orquestas apocalípticas.
-Pero la política de un escritor reside precisamente en esto: en desconfiar de la confusión y en no dejarse arrebatar por la atmósfera apocalíptica. Evitar o atenuar la catástrofe es deber del político, que merece ayuda. En este campo, incluso las fuerzas espirituales más excelsas no pueden cambiar nada. Su intervención puede ser, acaso, de naturaleza censoria. Pero, como es sabido, apostar por su éxito es aleatorio: hay desarrollos que son condenados únicamente desde un punto de vista moral y que hasta contradicen la lógica -y sin embargo toman su curso.
-Parece usted escuchar la lección de Maquiavelo o la otra, más tardía y pretenciosa, de Hegel. ¿Qué piensa usted del realismo político?
-Aunque en el ámbito político la frontera entre realismo y cinismo es a veces difícil de establecer, una visión desencantada de la política y de la historia no puede prescindir del reconocimiento de la inevitable dinámica intrínseca del político, que implica lucha y conflictividad.
-Volvamos al deber del escritor. ¿Que ha de hacer ante el desmoronamiento espiritual?
-El autor capta la decadencia en su dimensión global, en su significado trágico. Eso es lo que hace. En este aspecto, no está lejos de los grandes profetas o de Heráclito. En el fondo, la decadencia es la única cosa normal, y la relación que el escritor establece con ella es de naturaleza particular solo en tanto que se configura en la obra. La superación del miedo a la muerte es el deber de un escritor que se entrega: su obra ha de irradiarla.
-Radiaciones es también el título de un libro suyo. ¿Es una palabra que le seduce?
-Sí, porque es una palabra casi metafísica, como <<emancipación>>: indica un modo de transmitirse de la energía, tanto en sentido material como en sentido espiritual.
-¿Qué opina de la asociación que habitualmente se establece entre usted, Heidegger y Carl Schmitt, figuras carismáticas del siglo XX alemán que irradian una particular energía espiritual?
-Me siento en excelente compañía, porque en efecto emanan un aura completamente particular. Pero sé que suele proponerse esta asociación en sentido negativo, para etiquetarnos como representantes de la intelectualidad nacionalsocialista. Al respecto, si se observan las cosas mejor, más de cerca, son indispensables algunas aclaraciones, dado que nuestras biografías son muy diferentes.
No frecuenté a Heidegger en los años del nazismo, y por tanto no sé qué importancia podía tener él para los nacionalsocialistas. En en fondo, era un profesor de filosofía de una pequeña universidad de provincias, lejos de Berlín, y para las jerarquías del partido no se trataba con certeza de un hombre importante. Es probable que en realidad nunca lo tomaran en consideración y que jamás llegase a controlar algún resorte importante del poder. Queda en pie el hecho de que, por lo menos en el primer momento, él y, sobre todo, su mujer Elfride, simpatizaron con Hitler.
Distinto es el caso de Carl Schmitt. Por aquel entonces él era consejero de Estado, de modo que tenía un papel institucional importante. Recuerdo que en Berlín, cuando paseábamos juntos, a veces pasábamos ante algún centinela o nos topábamos con alguno de los frecuentes controles de la policía. En tales casos, invariablemente, era reconocido por el distintivo de consejero de Estado que llevaba, y todos reaccionaban poniéndose en posición de firmes. Esto no significa que se identificase con el régimen. Recuerdo que cierto día, justo en los años en que Hitler gozaba del mayor consenso, antes de la guerra, me dijo durante un paseo: <<Escuchó ayer el discurso de Hitler? Nada más que tópicos>>.
En cuanto a mí mismo, gracias a mi posición de pluricondecorado de la Primera Guerra Mundial y a las simpatías de que gozaba por el éxito de Tempestades de acero, puede permitirme permanecer apartado de los nacionalsocialistas y rehusar los honores y privilegios que se me ofrecían.
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