Stendhal (Rojo y negro)

En las reuniones, siempre que no se hablase con ligereza de Dios, del clero, o del rey, de las altas personalidades, de los artistas protegidos por la corte  de las instituciones, y no se hicieran observaciones favorables sobre Béranger, ni sobre la prensa de la oposición, ni sobre Voltaire ni sobre Rousseau y, sobre todo, siempre que ni de lejos se hablase de política, reinaba la más absoluta de las libertades, todo el mundo podía discutir lo que le viniera en gana.

Pese al buen tono, a la corrección perfecta, al deseo de agradar y a la libertad de que en los salones se gozaba, es lo cierto que el aburrimiento se destacaba en todos los frentes. Los hombres maduros medían sus palabras y los jóvenes, temiendo dejar traslucir su pensamiento, callaban después de haber pronunciado cuatro frases buscadas sobre Rossini o sobre el tiempo que hacía.

Observó Julián que solían mantener viva la conversación dos vizcondes y cinco barones, que el marqués conoció y trató durante la emigración. Los señores en cuestión gozaban de rentas que ni bajaban de seis mil francos ni pasaban de ocho mil. Cuatro eran partidarios del Seminario y tres de la Gaceta de Francia. Uno de ellos traía preparada todos los días una anécdota sobre Château, en cuya narración prodigaba hasta el infinito el adjetivo admirable.  Julián observó que tenía cinco cruces, al paso que los demás no poseían más que tres.

A cambio de estos inconvenientes, en la antecámara hacían guardia permanentemente diez lacayos, y de cuarto en cuarto de hora se servían helados o té, aparte de que, a las doce en punto de la noche, los contertulios se sentaban a la mesa para hacer los honores a una especie de cena, rociada con champaña.

Era ésta la causa que obligaba a Julián a permanecer en el salón hasta el fin, pues ni le interesaron nunca a él, ni pudo comprender que hubiese personas a quienes interesasen los rostros de los interlocutores, sospechando que ellos mismos se burlaban de lo que estaban diciendo.

Y no era Julián el único que echaba de ver aquella asfixia moral; la respiraban todos, pero unos se consolaban engullendo helados y más helados, y otros la daban por bien empleada a truque de poder decir más tarde: «Salgo del palacio de los marqueses de la Mole, donde he sabido que Rusia...»

Uno de los aduladores dijo a Julián que no hacía seis meses que la marquesa había premiado una asiduidad de más de veinte años haciendo prefecto al pobre barón Le Bourguignon, que era subprefecto desde la Restauración. El suceso encendió el celo de todos aquellos señores que, ni antes hubiesen necesitado causas muy poderosas para enojarse, después no se hubiesen enojado por nada. Muy contadas veces se hacía a nadie objeto de desatenciones directas, pero Julián había sorprendido en dos o tres ocasiones diálogos breves, entre el marqués y su mujer, muy crueles para algunas de las personas que frecuentaban la casa. No es de extrañar: personajes tan nobles no suelen tomarse la molestia de disimular el desdén sincero que les merecen las personas que no se sientan en las carrozas del rey. Observó Julián que sólo la palabra Cruzada daba a sus rostros una expresión de mezcla de seriedad profunda y de respeto. 

En medio de tanta magnificencia y de tanto aburrimiento, Julián no mostraba interés más que al marqués. Un día oyó decir a éste que no había tenido arte ni parte en el ascenso del pobre Le Bourguignon. Su frase envolvía una atención para la marquesa, pues Julián sabía la verdad del asunto por conducto del cura Pirard. 

Una mañana el ex rector trabajaba con Julián en la biblioteca. Les embargaba el pleito eterno del vicario general Frilair contra el marqués.

—¿Es obligación aneja al cargo que desempeño comer todos los días con la señora marquesa— preguntó de pronto Julián—, o es una bondad que tiene conmigo?

—¡Es un honor insigne que te dispensan! —contestó el cura, escandalizado—. Un honor que el académico señor N. no ha logrado obtener para su sobrino el señor Tanbeau, con quince años de asiduidades.

—Ese honor es para mí la obligación más penosa de mi cargo —replicó Julián—. Mucho me fastidiaba en el seminario, pero no tanto como aquí. ¿Pero no es natural que me fastidie yo, si más de una vez he visto bostezar a la señorita Matilde, que indudablemente debe de estar muy acostumbrada a las amabilidades de los amigos de la casa? Pienso con espanto que algún día voy a dormirme... ¿Porqué no me consigue usted permiso para que pueda irme a comer a cualquier modesta posada?

