Daniel Innerarity (Pandemocracia) Una filosofía de la crisis del coronavirus

                           

DEMOCRACIA EN TIEMPOS DE PANDEMIA

Decimos que esta crisis sanitaria podrá a prueba muchas cosas y que algunas de ellas no volverán a ser lo que eran, entre las cuales estaría la democracia. Ya se ha suscitado un intenso debate entre quienes piensan que esta crisis supondrá un revulsivo que derribará el capitalismo y quienes presagian un sistema de control que consolidará las tendencias autoritarias inscritas en eso que llamamos democracias liberales. Las medidas de excepción aprobadas podrían establecer un precedente peligroso y un recorte de libertades que sería aceptado por las poblaciones atemorizadas. Ya han surgido «coronadictaduras» como Israel y Hungría que aprovechan esta emergencia para acentuar sus perfiles iliberales. Al mismo tiempo, la larga lista de fracasos colectivos que cosechan nuestras democracias convierte en especialmente tentadoras las promesas de una eficacia a costa de las formalidades democráticas. La democracia, que ha ido sobreviviendo a los cambios de formato y a los de problemas, se encuentra en una encrucijada para la que no tiene precedentes. La supervivencia de la democracia está acondicionada a que sea capaz de actuar en los actuales entornos de complejidad, compatibilizando las expectativas de eficacia y los requerimientos de legitimidad.

El debate entre los filósofos y los científicos sociales acerca de la democracia tras el coronavirus ha tenido tonos épicos, proféticos y melancólicos; lo único que le ha faltado ha sido la modestia. Hay quien anuncia una nueva ola autoritaria, como Giorgio Agamben, Peter Sloterdijk o Naomi Klein, quien exalta la eficacia China y la presenta como un modelo seductor (Byung-Chul Han) o nos previene contra la vigilancia totalitaria de la monitorización biométrica (Yuval Noah Harari) y no podía faltar Slavoj Žižek prometiendo, una vez más, que esta sería la (definitiva) ruina del capitalismo. Pese al tono maximalista y la escasa base científica de sus predicciones, todos ellos nos ponen al menos ante tres problemas que resultan especialmente recurrentes para la democracia: el de excepción, el de la efectividad y el del cambio social.

Comencemos por el primero de los problemas, el que plantea a la democracia la lógica de la excepción. Este asunto es, desde hace tiempo, el tema preferido de Giorgio Agamben, quien la llegado a hablar ahora de «la invención de una epidemia» como disculpa para establecer un estado de excepción. Debe ser muy difícil sobrevivir al éxito de una metáfora y resistir la tentación de aplicarla a cualquier situación. Contradiciendo la evidencia de que si se proclama ahora el estado de excepción es porque no lo había antes, Agamben sostiene que «la epidemia muestra claramente que el estado de excepción se ha convertido en la condición normal de la democracia». Así que gracias a esta «virocracia» podríamos caer finalmente en la cuenta de que la lógica de la excepción es la lógica misma de la democracia... sin excepción. Algunos filósofos tendrían más lucidez si estudiaran un poco de política comparada, aunque eso despojaría de rotundidad a sus teorías. Si se confiere un poder excepcional a alguien es porque ni antes ni después lo tiene. Otro filósofo que en ocasiones prefiere una metáfora brillante a un buen argumento, Peter Sloterdijk, profetiza «el sometimiento a una dictadura médico-colectivista», de manera que «el sistema occidental se desvelará como igual de autoritario que el chino». Las emergencias decretadas por los gobiernos europeos están condicionadas a cuanto se refiere a la lucha contra el Covi-19, limitadas en el tiempo y crean nuevos delitos, tres condiciones de las que carece el excepcionalismo decretado por el gobierno de Hungría. Comparo, luego pienso.

Las situaciones de excepción no suspenden la democracia, tampoco su dimensión deliberativa y polémica. El pluralismo sigue intacto y el normal desacuerdo social continúa existiendo aunque su expresión deba estar condicionada a facilitar el objetivo prioritario de la urgencia sanitaria. Una limitación de las libertades es siempre lamentable y solo se puede justificar como medida temporal. Carl Schmitt, a quien ahora todo el mundo parece haber canonizado, era un decisionista, pero pocos advierten que entender la política como decisión implica reconocer que se ejerce en un contexto de contingencia, sin razones abrumadoras, ni siquiera en medio de las urgencias de la excepción. Contingencia significa que las decisiones son discutibles aunque se hayan modificado las condiciones que implícitamente regulan el modo de gobernar y el modo de hacer oposición.

Sería inaceptable cualquier medida presentada como si no hubiera alternativa y fuera científicamente indiscutible. Los virólogos tienen poderosos argumentos, por supuesto, pero cuando los políticos toman decisiones sobre la base de sus consejos están haciendo política, una política muy particular, por cierto, pero que no deja de tener esa dimensión de contingencia que la caracteriza también en circunstancias excepcionales. Hay distintos planteamientos acerca de cómo afrontar esta crisis, especialmente en lo que se refiere al equilibrio entre las urgencias sanitarias y los efectos económicos que puedan seguirse de las medidas adoptadas. Estar en una situación de alarma no significa renunciar al ejercicio de la razón y privarse de los beneficios de una deliberación serena y leal, así como de una coordinación entre las instituciones que no sea la sumisión a lo que decreta el mando único. La democracia, incluso en momentos de alarma, necesita contradicción y exige justificaciones. 

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