A veces, cuando la miraba, sentía como si toda su alma se le fuese hacia ella, extendiéndose en ondulaciones sobre el contorno de su cabeza para bajar luego en remolino a meterse en la blancura de su pecho.
Se sentaba en el suelo delante de ella y se la quedaba mirando sonriente, con las manos apoyadas en las rodillas y la frente tensa.
Emma se inclinaba hacia él, como sofocada por los vapores de una borrachera.
-¡No dejes de mirarme así, no te muevas, no digas nada! ¡Sale de tus ojos una dulzura tan grande, algo que me sienta tan bien!
Y le llamo niño.
-Di, mi niño, que quieres?
Pero no esperaba nunca la respuesta con la prisa que le entraba por buscar su boca.
El reloj estaba rematado por un pequeño Cupido de bronce que hacía carantoñas y arqueaba los brazos sosteniendo una guinalda dorada. Les hacía siempre mucha compañía, menos cuando llegaba la hora de separarse. En este momento todo les parecía serio.
Se quedaban parados uno frente al otro, repitiendo.
-¡Hasta el jueves! ¡Hasta el jueves!
Luego Emma, en un arrebato, le cogía la cabeza entre las manos y le besaba fugazmente en la frente.
-Adiós -decía.
Y se lanzaba escaleras abajo.
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