Una vez establecida con firmeza, el Estado consideró que esta institución de la educación universal podía tener muchos usos. Hacer más dóciles a los jóvenes, tanto para bien como para mal. Mejora los modales y reduce la delincuencia; facilita la acción común orientada a la concreción de fines públicos; y consigue que la comunidad responda mejor a las directrices que recibe de un determinado centro de poder. Sin ella no puede existir la democracia, salvo como entidad formal huera. Sin embargo, la democracia, según la conciben los políticos, es una forma de gobierno, es decir, un método para lograr que la gente haga lo que sus dirigentes desean que haga sin dejar en ningún momento de tener la impresión de no estar realizando sino sus propios deseos. Por consiguiente, la educación estatal ha terminado adquiriendo un cierto sesgo. Enseña a los jóvenes (hasta donde le es dado hacerlo) a respetar las instituciones existentes, a rehuir toda crítica fundamental de los poderes fácticos en activo y a mirar con recelo y desdén a las naciones extranjeras. Incremente, asimismo, la solidaridad nacional a expensas tanto del internacionalismo como del desarrollo individual. Los perjuicios que puedan causarse a la evolución personal proceden de un indebido énfasis en el valor de la autoridad. Se estimula más el cultivo de las emociones colectivas que el de las individuales, y se reprime con toda severidad cualquier discrepancia con las creencias dominantes. Se desea establecer la uniformidad, puesto que esta resulta muy conveniente para el administrador, que se desentiende del hecho de que únicamente pueda lograrse mediante la atrofia mental. Tan grandes son los males que de todo esto se derivan que puede uno preguntarse seriamente si, hasta la fecha y considerada en su conjunto, el balance de la educación universal ha sido más positivo que negativo o viceversa.
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