Manuel Martínez-Sellés (Verdades incómodas para personas autónomas)

NO DEBEMOS MATAR A UN SER HUMANO

EL VALOR INTRÍNSECO de la vida no debería cuestionarse nunca. Sin embargo, lo hacemos a diario: abortos, eutanasia, suicidios y pena de muerte. El principio básico de respeto a la vida es una de las claves más fundamentales de cualquier sociedad civilizada, de las principales religiones y de casi todas las culturas. El valor de la vida humana ha sido reconocido desde la antigüedad y el concepto de que cada ser humano es un fin en sí mismo y no debe ser tratado como un medio tiene (o debería tener) plena vigencia hoy en día. 

Esta perspectiva es la base de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que justifica rechazar la discriminación basada en capacidades, sexo, raza, edad (desde la concepción hasta la muerte) o situación (social, económica, de salud/discapacidad/enfermedad). De hecho, la protección de la vida es uno de los principales objetivos de nuestra organización social. Los gobiernos y las leyes no pueden quitar la vida a otros impunemente.

Como hemos visto en el capítulo anterior, la ciencia biológica respalda la idea de que cada vida humana es única e irrepetible desde el momento de la concepción. Cada ser humano es único y tiene un ADN y unas características que lo distinguen de los demás. La idea de que todos los seres humanos tenemos derecho a vivir crea una base para la convivencia pacífica y nos asegura también protección a nosotros mismos. Si negamos este derecho a otros, por muy pequeños (o ancianos/enfermos) que sean, también estamos poniendo en riesgo nuestra propia seguridad, presente y futura. La regla de tratar a los demás como nos gustaría que nos traten es un pilar de la ética y la moral que debemos respetar y que fundamente la cultura de la vida. Elegir la vida, incluso en circunstancias difíciles, es un acto de valentía, pero también de esperanza. Al respetar la vida de cada ser humano, afirmamos nuestra propia humanidad y construimos una sociedad donde la dignidad y la paz pueden florecer.

La cultura de la muerte, que justifica la violencia más o menos evidente, de terminar intencionadamente con la vida de un ser humano, acaba teniendo un impacto negativo en la sociedad. Genera más dolor y sufrimiento, es un caldo de cultivo de miedo y desconfianza, y erosiona o incluso destruye los lazos familiares, sociales y la relación médico-paciente. Al poner en causa el derecho a la vida, se cuestionan todos los demás, ya que sin vida no pueden ejercerse. La cultura de la muerte es particularmente peligrosa para los más vulnerables, los que no tienen quién los defienda, los que generan gasto si viven y beneficio si mueren.

Una visión utilitarista que se olvida del valor intrínseco de la vida humana pone en jaque a los no nacidos, los ancianos, los enfermos, las personas con discapacidades y los condenados a pena de muerte. A estos últimos, además, una vez ejecutados se les priva para siempre de la posibilidad de demostrar su inocencia, algo que no es tan infrecuente.

¿Y no hay excepciones a la regla de no matar? Salvo en autodefensa, crea que tenemos que ser categóricos y no permitir la muerte intencionada de nuestros conciudadanos. Además, las experiencias, tanto en aborto como en eutanasia, muestran bien lo que se ha llamado pendiente resbaladiza o plano inclinado. Si nos engañan a aceptar algunas excepciones en caos extremos, rápidamente se van extendiendo estas prácticas a muchas otras situaciones. En el fondo, abrir un rendija de una ventana en toda una pared que debería resguardarnos de quienes no respetan la vida de los demás. Poco a poco se va destruyendo el pilar esencial que garantiza una sociedad justa y compasiva.

No existe una matar bueno, por mucho que se intente confundir con expresiones como muerte digna o llamar al homicidio supuestamente compasivo de la eutanasia prestación de ayuda para morir. Consagrar el principio de autodeterminación por encima de todo es peligros, y da pie a la promoción del suicidio, que ya es la primera causa de muerte en algunos rangos de edad. Tambien es peligroso, incluso más, someter al criterio de terceros, más o menos expertos, quién merece seguir viviendo. Además, en la inmensa mayoría de los casos el deseo de eutanasia o de suicidio no es consecuencia de daños corporales y dolores extremos, sino de un sentimiento de abandono. Me remito aquí al capítulo sobre la soledad.

