La mayor parte de los hombres echan a perder sus vidas por un altruismo exagerado y pernicioso; y hasta podría decirse que no tienen más remedio que hacerlo así. Circundados de una odiosa pobreza, de una fealdad ominosa y de una repugnante miseria, les resulta inevitable conmoverse fuertemente por todo ello. Las emociones de los hombres son mucho más fáciles de provocar que su inteligencia: y, como ya indicaba hace un tiempo en un ensayo sobre la función de la crítica, es también mucho más fácil simpatizar con el sufrimiento que con el pensamiento. No es, pues, de extrañar que los hombres, con una intención tan plausible como errónea, se dediquen muy seriamente, y con todo el sentimentalismo de que son capaces, a remediar los males que distinguen a su alrededor. Lo malo es que sus remedios, lejos de curar la enfermedad, lo único que hacen es prolongarla. Hasta el punto que, en realidad, podría decirse que tales remedios constituyen parte de la enfermedad.
Tratan, por ejemplo, de resolver el problema de la pobreza manteniendo vivo al pobre; o, cuando más, en el caso de cierta escuela progresista, divirtiéndolo.
Pero ésta no es la solución, sino antes al contrario, una agravación del problema. La única finalidad procedente debe ser la construcción de la sociedad sobre tales cimientos que la pobreza sea imposible. Por desgracia, las virtudes filantrópicas han impedido el logro de este fin. Pues, así como los propietarios más nocivos de esclavos eran aquellos que trataban con amabilidad a sus esclavos, impidiendo, de este modo, que el horror del sistema fuera detectado por aquellos que lo contemplaban, de igual manera, tal y como están las cosas actualmente en Inglaterra, las personas que hacen más daño son precisamente aquellas que tratan de hacer más beneficio; y no hace mucho que asistimos al espectáculo de quienes, luego de estudiar a fondo el problema y de saber lo que es la vida -gentes instruidas que viven en East-End-, no han temido dirigirse a la colectividad rogándole que contuviese sus impulsos altruistas de caridad, bondad, etc., alegando para ello que una caridad semejante degrada y desmoraliza: algo en lo que sin duda no les falta razón, pues la caridad da origen a un sinfín de pecados.
[...] Realmente, la verdadera personalidad del hombre será alto maravillosa cuando lleguemos a verla. Crecerá natural y espontánea, como crece la flor y el árbol. No estará en desacuerdo. Nunca argumentará ni discutirá. No se empeñará en demostrar nada. Lo sabrá todo. Y, a pesar de ello, no anhelará el conocimiento. Poseerá la sabiduría y la cordura. Su valor no se medirá con arreglo a cosas materiales. No tendrá nada; y, no obstante, lo tendrá todo, y cuanto se le arrebate continuará, sin embargo, siendo suyo, a tal extremo será rica. No estará interviniendo de continuo en los asuntos ajenos, ni exigirá a los demás que sean como ella es. Antes bien, los amará, precisamente, porque son distintos. Y, sin embargo, aunque no se entrometa en las cosas ajenas, ayudará a todo el mundo, como una cosa bella nos ayuda, sólo con ser lo que es. Sí, la personalidad del hombre será algo prodigioso, tan prodigiosa, realmente, como la personalidad de un niño.
[...] Hasta ahora, el hombre apenas ha cultivado el amor al prójimo, ni la simpatía. Simpatiza solamente con el dolor; pero esta forma de simpatía no es, desde luego, la forma más acendrada de la simpatía. Toda simpatía es bella, pero la simpatía por el sufrimiento es la forma menos bella. Impregnado de egoísmo, se halla casi al borde de lo morboso. Hay en ella un cierto elemento de temor por la propia seguridad. Tememos poder llegar a ser como el leproso o como el ciego, y que nadie cuide entonces de nuestra miseria. Aparte de eso, dicha forma de simpatía es singularmente restrictiva. Y habría que simpatizar con la plenitud de la vida y no solamente con sus restricciones y dolencias, sino con la alegría y la belleza y la fuerza y la salud y la libertad de la vida. Claro está que la más amplia simpatía es también la más difícil. Exige un mayor altruismo. Todo el mundo puede simpatizar con los sufrimientos de un amigo, pero para simpatizar con los éxitos de un amigo hace falta, realmente, una naturaleza excepcional, la naturaleza en suma, del verdadero individualista. En la violencia de la vida social presente y de la lucha por la vida, una simpatía tal es rarísima, y se encuentra demás, ahogada por esa idea inmoral de la uniformidad del tipo y el acatamiento de la regla, que, aunque predominante en todas partes, quizás en ninguna es tan abominable con el Inglaterra.
La simpatía por el dolor seguramente existirá siempre. Es uno de los instintos primarios del hombre. Los animales individualistas, esto es, los animales superiores, la comparten con nosotros. Pero hay que tener en cuanta que, mientras la simpatía por la alegría multiplica la cantidad de júbilo del mundo, la simpatía por el dolor no resta un ápice del total de sufrimiento. Podrá, a lo sumo, hacer al hombre más capaz de resistir el mal; pero el mal continuará existiendo. La simpatía o conmiseración por la tuberculosis no cura el problema, ni mucho menos, la tuberculosis; esto corresponde por entero a la ciencia. Y cuando el socialismo haya resuelto el problema de la miseria, y la ciencia el problema de la enfermedad, la esfera de los sentimientos quedará considerablemente disminuida, y las simpatías del hombre serán más sanas, espontáneas y trascendentes. Y el hombre disfrutará en la contemplación del alegre vivir de sus semejantes.
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