Peter Sloterdijk (El desprecio de las masas) Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna

Es una venganza de la historia en nosotros, los igualitaristas, que también tengamos que vérnoslas con la obligación de distinguir. Un aprendizaje obligado que no puede mantenerse al margen de la lección político-antropológica de los hombres modernos; esto es, la de vivir su desigualdad de un modo diferente. Tras la revolución constructivista, como ha quedado ya apuntado, todas las distinciones que eran objeto de descubrimiento han de ser transformadas en distinciones fabricadas. Las viejas distinciones, a las que uno antes se sometía, retroceden ante el avance de las nuevas que uno mismo produce —y que revisan a las primeras con tanta frecuencia como es posible.

El proyecto de desarrollar la masa como sujeto alcanza su estadio crítico tan pronto como sus reglas ponen de manifiesto que todas las distinciones han de ser ejecutadas como distinciones de la masa. Resulta evidente que la masa no va a realizar o dar como válidas distinciones que puedan hacerla caer en desventaja. Una vez que se arroga la completa potestad de hacer diferencias, las hace siempre y sin ambages a su favor. De ahí que excluya todo vocabulario o criterio cuyo uso deje traslucir sus posibles limitaciones; deslegitima así todos los juegos lingüísticos en los que no obtiene alguna ventaja. Rompe en pedazos todos los espejos que no aseguren que ella es la más bella del reino. Su situación normal es la de un continuo plebiscito encaminado a prolongar la huelga general contra toda arrogación superior. En este sentido puede afirmarse que el proyecto de la cultura de masas es —de un modo radicalmente antinietzscheano— nietzscheano: su máxima no es otra que la transmutación de todos los valores como transformación de toda diferencia vertical en diferencia horizontal. 

Ahora bien, dado que, como hemos visto, todas las distinciones son concebidas sobre la base de la igualdad, a la luz, por tanto, de un estado de indistinción determinado de antemano, sobre todas las distinciones modernas se cierne, en mayor o menor medida, la acuciante amenaza de la indiferencia. El culto a la diferencia imperante en la sociedad moderna actual, tal como se ha extendido del marco de la moda y la filosofía, tiene su razón de ser en que percibimos que todas las diferencias horizontales tienen derecho en tanto constituyen diferencias débiles, provisionales y construidas. Llamando poderosamente la atención, ellas salen a la luz haciendo ruido, como si ahora también para las distinciones rigiera la ley de supervivencia de los más aptos. Pero todas estas maniobras no tienen en realidad ninguna consecuencia: todos estos magníficos diseñadores y pensadores de la diferencia en ningún momento se arriesgan a hacer una distinción, abogan más bien por una patética distinción; dicho de otro modo, por ese axioma igualitario que pretende que toda distinción procede de la mssa, la cual, por su parte —en la medida que ella está compuesta de partículas homogéneas que supuestamente se toman el mismo esfuerzo a la hora de nacer—, constituye per definitionem una masa indistinta. Desde este ángulo de visión, el principio de identidad sobre el que se asentaba toda la filosofía clásica sigue existiendo de manera indiscutible, incluso consiguiendo más autoridad que toda instancia de validez: tan sólo ha cambiado su nombre y toma partido por una dimensión más secundaria, más negativa y reflexiva. Donde antes había identidad, ahora debe existir indiferencia y se expresa en realidad la indiferencia diferente. La diferencia que no hace distinciones, he aquí el título lógico que define a la masa. A partir de ahora identidad e indiferencia se entienden necesariamente como sinónimos. 

De nuevo, a la luz de las premisas aquí analizadas, ser masa significa distinguirse sin hacer distinción alguna. La indiferencia diferenciada es, así pues, el misterio formal de la masa y de su cultura, la cual organiza una zona media de alcance total. De ahí que su jerga no pueda ser otra que la propia de un individualismo aplanado. Cuando estamos seguros de que todo lo que hacemos para ser diferentes en realidad carece de sentido, podemos hacer lo que se nos antoja. "Hoy en día, la cultura marca todo con el signo de la semejanza". Sólo por esto en el transcurso del pasado medio siglo hemos pasado de ser una masa densa o molar a una bigarrada y molecular. La masa abigarrada es la que sabe hasta dónde se puede llegar... hasta el umbral de la distinción vertical. Puesto que al encontrarnos en un marco igualitario no estamos provocándonos unos a otros en términos objetivos, somos espectadores recíprocos de nuestras tentativas de hacernos interesantes, más o menos divertidos o despreciables. La cultura de masas presupone el fracaso de todo intento de hacer de uno alguien interesante, lo que significa hacerse mejor que los otros. Y esto lo hace de manera legítima, habida cuenta de que su dogma determina que sólo nos podemos distinguir de los demás bajo la condición de que nuestros modos de distinguirnos no supongan ninguna distinción real. Masa obliga.

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