La eutanasia en el Tercer Reich muestra cómo se puede llegar a justificar, por un supuesto interés de la persona enferma o discapacitada cuya vida, se supone, carece de valor. La Alemania nazi consiguió la aceptación progresiva de la eutanasia por parte de una sociedad que previamente la rechazaba. Se hizo con la película Yo acuso y una propaganda cuidadosamente diseñada, que incluía cartelería detallando el coste que el tratamiento de un discapacitado suponía para el estado alemán. Joseph Goebels consiguió la aceptación del programa de aniquilamiento y que el homicidio por compasión se viera como un acto de amor, como ayuda a un morir digno. La excelente película alemana Niebla en agosto dirigida por Kai Wessel y basada en la novela homónima escrita por Robert Domes muestra bien la historia de esta macro-manipulación que desencadenó más de 300 000 eutanasias. 

«Comenzaron con la idea, que es fundamental en el movimiento a favor de la eutanasia, de que existen estados que hay que considerar como ya no dignos de ser vividos. En su primera face esta actitud se refería sólo a los enfermos graves y crónicos. Paulatinamente se fue ampliando el campo de quienes entraban dentro de esa categoría y se fueron añadiendo también a los socialmente improductivos y a los de ideología o razas no deseadas. Sin embargo, es decisivo advertir que la actitud hacia los enfermos incurables fue el diminuto desencadenante que tuvo como consecuencia ese total cambio de actitud».

La tendencia, cada vez más arraigada, de que divertirse y sentirse bien es la meta suprema del ser humano, lleva a concluir que el sufrimiento ha de ser eliminado a cualquier precio. Y cuando no puede ser eliminado de otra forma que mediante la eliminación del que sufre, se hace, aún sin saber si al matar al que sufre terminamos realmente con su sufrimiento. Se parte del supuesto derecho a matarse a uno mismo para llegar al derecho a hacerse matar o matar. Pero ni suicidio es un derecho ni existe ningún derecho a matar, o a ser matado por otro [...]

Alain Finkielkraut (Pescador de perlas)

«Cuando el ciudadano ecologista se atreve a plantear la cuestión que cree más molesta preguntando: "¿Qué mundo vamos a dejarles a nuestros hijos?", en realidad está evitando plantear otra realmente inquietante: ¿"A qué hijos vamos a dejarles nuestro mundo?"». (Jaime Semprún).

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«El hombre moderno ha terminado por sentirse culpable de todo lo que es dado, incluso su propia existencia, por sentirse culpable incluso del hecho mismo de no ser su propio creador, ni creador del universo. En ese resentimiento fundamental, se niega a percibir explicación plausible alguna en el mundo dado. Todas las leyes que simplemente se le han dado suscitan su resentimiento; proclama abiertamente que todo está permitido y cree secretamente que todo es posible [...] La alternativa a tal resentimiento [...] sería una gratitud fundamental por las pocas cosas elementales que nos son verdadera e invariablemente dadas, como la vida misma, la existencia del hombre y del mundo..»

Hannah Arendt

El trans —es decir, la persona que no se reconoce en su sexo biológico y se propone cambiarlo mediante los medios engorrosos de la cirugía o simplemente declarándolo— es la figura emblemática del tercer milenio.

El trans marca el camino. El trans encarna el cumplimiento de la historia. Con el trans, el proceso de emancipación llega a su fin. Ya no es un individuo más entre otros, es nuestra vanguardia e incluso nuestra redención. Ya no es un problema marginal, es un inmenso progreso. Ya no es una anomalía dolorosa; es el tribunal ante el cual comparece la norma. En resumen, ya no es una excepción que pide ser escuchada, ayudada y acompañada lo mejor posible, es, desde la infancia, un ejemplo al que, si no es de mente estrecha. o de alma malvada, debe rendírsele homenaje. La única respuesta ante el fenómeno es el entusiasmo y la admiración. La preocupación esta prohibida, y la propia prudencia depende del perjuicio. No ha lugar al matiz, la complejidad, la perplejidad o el cuestionamiento. Apología o barbarie, fervor o fobia, adhesión sin reservas u oscurantismo retrógrado: tal es la única elección posible. Al despedir a la biología, la disforia de género se inscribe en el registro épico de la gesta revolucionaria. Quien, como si no hubiera pasado nada, sigue apegado a la diferencia de sexos o la declara insuperable está traicionando su nostalgia por el Antiguo Régimen. Es, a imagen de Claude Habib, J.K. Rowling o Caroline Eliacheff, un retrógrado, un pasadista, un antiguo. El trans es el Mesías del yo