El ex rector, de humilde cuna, creía que es un honor insigne sentarse a la mesa de un gran señor. Mientras trataba de inculcar este sentimiento en el alma de Julián, oyó un rumor ligero que le obligó a volver la cabeza. Julián se encontró con la señorita Matilde, que lo había oído todo. Nuestro héroe se puso colorado como una amapola, pero tuvo el consuelo de ver que aquélla le trataba con consideración.

«Éste, al menos —pensaba Matilde—, no ha nacido de rodillas... ni es tan feo como el viejo»

En la mesa, Julián nos e atrevió a mirar a la señorita Matilde, pero ésta se dignó dirigirle la palabra. Aquel día esperaban en la casa a mucha gente, y como las jóvenes de París no gustan de la conversación de las personas de edad provecta, sobre todo si visten con cierto desaliño, indicó a Julián que no se fuese. Ya antes había observado aquél que los colegas del barón Le Bourguignon tenían el honor de ser tema ordinario de las chanzonetas de la señorita Matilde, pero en el día que nos ocupa, hubiese o no afectación de su parte, es lo cierto que estuvo cruel con los fastidiosos. 

La señorita de la Mole, era el centro de un grupito que casi todas las noches se formaba a retaguardia del inmenso que rodeaba a la marquesa, que componían el marqués de Croisenois, el conde de Caylues, el vizconde de Luz y dos o tres oficiales jóvenes, amigos de Norberto o de su hermana. Todos estos señores se sentaban en un gran canapé azul. Junto al canapé, y frente a la butaca que ocupaba la encantadora Matilde, se había sentado silenciosamente Julián, en una silla bastante baja. Todos los reunidos envidiaban aquel modesto puesto. Ordinariamente, Norberto dejaba en buen lugar al secretario de su padre, dirigiéndole la palabra o nombrándoles dos o tres veces cada noche, pero en la velada que nos referimos, Matilde le preguntó qué elevación podría tener la montaña cuya cumbre sirve de emplazamiento a la ciudadela de Besançon. No pudo decir Julián si la montaña en cuestión era más o menos alta que Montmartre, y así lo confesó, porque si es cierto que reía de todo lo que en el grupito se decía, no lo es menos que se sentía incapaz de imitar la inventiva de los que lo formaban. Para él, se hablaba allí una lengua extraña que comprendía, pero que no sabía hablar.

El grupo de Matilde, había declarado aquel día la guerra más encarnizada a cuantas personas entraban en el vasto salón. Como es natural, merecieron la preferencia los amigos de la casa, por lo mismos que se les conocía mejor. Comprenderá el lector que Julián fue todo oídos, porque si mucho le interesaba el fondo de las cosas, no le agradaba menos la manera de decirlas.

—¡Ah! ¡Ya tenemos allá al señor Doscoulis!— dijo Matilde—. Ha suprimido la peluca por artículo de lujo. ¿Querrá asaltar la prefectura sentando los pies sobre el genio? La antorcha de éste brilla con esplendor en su frente calva, llena de elevados pensamientos.

—Es un hombre que conoce toda la tierra—contestó el marqués de Croisenois—. También frecuenta los salones de mi tío el cardenal. Cultiva durante años enteros una mentira distinta con cada uno de sus amigos, y cuenta que sobre doscientos a trescientos. No hay quien le gane a alimentar la mistad: es su especialidad. Ahí donde ustedes le ven, más de una vez se le ha visto sentado a la puerta de la casa de uno de sus amigos a las siete de la mañana, en pleno invierno. Periódicamente regaña con éstos, para darse el gustazo de escribirles siete u ocho cartas con motivo de las diferencias: se reconcilia luego, y la reconciliación le da pie para escribir otras tantas epístolas rebosantes de cariño y pródigas en frases tiernas. No hay que culparle; inspira las cartas la expansión franca y sincera del hombre honrado, en cuyo corazón no caben los resentimientos. Sobre todo, siente la necesidad de expansionarse en esta forma cuando desea pedir algo. Uno de los vicarios generales de mi tío está graciosísimo cuando narra la historia de nuestro hombre a partir de la Restauración.

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