Luciano Concheiro (Contra el tiempo) Filosofía práctica del instante

¿Qué sucede cuando el imperativo de la aceleración golpea de lleno al quehacer político y, particularmente, a los sistemas democráticoS? Como Willian E. Scheuerman ha argumentado, el pensamiento democrático contiene ciertos presupuestos temporales implícitos: sus principios sobre la toma de decisiones y la creación de leyes dependen de que se tenga una cantidad considerable de tiempo y requieren de cierta lentitud. La deliberación y el debate, los dos fundamentos operativos de la democracia desde la Antigüedad, son procesos lentos. Si se ejerce una presión temporal sobre ellos, simplemente estallan. Su lógica les imposibilita ir al ritmo veloz que hoy se les exige. 

En un mundo en el que se privilegia la velocidad y la agilidad sobre lo pausado y lo meditativo, ciertos procesos que son clave para el buen funcionamiento de cualquier democracia peligran. El poder que sufre las peores alteraciones al ser acelerado es el poder legislativo. Carl Schmitt, a mediados del siglo XX, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo: «Los procedimientos legislativos se vuelven más rápidos y más circunscritos, el camino hacia el cumplimiento de la regulación legal más corto y la porción de jurisprudencia más pequeña». Las legislaturas transmutan en una fábrica de leyes que busca solucionar problemas inmediatos: se producen leyes a velocidades inauditas, queriendo seguir la pauta de los eventos cotidianos. Para retomar las palabras del propio Schmitt, legalizar se motoriza.

Con la aceleración, la adaptabilidad de las leyes deja de operar. La velocidad de la sucesión de los eventos y de las transformaciones sociales, tecnológicas y económicas hace que las leyes caduquen prontamente. A menudo los legisladores no entienden el mundo sobre el cual tienen que operar. Los cambios los rebasan: pretenden crear normas sobre una realidad que ya es otra, que cambia mientras buscan reglamentarla. Presionados por la realidad misma, no hay tiempo para debatir, estudiar o deliberar. Se crean normas de emergencia, no suturadas, pensadas para responder a la contingencia. Empiezan a proliferar los vacíos legales puesto que las leyes existentes corresponden a una realidad pasada. 

Frente a lo pausado de la liberación, la lógica de la aceleración privilegia la toma de decisiones de golpe. Cuando se llega al limite de velocidad de los procesos legislativos, se recurre a los decretos del poder ejecutivo. No es extraño que exista una tendencia mundial hacia la proliferación de gobiernos que se articulan alrededor de un ejecutivo unitario y enérgico, de individuos carismáticos que prometen eficacia antes que cualquier otra cosa. Algo está claro: si lo que se quiere es ahorrar tiempo en la capacidad de acción, el punto culminante es un poder que recaiga sobre un individuo, el cual puede responder velozmente y sin necesidad de consultar la toma de decisiones, de deliberar o de llegar a un consenso —todo lo cual requiere de tiempo.

Avanza así una forma de gobernar arraigada en el imperio de la discrecionalidad. Las normas y leyes traen una esclerosis al sistema, que precisa una capacidad de respuesta expedita. Debido a la exigencia de velocidad, buena parte de los acuerdos comienzan a tener que hacerse entre las élites debajo de la mesa, como si se estuviera en un estado de excepción permanente (o, en palabras de Giorgo Agamben, «en un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo»). Deliberar o discutir en público una decisión resulta una pérdida de tiempo incosteable.

Es evidente que el mandato de la velocidad es, en efecto, el mandato de la fuerza. Laurence Boisson de Chazourne afirma que «la emergencia no produce leyes porque las leyes emanan de procesos políticos normales». Al respecto, Paul Virilio escribió: «Pienso que esta idea es esencial. La ley del más rápido es el origen de la ley del más fuerte. En el presente, las leyes están bajo un estado de emergencia permanente.» La velocidad conlleva una acumulación de poder. El más rápido es el más poderoso, y cuanto más poder se tiene, más rápido se puede ser. Es, por tanto, una espiral que inevitablemente propicia la concentración del poder.

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