Al erigirse en sujeto, el ser humano, ciertamente, había conquistado y consolidado su autonomía desde los albores de los tiempos modernos. Había dejado de recibir órdenes de arriba. Al traer la autoridad del Cielo a la Tierra, obedecía leyes que él mismo había promulgado. Era su propio prescriptor, pero no era su propio creador. No escogía el masculino o el femenino. Por muchos derechos que acumulara, continuaba heredando su ser, su libertad seguía hipotecada por su nacimiento. El escándalo se acaba. La humanidad, al salir definitivamente de la alienación, rechaza ese dominio inmemorial. Siguiendo el ejemplo de los trans, cada uno está invitado a reapropiarse de sus orígenes y, al hacerlo, emanciparse de la condición humana. «Nada en mí me precede» es la máxima suprema de la libertad. 

La experiencia del cambio de sexo sigue siendo, desde luego, muy minoritaria, pero gracias a ella se quiebra el orden binario. Nadie está ya condenado a ser lo que le ha tocado ser. La gravedad se supera, la finitud está vencida, la fluidez puede por fin prevalecer. Junto al il («él») y elle («ella»), iel («elle) ha irrumpido en la lengua oficial. Una boina arcoíris corona el viejo diccionario: iel («elle») es el pronombre dedicado al rechazo de los roles de género. Abolición de la fatalidad, despido de lo dado, condonación de la deuda original: la naturaleza, conocida aguafiestas, ya no tiene ni voz ni voto. Ahora todo es cultural, y la cultura está abierta a todas las manipulaciones. El «yo quiero» entiende que reina absolutamente sobre lo que se consideraba indisponible desde tiempo inmemorial. Nada de lo ya existente puede oponerse a lo que uno mismo elige. Lo que se siente dicta su ley, la subjetividad se afirma como soberana: lo real, en su integridad, se presenta como un catálogo. «Andrógino, transexual, bigénero, hermafrodita, hombre o mujer: En Facebook, puedo hacer clic en más de cincuenta y seis identidades sexuales para definirme», según me he enterado leyendo a Eugénie Bastié. Nada está fuera del alcance, todo puede encargarse, y no existe un solo articulo que no pueda encontrase en los anaqueles del supermercado planetario. 

Conque cada uno se hace la compra, cada uno se hace el rancho. Hacer ya no es arreglarse con lo que hay. Nadie está, podría decirse, «bajo arresto domiciliario» en ninguna identidad, sea la que sea. A guisa de mundo según el sistema hetereonormativo y los estereotipos de género, estamos inaugurando con gran alharaca la era del abordaje ilimitado y del consumo universal. Así, el resentimiento le gana la mano a la gratitud, la alteridad desaparece en intercambiabilidad, un nuevo gran relato se propaga en las redes sociales y el pensamiento de la técnica ejerce su hegemonía bajo la gloriosa apariencia del triunfo de la libertad.

Ironía de la historia: con el zar del Kremlin declarándole la guerra al «nazismo» LGBT» del Occidente decadente, el trans ha pasado a ser, frente al eje totalitario, el marcador por excelencia de la democracia. 

Finkielkraut, Alain (La humanidad perdida) Ensayo sobre el siglo XX
Finkielkraut, Alain (La ingratitud) Conversaciones sobre nuestro tiempo
Finkielkraut, Alain (Lo único exacto)
Finkielkraut, Alain (La posliteratura)

George Monbiot & Peter Hutchison (La doctrina invisible) La historia secreta del neoliberalismo

George Monbiot

La ideología anónima

Imaginemos que los habitantes de la Unión Soviética nunca hubieran oído hablar del comunismo. Más o menos así es como nos encontramos nosotros en estos momentos: la ideología dominante de nuestro tiempo, que afecta a casi todos los aspectos de nuestras vidas, para la mayoría de nosotros carece de nombre. Si lo mencionas, es probable que la gente te ignore, o bien que reaccione con una mezcla de perplejidad y desdén: <<¿Qué quieres decir?. ¿Eso qué es?>>. Incluso a quienes han escuchado alguna vez el concepto les cueste mucho definirlo.

