Lev Tolstói (La revolución interior) Antología, ensayo y epílogo de Stefan Zweig

Stefan Zweig
Ningún hombre y ningún libro han contribuido tanto a la radicalización de Rusia como el radicalismo del pensamiento de Tolstói, nadie ha alentado tanto a sus compatriotas a no retroceder ante la osadía. Pese a todas las divergencias internas, habría merecido un monumento en la Plaza Roja, pues así como Rousseau fue el precursor de la Revolución francesa, Tolstói (probablemente muy en contra de su voluntad, al igual que aquel otro individualista supremo) ha sido el germen y el auténtico precursor de la Revolución Rusa. El auténtico precursor de la revolución mundial del proletariado.

Lo curioso, sin embargo, es que su doctrina ha influenciado al mismo tiempo a otros tantos millones de personas en el sentido exactamente opuesto. Mientras los rusos adoptaban el radicalismo de Tolstói, Gandhi, hinduista y apasionado lector del ruso, adoptó en la India el apostolado del cristianismo primitivo y la tesis de la non-résistance y organizó por primera vez la técnica de la resistencia pasiva seguido por tres millones de seres humanos. En su lucha empleó las mismas armas incruentas que Tolstói reconocía como las únicas admisibles: el rechazo de la industria, la autosuficiencia económica y la conquista de la independencia moral y política mediante la limitación de las necesidades externas. Millones de personas —unas en la revolución activa de Rusia y otras en la pasiva de la India— se apropiaron, por tanto, de las ideas de este revolucionario conservador o de este reaccionario insurrecto, y consiguieron llevarlas a la práctica —si bien en un sentido que su creador habría negado y rechazado—.

Pero las ideas carecen de dirección. Sólo cuando el tiempo las captura se dejan orientar como una vela a merced del viento. Las ideas no son más que fuerzas motoras, vectores de movimiento que ignoran la meta a la que conducirá el impulso y la emoción que las origina. No importa cuántas de ellas puedan ser discutibles. Las ideas de Tolstói han permitido que la historia mundial contemporánea madure en el sentido más amplio y, por ello, podemos afirmar que sus escritos teóricos, pese a las contradicciones internas, figuran con pleno derecho entre los bienes sociales y espirituales más importantes de nuestro tiempo, y que aún hoy en día tienen mucho que ofrecer a cualquier individuo. Quien luche por el pacifismo y la compresión pacífica entre los seres humanos no encontrará un arsenal tan fecundo y sistemático ni mejores armas contra la guerra. Quien rechace en su interior la costumbre, tan frecuente en nuestros días, de endiosar al Estado como único guía supuestamente legítimo de nuestro pensamiento y de nuestro esfuerzo, quien se niegue a padecer el letal sacrificio de uno mismo que exige esta idolatría, se encontrará maravillosamente fortalecido por este fuoruscito* y hallará razones frente a toda patriotería. Cualquier hombre de Estado, cualquier sociólogo descubrirá en la crítica fundamental de Tolstói a nuestro tiempo un saber proféticamente anticipado; cualquier artista se sentirá estimulado por la acción ejemplar de este escritor inmenso que sometió su alma al tormento con el fin de pensar en beneficio de la humanidad y de luchar contra la injusticia sobre la tierra mediante la fuerza de sus palabras. Siempre es alentador comprobar que el artista eminente es, a la vez, un ejemplo ético, un hombre que, en lugar de imponer el dominio que brinda sus propia fama, se convierte en servidor de la humanidad y, en su lucha por el verdadero ethos, se somete a una sola de entre todas las autoridades sobre la tierra: su propia e incorruptible conciencia.

*Aquel que deber exiliarse de la patria por motivos religiosos o políticos.


Lev Tolstói
Nuestra vida está en permanente contradicción con todo cuanto sabemos y consideramos necesario y obligatorio.  Esta contradicción se encuentra por todas partes: en la vida económica, en la vida política y en las relaciones internacionales. Es como si hubiésemos olvidado lo que sabemos y apartado provisionalmente cuanto creemos justo, haciendo lo contrario de lo que nos piden nuestra razón y nuestro sentido común.

En nuestras relaciones económicas, sociales e internacionales, por ejemplo, continuamos guiándonos por los principios que eran buenos para los hombres de hace tres mil y cinco mil años, y que se hallan en contradicción directa tanto con nuestra conciencia como con las condiciones de la vida actual.

En la Antigüedad, sin ir más lejos, el hombre vivía tranquilo en una sociedad que dividía a la humanidad en amos y esclavos, puesto que creían que esa jerarquía la establecía el mismo Dios y que, por tanto, era inevitable. Pero ¿es posible mantener tal división en nuestros tiempos?

En aquella época, los hombres creían que quienes descendiesen del noble linaje de Jafet habían nacido con el derecho de gozar en detrimento de los viles hijos de Cam, a los que hacían sufrir de generación en generación. También nuestros sabios ancestros, Platón y Aristóteles, los educadores de la humanidad, justificaban la esclavitud y trataban de demostrar su legitimidad, e incluso hace sólo tres siglos aquellos que imaginaron la sociedad del futuro no pudieron representársela sin esclavos. Desde la Antigüedad hasta más allá de la Edad Media, por tanto, se ha creído que los hombres no eran iguales, que únicamente los persas y los griegos o los romanos tenían derechos, pero nosotros, por descontado, no podemos mantener esta opinión, y aquellos que, en nuestra época, trabajan en defensa de la aristocracia y del patriotismo, no pueden creer lo que afirman.

Cualquiera que sean las ideas y el grado de instrucción de un hombre de nuestra época, éste sabe que los demás tienen el mismo derechos a la vida y a los goces de este mundo que él, que no existen hombres mejores o peores, que son todos iguales. Sin embargo, todos ven a su alrededor la división en dos castas, la que sufre y la que goza y, voluntariamente o no, toman parte en la continuidad de aquellos dos estratos que su conciencia condena.

Ya sea señor o esclavo, el hombre de hoy no puede dejar de experimentar esa contradicción constante, aguda, entre su conciencia y la realidad, ni ser ajeno a los sufrimientos que de ella resultan.

La masa trabajadora, la gran mayoría de los hombres, que soporta la pena y las privaciones sin fin y sin razón que absorben toda la vida, sufre aún más con la contradicción flagrante entre lo que es y lo que debería ser, según que ellos mismos profesan y lo que profesan los que les redujeron a ese estado.

Saben, de hecho, que son esclavos y que, como tales, se hallan condenados a la miseria y a las tinieblas sólo para el placer de la minoría. Lo saben y así lo dicen. Y esta conciencia no sólo acrecienta su sufrimiento, sino que se convierte en su principal causa.

El esclavo antiguo sabía que era esclavo por orden de la naturaleza, mientras que nuestro obrero, sintiéndose también esclavo, sabe que no debería serlo, y por ese motivo sufre el suplicio de Tándalo, que desea y no obtiene no solamente lo que podría concedérsele, sino ni siquiera lo que se le debe.

* Lev Tolstói (Contra aquellos que nos gobiernan)

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