Hasta qué punto habría transformado la cultura europea semejante imposición victoriosa de la doctrina calvinista, se puede calcular por el modo que, en el más corto periodo de tiempo, el calvinismo imprimió su sello en la particular estructura de los países que se entregaron a él. Dondequiera que la Iglesia de Ginebra pudo hacer realidad su dictado religioso y moral, aunque sólo fuera por un tiempo, ha surgido dentro de la idiosincrasia nacional un tipo peculiar: el del que vive discretamente, el del ciudadano <<ejemplar>>, el del que <<sin tachas>> cumple con sus obligaciones morales y religiosas. Por todas partes, lo sensual y libre ha sido sofocado, convirtiéndose en algo metódico, dócil, y la vida ha adquirido un porte más frio. Ya desde la calle -tan poderosamente es capaz de perpetuarse una fuerte personalidad hasta en lo práctico-, se percibe aún hoy al primer vistazo en cualquier país la presencia, actual o pasada, del orden calvinista en cierto comedimiento en el modo de comportarse, en una atonía en la forma de vestir y en la actitud, e incluso en la sencillez y la falta de solemnidad de los edificios de piedra. Quebrantando en todos los aspectos el individualismo y el impetuoso derecho a la vida del individuo, reforzando en todas partes la autoridad del gobierno, el calvinismo ha creado en las naciones por él dominadas el tipo del correcto cumplidor, del que humilde y firmemente se pliega al conjunto, el tipo de funcionario perfecto, por tanto, y del hombre de la clase media ideal. Con razón, Weber, en su famoso estudio sobre el capitalismo, ha demostrado que nada ayudó tanto a preparar el fenómeno de la industrialización como la doctrina calvinista de la obediencia absoluta, pues ya en la escuela las masas son educadas de forma religiosa en la uniformidad y la mecanización. Por otro lado, la energía exterior, militar, de un Estado siempre acrecienta la organización decidida y hasta el último detalle de sus súbditos. Aquella soberbia, dura y tenaz estirpe de navegantes y colonos, rica en privaciones, que conquistó y pobló nuevos continentes, primero para Holanda y después para Inglaterra, era en su mayor parte de origen puritano. Y esa procedencia espiritual ha determinado a su vez de modo fecundo el carácter americano. Todas esas naciones deben buena parte de los éxitos de su política imperialista a la severa influencia educativa del predicador de san Pedro, originario de la Picardía.
Y, sin embargo, menuda pesadilla si Calvino, De Beze o John Knox, esos <<aguafiestas>> hubieran conquistado el mundo entero en la forma más cruda de sus primeras pretensiones. Qué sobriedad, qué uniformidad, qué falta de colorido habría dominado toda Europa. Lo que habrían bramado esos enemigos acérrimos del arte, de la alegría y de la vida en contra de la magnífica exaltación de todas las dulces profusiones de la existencia en las que el impulso lúdico del artista se manifiesta en su divina variedad. Habrían arrasado todos y cado uno de los contrastes sociales y nacionales, precisamente los que en su sensual policromía hacen de Occidente el imperio del arte, en bien de una árida monotonía, del mismo modo que con su orden terrible y exacto habrían prohibido la embriaguez de la creación. Al igual que en Ginebra castraron durante siglos todo impulso artístico y en sus primeros pasos hacía el dominio inglés aplastaron sin contemplaciones uno de los más espléndidos brotes del espíritu -el teatro de Shakespeare- al igual que destrozaron las pinturas de los viejos maestros en las iglesias e instituyeron el temor de Dios en lugar de la alegría humana, cualquier ferviente empeño que no fuera el de aproximarse sencillamente a la divinidad por medio de la devoción canonizada habría sido víctima en toda Europa de su anatema bíblico-mosaico. Qué sensación la de imaginar Europa en los siglos XVII, XVIII y XIX, sin música, sin pintores, sin teatros, sin bailes, sin la suntuosidad de su arquitectura, sin sus fiestas, sin su depurado erotismo, sin el refinamiento de su vida social. Sólo las iglesias peladas y severos sermones edificantes. Sólo disciplina, sumisión y temor de Dios. Los predicadores nos habrían prohibido el arte, esa divina luz en medio de nuestros oscuros e indistintos días de trabajo, considerada por ellos como una pecaminosa disipación, un libertinaje. Un Rembrandt se habría quedado en ayudante de molinero. Molière, en tapicero o simple empleado. Espantados, habrían quemado los voluptuosos cuadros de Rubens y tal vez a él mismo. A un Mozart, le habrían prohibido su bendito aire festivo. A Beethoven, lo habrían rebajado, haciéndole componer música para sus salmos. A Shelley, Goethe y Keats, ¿puede alguien imaginarlos con el plácet o el imprimátur de los piadosos miembros del Consistorio? ¿A Kant o Nietzsche construyendo sus sistemas de pensamiento a la sombra de la disciplina? El derroche y la audacia del espíritu artístico jamás habrían podido quedar inmortalizados en la piedra con tan memorable esplendor como lo hicieron en Versalles o en el Barroco romano. Jamás en la moda o en el baile se habrían podido desplegar los delicados efectos de color del rococó. El espíritu europeo se habría atrofiado dedicándose a la sofistería teológica, en lugar de manifestarse con creativa versatilidad, pues el mundo permanece infructuoso e improductivo, si no se impregna y no es amimado por la libertad y la alegría. Y la vida, bajo cualquier sistema rígido, se hiela siempre.
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