Este anonimato es a la vez síntoma y causa de su poder: ha causado o contribuido a la mayoría de las crisis a las que ahora nos enfrentamos: aumento de la desigualdad; pobreza infantil galopante; una pandemia de las <<enfermedades de la desesperación>>; deslocalización industrial y erosión de la recaudación fiscal; la lenta degradación de la sanidad, la educación y otros servicios públicos; deterioro de las infraestructuras; retroceso democrático; el crac financiero de 2008; el ascenso al poder de demagogos, como Viktor Orbán, Narendra Modi, Donald Trump, Boris Johnson, Jair Bolsonaro, crisis ecológicas y desastres medioambientales. 

Nos enfrentamos a estos desafíos como si estuvieran ocurriendo de forma aislada. Las crisis se suceden, pero no comprendemos sus raíces comunes. No logramos reconocer que todos estos desastres surgen o se van agravando por la misma ideología cogerente, una ideología que tiene, o al menos tenía, un nombre. 

Neoliberalismo. ¿Sabes lo que es?

El neoliberalismo se ha vuelto tan omnipresente que ya ni siquiera lo reconocemos como una ideología. Lo vemos como una especie de <<ley natural>>, como la selección natural darwiniana, la termodinámica o incluso la gravedad: un hecho inmutable, una realidad innegociable. ¿Qué mayor poder puede haber que operar sin nombre?

Pero el neoliberalismo ni es inevitable ni es inmutable. Al contrario, fue concebido y fomentado como un instrumento deliberado para cambiar la naturaleza del poder.

Peter Hutchinson
El <<libre>> mercado

¿Qué es el neoliberalismo? Es una ideología cuya creencia central es que la competencia sería la característica que define a la humanidad. Nos dice que somos codiciosos y egoístas, pero que la codicia y el egoísmo iluminan el camino hacia la mejora de la sociedad, generando la riqueza que acabará por enriquecernos a todos. 

El neoliberalismo nos presenta como consumidores, y no tanto como ciudadanos. Pretende convencernos que la mejor forma de alcanzar nuestro bienestar no es mediante la elección política, sino mediante la elección económica, en concreto, comprando y vendiendo. Nos promete que comprando y vendiendo podemos descubrir una jerarquía meritocrática de ganadores y perdedores.

El <<mercado>>, nos asegura, determinará -si se le deja a su albedrío- quién triunfa y quién no. Quienes tenga talento y trabajen duro triunfarán, mientras que los débiles, incapaces e incompetentes fracasarán. La riqueza que generan los ganadores se filtrará hacia abajo para enriquecer al resto.

Por otra parte, los neoliberales sostienen que cuando el Estado intente cambiar los resultados sociales a través del gasto público y de los programas sociales, se recompensa el fracaso, se alimenta la dependencia y se subvenciona a los perdedores. Crea una sociedad poco emprendedora, dirigida por burócratas, que ahoga la innovación y desalienta la asunción de riesgos, Cualquier intento de interferir en la asignación de recompensas por parte del mercado -para distribuir la riqueza y mejorar la condición de los pobres mediante la acción política- impide la aparición del orden natural, en el que la iniciativa empresarial y la creatividad son recompensadas como corresponde. 

El papel de los Gobiernos, afirman los neoliberales, debe ser eliminar los obstáculos que impiden el descubrimiento de la jerarquía natural. Deben reducir los impuestos, eliminar toda regulación, privatizar los servicios públicos, restringir el derecho de protesta, disminuir el poder de los sindicatos y borrara del mapa la negociación colectiva. Deben hacer que el Estado se reduzca y debilitar la acción política. Al hacerlo, liberarán el mercado, permitiendo que los empresarios generen riqueza que mejorará la vida de todos. Una vez que el mercado se haya desembarazado de las restricciones políticas, sus beneficios se distribuirán entre todos por medio de lo que el filósofo Adam Smith llamo la <<mano invisible>>. Los ricos, afirmaba,

son conducidos por una mano invisible a realizar casi la misma distribución de las cosas necesarias para la vida que habría tenido lugar si la tierra hubiera estado repartida en porciones iguales entre todos  sus habitantes, y entonces sin pretenderlo, sin saberlo, promueven el interés de la sociedad.

