J. W. Goethe (Poesía y verdad)


...que el hombre sepa cómo les ha ido a los demás y, por tanto, qué le cabe esperar también a él de la vida, y que piense, sea lo que sea, que esto le sucede como hombre y no como un individuo especialmente feliz o desgraciado. Si bien estos conocimientos no sirven de mucho para impedir las desgracias, sí resultan muy útiles para adaptarse a las circunstancias, soportarlas e incluso aprender a superarlas.
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El hombre necesita de una cantidad tan interminable de circunstancias previas y concursos externos para su sola y simple existencia que, si quisiera rendir siempre el agradecimiento que le debe al Sol y a la Tierra, a Dios y a la naturaleza, a los antepasados y a sus padres, a sus amigos y compañeros, no le quedaría tiempo ni sentimiento suficiente para recibir y disfrutar de nuevos beneficios. Ciertamente, si el hombre, en su estado natural deja que toda irreflexión lo domine y sojuzgue su interior, la fría indiferencia irá ganando cada vez más terreno hasta que finalmente verá al benefactor como a un extraño, incluso a alguien en cuyo perjuicio podríamos ocasionalmente emprender alguna acción si nos fuera útil. En realidad es sólo esto lo que puede recibir el nombre de ingratitud, lo que surge de la barbarie en la que finalmente tendrá que perderse a la fuerza toda naturaleza que esté sin cultivar. Sin embargo, la aversión por el agradecimiento, el responder a un beneficio con un carácter desagradable y enojoso, es muy rara y se da únicamente en hombres notables: aquellos que, nacidos en una clase baja o sin recursos, pero dotados de grandes talentos e intuyéndolos así, tienen que abrirse camino paso a paso desde la infancia y aceptar ayuda y apoyo en todas partes, auxilios que a veces les son aguados y amargados por la misma torpeza de los benefactores, en la medida en que los bienes que reciben son terrenales, mientras que lo que ellos producen a cambio es de una naturaleza superior, de modo que se puede pensar en una compensación propiamente dicha. 

[...] En un ensayo autobiográfico se hace pertinente hablar de uno mismo. Yo, por naturaleza, soy tan poco agradecido como pueda serlo cualquier otro y, al olvidar las bondades recibidas, sentir de forma vehemente cierta tensión pasajera en una relación podía inducir fácilmente a mostrar ingratitud. 

Para salir al paso de esta tendencia, me acostumbré en primer lugar a acordarme con agrado de cómo he obtenido todo lo que poseo y de quién lo he recibido, ya sea en forma de regalo, de intercambio, de compra o por alguna otra vía. Siempre que muestro a alguien mis colecciones me he acostumbrado a recordar a las personas por cuya mediación obtuve cada pieza, e incluso jacer justicia a la circunstancia, al azar o a la ocasión más peregrina que haya podido procurarme cada uno de los objetos que aprecio y valoro. De este modo hacemos que lo que nos rodea adquiera vida; lo veamos sumido en un juego intelectual, afectivo y genérico de relaciones y mediante el recuerdo de circunstancias pasadas elevamos y enriquecemos la existencia presente. La imagen de quienes nos procuraron la posesión de los objetos aparecerá repetidas veces en nuestra imaginación y la vincularemos con un recuerdo agradable; así hacemos imposible toda muestra de ingratitud y volvemos fácil y deseable corresponder ocasionalmente con un detalle similar. Al mismo tiempo nos veremos impelidos a tomar en consideración algo que no es una mera posesión material y gustaremos de recapitular de dónde proceden y de cuándo datan nuestros bienes más preciados.

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