INTRODUCCIÓN
El humanismo fue un movimiento de renovación intelectual que tuvo lugar en Italia entre los siglos XIV y XVI, que se extendió desde esta última centuria por todo el continente europeo y que influyó en los más diversos ámbitos del saber. Esta nueva filosofía de vida supuso un hito importantísimo no solo en la historia de la cultura, sino también en la evolución del pensamiento moderno. El humanismo, además, dio origen a una nueva forma de conocimiento, a un nuevo estilo de vida, a un cambio de mentalidad en la interpretación del mundo y en el modo de aplicar ese saber a la práctica diaria. Se trataba de una cultura completa ligada al ser humano, al que se consideraba capaz de perfeccionarse y de desempeñar un papel activo en la sociedad. Para ello, se ponía especial énfasis en su formación y en el desarrollo de todas sus facultades, buscando el equilibrio entre el cuerpo y la mente. Más importante que las cualidades innatas del individuo era su esfuerzo en cada obra o actividad que emprendiera.
En esta época entra en su ocaso el teocentrismo —la vieja idea medieval que ponía a Dios en el centro del universo—, dando paso al antropocentrismo, que otorga al hombre el derecho a ocupar ese lugar. Este nuevo concepto fue capital para la aparición de las extraordinarias singularidades que encontramos en estos tres siglos: figuras que atesoraban conocimientos en las más diversas disciplinas y que se convirtieron en poseedoras de una sabiduría universal, como por ejemplo Leonardo da Vinci (1452-1519). En tal contexto, se les atribuía un gran valor a la educación. Hay que precisar que, en un. principio, dada la estructura social de la época, a ella tenían acceso únicamente las familias de las clases altas, que podían pagar a sus propios preceptores. Más tarde, a medida que las ideas humanistas fueron propagándose y llegando a los programas de estudio de las escuelas privadas o de las universidades, jóvenes de la clase media, como por ejemplo los hijos de los comerciantes, pudieron incorporarse también a estos saberes.
En cualquier caso, la aspiración pedagógica del humanismo se encaminaba a preparar a las personas con el objetivo de que adquirieran no solo unos determinados conocimientos, sino también de que aprendieran a vivir, a ser ciudadanos del mundo que participaban activamente en él. Por este motivo, era relevante que esta educación llegara al mayor número posible de ciudadanos. De esta forma, la humanitas, esa peculiar filosofía de vida del humanismo, contribuyó a que el individuo dirigiera su propósito de vida hacia un yo íntimo más cercano y auténtico.
Conviene destacar que también se pensaba en la mujer para que se integrase en esta educación, hecho que no había ocurrido hasta entonces. En este ámbito se la respetaba, se la valoraba y se la equiparaba al hombre, lo que no dejaba de ser un logro importantísimo como señal de un importante cambio de mentalidad. Dado que el nuevo concepto de cultura se consideraba que el estudio era el mayor tesoro para el ser humano, no se quería que la mujer quedase excluida. Algunos ejemplos destacados entre estas mujeres humanistas, solo por citar unos pocos nombres, fueron Sibila De`Cetto (hacia 1350-1421), de gran cultura y familiarizada con los autores clásicos; Cassandra Fedele (1465-1558), muy instruida, poseedora de un extraordinario saber; Laura Cereta (1469-1499), escritora o Isabella d`Este (1475-1539), que recibió una esmerada educación y fue conocida posteriormente como la prima donna del Renacimiento.
Este ambicioso proyecto tenía su centro en los studia humanitatis («estudios de humanidad»), una herramienta efectiva que los humanistas pusieron a disposición de la gente, en especial de los jóvenes, para que se formaran y pudieran ser mejores ciudadanos. El reto no era pequeño: en su futuro se hallaba también el destino de la sociedad. No se consideraba imprescindible que fueran maestros en el dominio de unas determinadas técnicas, sino en el ejercicio diario de sus actitudes y en sus hábitos ejemplares. Justamente en la construcción de una personalidad libre en los jóvenes, la educación supera a la instrucción.
En tal escenario, el verbum, "la palabra", tanto oral como escrita, adquiría una nueva dimensión práctica, ya que en ningún caso se la veía como un ornamento. Al contrario, era la forma que permitía al individuo relacionarse con sus semejantes y participar en la vida cotidiana, un espacio en donde estaba llamado a desarrollar todas sus capacidades. En definitiva, la educación era un baluarte primordial que hacía mejores a quienes la recibían, y, por extensión, a la sociedad. Es una palabra, era vida.
Asimismo, se reconocía en el ser humano algo muy preciado: la dignitas, la "dignidad". Se ponía el acento en sus excelencias, en sus cualidades y en el valor de su esfuerzo, a diferencia de la Edad Media, que destacaba únicamente el carácter de su miseria como hombre y le recordaba su paso fugaz por esta vida terrenal, siempre acompañado por la presencia constante de la muerte. Amparado en esta dignidad, el ciudadano aspiraba a formarse en los valores cívicos, que eran la puerta de acceso para vivir con los demás en respeto, en consideración y en libertad. Esta última, en concreto, tenía reservada un espacio relevante. Coluccio Salutati (1332-1406), canciller de la República de Florencia, hombre dedicado a la política, pero estusiasta defensor del saber, abanderó la idea de que en las ciudades libres el auténtico soberano era el pueblo. Para él, si había una necesidad que atender por encima de todas era esta: la defensa de la libertad popular.
En consonancia con este propósito de cultura y de formación, los humanistas como Petrarca (1304-1374) a la cabeza, buscaron en los autores de la Antigüedad clásica, tanto griego como latinos —Platón (hacía 427-347 a.C.), Aristóteles (384-322 a.C.), Cicerón (106-43 a.C.), Virgilio (70-19 a.C.), o Séneca (4 a.C.-65) entre otros— los modelos que les sirvieran para llevar a cabo este nuevo proyecto. Admiraban a los clásicos porque en sus escritos descubrieron un modelo de comportamiento cívico ejemplar y porque encontraron en ellos ideas que se avenían a la perfección con los postulados de la doctrina cristiana. En su espíritu y en su voluntad existía el convencimiento de que no había que separar, ni mucho menos rechazar o condenar, sino unir e integrar. No es de extrañar, pues, que en este ambiente de fervor hacia el saber que venía de los antiguos surgiera una enorme pasión por las litterae, esto es, las "letras".
Proveniente también del mundo clásico, a los humanistas les llegó la exaltación de la belleza, como emanación de la naturaleza, que era la maestra y quien mejor la manifestaba. Ellos fueron los primeros hombres modernos que percibieron el paisaje como un objeto bello en el que mirarse y hallar goce en su contemplación. Por ello, hicieron de la naturaleza una compañera de toda su labor intelectual. La belleza irrumpió en todos los ámbitos, ya fuera en el del cuidado de la propia persona o en el de la moda, pero sobre todo en el del arte, bien se tratase de la arquitectura, la escultura, la pintura, la música o la literatura. En todas estas disciplinas se mezclaban, en perfecta simbiosis, los motivos cristianos y paganos. La esencia del ser humano se veía reflejada también en esa belleza que tendía al equilibrio de las formas y a la armonía de los conceptos [...]