Cabe decir que no ha sido exentamente así. En los últimos cuarenta años, durante los cuales el neoliberalismo ha imperado tanto ideológica como políticamente, la riqueza, lejos de filtrarse hacia abajo, se ha concentrado cada vez más en manos de quienes ya la poseían. A medida que los ricos se han vuelto más ricos, los pobres se han ido empobreciendo, y la pobreza extrema y la indigencia asolan ahora incluso los países más ricos. Y aunque el Estado haya desregulado las finanzas y otros sectores comerciales, proporcionando a sus dirigentes más libertad para actuar a su antojo, ha reafirmado su control sobre los demás ciudadanos, inmiscuyéndose cada vez más en nuestras vidas al tiempo que reprime la protesta y restringe el alcance de la democracia.

Como demostrará este libro, el neoliberalismo, incluso según sus propios parámetros, ha fracasado, y ha fracasado estrepitosamente. También ha infligido daños devastadores tanto a la sociedad como al planeta, daños de los que corremos el riesgo de no recuperarnos nunca. Sin embargo, en lo que respecta a la difusión y propagación de su visión del mundo, el neoliberalismo ha tenido un éxito asombroso.

A lo largo de los años, hemos interiorizado y reproducido los dogmas del neoliberalismo. Los ricos han terminado por creer que han obtenido su riqueza gracias a su propia iniciativa y virtud, pasando cómodamente por alto sus privilegios de nacimiento, educación, herencia, raza y clase. Los pobres también han interiorizado esta doctrina y han empezado a culparse a sí mismo de su situación. Terminan siendo vistos, tanto por sí mismos como desde fuera, como perdedores.

Así, el desempleo estructural es lo de menos: si no tienes trabajo es porque no tienes espíritu emprendedor. El prohibitivo precio de los alquileres es lo de menos: si tu tarjeta de crédito está al límite es porque eres un incompetente y un irresponsable. Que el colegio de tu hijo no tenga patio o que no tenga acceso a comida saludable es lo de menos: si tu hijo está gordo es porque eres mal padre.  

La culpa del fracaso sistémico acaba recayendo en el individuo, y absorbemos esta filosofía hasta convertirnos en nuestros propios verdugos. Quizá no sea una coincidencia que estemos asistiendo a una creciente epidemia de autolesiones y otras formas de angustia, soledad, alienación y enfermedades mentales.

Ahora todos somos neoliberales.

Karl Gustav Jung (Lo inconsciente)

Los dominantes del inconsciente colectivo

[...] El período de la Ilustración se cerró, como es sabido, con los horrores de la Revolución Francesa. Actualmente volvermos a experimentar esta rebelión de las fuerzas inconscientes, destructoras, de la psique colectiva. El efecto fue una matanza en masa. Esto era, precisamente, lo que lo inconsciente buscaba. Su posición se había reforzado antes desmesuradamente por el racionalismo de la vida moderna, que desprecia todo lo irracional; con lo cual la función de lo irracional se hundió en lo inconsciente. Pero una vez que la función se encuentra en lo inconsciente, obra desde allí devastadora e irresistiblemente, como una enfermedad incurable, cuyo foco no puede ser extirpado, porque es invisible. Tanto el individuo como el pueblo tiene entonces que vivir, a la fuerza, lo irracional; y no tiene más remedio que aplicar su más alto ideal y su mejor ingenio a dar la forma más perfecta posible a la extravagancia de lo irracional. En pequeño, lo vemos en nuestra enferma. Esta rehuía una posibilidad de vida (señora X) que le parecía irracional, para vivir esa vida misma en forma patológica, con el mayor sacrificio, en un objeto inadecuado. 

No hay otra posibilidad sino reconocer lo irracional como una función psicológica necesaria, puesto que siempre está presente, y tomar sus contenidos no como realidades concretas (esto sería un retroceso), sino como realidades psicológicas; realidades, porque son cosas activas, es decir, efectividades. Lo inconsciente colectivo es el sedimento de la experiencia universal de todos los tiempos, y, por lo tanto, una imagen del mundo que se ha formado desde hace muchos eones. En esta imagen se han inscrito a través del tiempo determinadas líneas, llamadas dominantes. Estas dominantes son las potestades, los dioses, es decir, imágenes de leyes y principios dominadores de regularidades promediadas en el curso de las representaciones seculares. Por cuanto las imágenes depositadas en el cerebro son copias relativamente fieles de los acaecimientos psíquicos, corresponden sus dominantes (es decir, sus rasgos generales, acusados por acumulación de experiencia (idéntica), a ciertos rasgos generales. Por eso es posible trasladar directamente cierta imágenes inconscientes, como conceptos intuitivos, al mundo físico; así por ejemplo, el éter, la materia sutil o anímica primitiva, que está representada, por decirlo así, en las concepciones de toda la tierra; así también la energía, esa fuerza mágica cuya intuición también está difundida universalmente.

Por su parentesco con las cosas físicas, aparecen las dominantes proyectadas con frecuencia; y, cuando las proyecciones son inconscientes, recaen sobre personas del círculo próximo y, por lo regular, en forma de depreciaciones o sublimaciones anormales, que provocan errores, disputas, misticismo y locuras de toda índole. Así se dice "uno tiene  a otro por Dios", o que "Fulano es la bestia negra de Mengano". De aquí surgen también las modernas formas del mito, es decir, fantásticos rumores, desconfianzas y prejuicios. Las dominantes del inconsciente colectivo son, por lo tanto, cosas sumamente importantes y de importante efecto, a las cuales ha de prestarle la mayor atención. Las dominantes no se han de ahogar simplemente, sino que que se han de someter a cuidadosa ponderación. Como suelen presentarse en forma de proyecciones, y las proyecciones (por el parentesco de las imágenes inconscientes con el objeto) sólo se hieren allí donde existe una ocasión externa para ello, resulta difícil su estudio. Por lo tanto,  cuando alguien proyecta la dominante "diablo" sobre un prójimo es porque este prójimo tiene algo en sí que hace posible la fijación de la dominante diabólica, Con esto no quiero decir, de ningún modo, que este hombre sea también, por decirlo así, un diablo; antes por el contrario, puede ser un hombre singularmente bueno pero incompatible con el proyecto y, por consiguiente, existe entre ambos un "efecto diabólico". Tampoco el proyectante necesita ser un diablo, aun cuando tenga que reconocer que lleva en sí lo diabólico y que ha incurrido en ello, por cuanto lo proyecta; pero no por eso es "diabólico", sino que puede ser un hombre tan correcto como el otro. La presencia de la dominante diabólica, en un caso semejante, se interpreta así: ambos hombres son incompatibles (para el presente y para el futuro próximo), por lo cual lo inconsciente los disocia y separa. 

Una de las dominantes, que se encuentra casi regularmente en el análisis de las proyecciones con contenidos colectivos inconscientes, es el "demonio mago", de efecto eminentemente inquietante. Un buen ejemplo es el Golem, de Meyrink, como también el mago tibetano en los Murciélagos de Meyrink, que desencadena mágicamente la guerra universal. Naturalmente, Meyrink no lo ha aprendido de mí, sino que lo ha formado libremente de su inconsciente, comunicando a semejante sentimiento, forma y palabra, como la enferma lo había proyectado sobre mí. La dominante mágica se presenta también en Zaratrtusta; y en Fausto es, por así decirlo, el héroe mismo. 

La imagen de este demonio es el grado más bajo y más antiguo del concepto de Dios. Es la dominante del primitivo mago o curandero de la tribu, personalidad de singulares dotes, cargada de fuerza mágica. Esta figura aparece en lo inconsciente de mi enferma muy frecuentemente con piel morena y tipo mongólico. (Advierto que estas cosas eran conocidas por mí mucho antes de que Meyrink las escribiera). 

Con el conocimiento de las dominantes del inconsciente colectivo, hemos dado un gran paso. El efecto mágico diabólico del prójimo desaparecerá tan pronto como el sentimiento inquietante quede relegado a una magnitud definitiva del inconsciente colectivo. Pero, en cambio, tenemos ahora ante nosotros un problema de en qué forma pueda el Yo entrar en tratos con este no-Yo psicológico. ¿Cabe contentarse con la comprobación de la existencia activa de las dominantes inconscientes y abandonar luego la cuestión a sí misma? 

Con esto se produciría un estado de constante disociación, una desavenencia entre la psique individual y la psique colectiva en el sujeto. Por una parte tendríamos el Yo diferenciado y moderno; por otra, una especie de cultura de negros, un estado enteramente primitivo. Con lo cual percibiríamos separado y clara lo que efectivamente sucede ahora, a saber: que la corteza de la civilización cubre una bestia de piel oscura. Semejante disociación, exige, empero, inmediata síntesis y desarrollo de lo no desarrollado. Hay que armonizar estos dos extremos. 

Benjamin Costant (La libertad de los antiguos frente a la de los modernos) Seguida de La libertad de pensamiento

SOBRE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO

«A las leyes», dice Montesquieu, «solo les corresponde castigar las acciones externas». Se trata de una verdad que parece innecesario demostrar y, sin embargo, la autoridad a menudo lo ha ignorado.

En ocasiones, dicha autoridad ha querido sojuzgar el pensamiento mismo. Las dragonnades de Luis XIV, las leyes insensatas del implacable Parlamento de Carlos II de Inglaterra, la furia de nuestro revolucionarios no tenían otro objetivo.

Otras veces, la autoridad, renunciando a esa pretensión ridícula, ocultó su renuncia bajo el disfraz de una concesión voluntaria y una tolerancia encomiable. Curioso mérito el de conceder aquello que es imposible negar y el de tolerar lo que no se conoce.

Para percibir lo absurdo de toda tentativa, por parte de la sociedad, de controlar la opinión interna de sus miembros, de controlar unas pocas palabras sobre la posibilidad y los medios de hacerlo.

La posibilidad no existe. La naturaleza ha dado al pensamiento del hombre un refugio inexpugnable. Ha creado para él un santuario impenetrable a todo poder. 

En cuanto a los medios, son siempre los mismos. Hasta tal punto es así que, al narrar lo que se hizo hace dos siglos, parece que estamos hablando de lo que ha ocurrido no hace mucho ante nuestros ojos. Y esos medios que son siempre los mismo van siempre contra su propio objetivo.

Contra la opinión muda, se pueden desplegar todos los recursos de la curiosidad inquisitorial. Es posible indagar sobre las conciencias, imponer juramento tras juramento, con la esperanza de que aquel cuya conciencia no se ha indignado ante un primer acto se rebele ante un segundo o un tercero.  Los escrúpulos pueden ser sacudidos con un rigor desmedido, al tiempo que se contempla la obediencia con una desconfianza inflexible. Es posible perseguir a los hombres orgullosos y honestos, dejando a paz de mala gana a los espíritus flexibles y complacientes. Se puede ser incapaz tanto de respetar la resistencia como creer en la sumisión. Es posible tender trampas a los ciudadanos, inventar fórmulas rebuscadas para declarar rebelde a todo un pueblo, ponerlo fuera del alcance de las leyes sin que haya hecho nada, castigarlo sin que haya cometido delitos, privarlo del derecho mismo al silencio; es posible, en fin, perseguir a los hombres hasta en los dolores de la agonía y en la hora solemne de la muerte. 

¿Qué ocurre entonces? Los hombres honestos se indignan, los débiles se degradan, todos sufren, nadie está satisfecho. Los juramentos impuestos como órdenes son una invitación a la hipocresía. Solo logran lo que es criminal lograr: afectar a la franqueza y la integridad. Exigir asentimiento es hacer que este se marchite. Apuntalar una opinión con amenazas es invitar al coraje de desafiarla; intentar conducir a alguien a la obediencia presentándole motivos seductores hace que la imparcialidad se vea obligada a ofrecer resistencia.

Veintiocho años después de todas las vejaciones inventadas por los Estuardo como salvaguardia, los Estados fueron expulsados. Un siglo después de los ataques contra los protestantes bajo Luis XIV, los protestantes contribuyeron al derrocamiento de los descendientes de dicho rey. Apenas diez años nos separan de los gobiernos revolucionarios que se decían republicanos y, por una confusión funesta pero natural, la propia denominación que ellos profanaron solo se pronuncia hoy hoy con horror. 


SOBRE LA MANIFESYACIÓN DEL PENSAMIENTO

Los hombres tienen dos formas de manifestar su pensamiento: la palabra y la escritura. 

Hubo un tiempo que la palabra parecía merecer completa vigilancia por parte de la autoridad. En efecto, si se consideraba que la palabra es el instrumento indispensable de todas las conspiraciones, la precursora necesaria de todos los crímenes, el medio de comunicación de todas las intenciones perversas, vendrá en que sería deseable circunscribir su uso, para eliminar así sus inconvenientes y conservar su utilidad.

¿Por qué, entonces, se ha renunciado a todo esfuerzo para alcanzar ese objetivo tan deseable? Porque la experiencia ha demostrado que las medidas apropiadas para conseguirlo producían males mayores que aquellos que querían remediar. Espionaje, corrupción, delaciones, calumnias, abusos de confianza, traición, sospechas entre parientes, disensiones entre amigos, enemistad entre conocidos, mentira, perjurio,  arbitrariedad: esos eran los elementos de los que se componía la acción de la autoridad sobre la palabra. Se pensó que aquello era comprar demasiado cara la ventaja de la vigilancia; además, se comprendió que significaba dar importancia a lo que no debía tenerla; que el llevar un registro de las imprudencias estas se convertían en hostilidad, que al detener al vuelo palabras fugaces, estas se veían seguidas de acciones temerarias, y que, al tiempo que se reprimía severamente los hechos que las palabras pudieran desencadenar, más valía dejar que se evaporara lo que no producía resultados. En consecuencia, con excepción de algunas raras circunstancias, de ciertas épocas claramente desastrosas o de gobiernos siniestros que no disimulaban su tiranía, la sociedad ha comenzado a hacer distinciones que permiten que su jurisdicción sobre la palabra sea más suave y más legítima. La manifestación de la opinión puede producir, en un caso concreto, un efecto tan infalible que debe ser considerada como una acción. Entonces, si esas acción es punible, la palabra debe ser castigada. Y lo mismo ocurre con la escritura. Los escritos, como la palabra,  como los movimientos más sencillo, pueden formar parte de ella si es criminal. Pero si no forman parte de ninguna acción, debe gozar, como la palabra, de completa libertad. 

Esto da respuesta, por un lado,  a quienes en nuestros tiempos ha prescrito la necesidad de que rodaran ciertas cabezas que ellos mismos señalaban, y se han justificado diciendo que, al fin y al cabo, lo único que ellos hacían era emitir opinión; y, por otro lado, da respuesta a quienes deseaban aprovechar este delirio para someter la manifestación de cualquier opinión a la jurisdicción de la autoridad. 

Si se admite la necesidad de reprimir la manifestación de opiniones, o bien que la autoridad se arrogue facultades policiales que la eximan de recurrir a la vía judicial. En el primer caso, las leyes serán burladas: nada es más fácil para una opinión que presentarse bajo formas tan variadas que ninguna ley concreta pueda alcanzarla. En el segundo caso, al autorizar al gobierno a tomar medidas enérgicas contra las opiniones, sean estas cuales fueren, se le otorga el derecho a interpretar el pensamiento y extraer conclusiones, en suma, a razonar y colocar sus razonamientos en lugar de los hechos, que son los únicos contra los que debe actuar la autoridad. ¿Qué opinión no puede atraer el castigo de su autor? Se le concede al gobierno la facultad  de obrar mal, siempre y cuando se cuide de razonar mal. Es imposible escapar de este círculo. Los hombres a quienes se confía el derecho de juzgar las opiniones son tan susceptibles como los demás de estar equivocados o corrompidos, y el poder arbitrario que se les ha concedido puede emplearse tanto contra las verdades más necesarias como contra los errores más funestos. 

Cuando no se considera más que un aspecto de las cuestiones morales y políticas, es fácil trazar un cuadro terrible del abuso de nuestras facultades. Pero cuando se contemplan estas cuestiones desde todos los puntos de vista, el cuadro de las desgracias causadas por la autoridad social al limitar tales facultades es, a mi juicio, igualmente aterrador.

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