Bertrand Russell (Ensayos impopulares)

El temor colectivo estimula el instinto del rebaño, y tiende a producir ferocidad hacia los que no son considerados miembros del rebaño. Así sucedió en la Revolución Francesa, cuando el miedo a los ejércitos extranjeros produjo el reino del terror. El gobierno soviético habría sido menos feroz si hubiese encontrado menos hostilidad en sus primeros años. El miedo engendra impulsos de crueldad, y, por lo tanto, provoca las creencias supersticiosas que parecen justificar la crueldad. No se puede confiar en que un hombre, una muchedumbre o una nación obren humanamente o piensen cuerdamente bajo la influencia de un gran temor. Y por eso los cobardes son más propensos a la superstición. Cuando digo esto, pienso en los hombres que son valientes en todos los sentidos, y no sólo en el de arrostrar la muerte. Muchos hombres tienen el arrojo de morir heroicamente, pero no tendrían la bravura de decir, a aun de pensar, que la causa por la que se les pide que mueran es indigna de ellos. La deshonra es, para muchos hombres, más dolorosa que la muerte; éste es uno de los motivos de que, en tiempos de excitación colectiva, tan pocos hombres se arriesguen a disentir de la opinión prevaleciente. Ningún cartaginés negó a Moloch, porque hacerlo habría exigido más valor que el necesario para correr el peligro de muerte en el combate.

Pero nos estamos poniendo demasiado solemnes. Las supersticiones no son siempre negras y crueles; a  menudo añaden alegría a la vida. En una ocasión recibí una comunicación del dios Osiris, dándome su número de teléfono; él vivía, en esa época, en un suburbio de Boston. Aunque no me incorporé a sus adoradores, su carta de causó placer. Frecuentemente he recibido cartas de hombres que se anuncian como el Mesías y me instan a no dejar de mencionar ese importante hecho en mis disertaciones. Durante la prohibición en Estados Unidos, había una secta que sostenía que el servicio de la comunión tendría que ser celebrado con whiski, no con vino, este dogma les dio derecho legal a un suministro de licor alcohólico, y la secta creció rápidamente. Existe en Inglaterra una secta que afirma que los ingleses son las diez tribus perdidas; y hay otra secta más estricta que afirma que los ingleses son solamente las tribus de Efraím y Manassh. Cada vez que encuentro a un miembro de cualquiera de estas dos sectas, me confieso adherente de la otra, de lo que surgen muchas y agradables discusiones. También me gustan los hombres que estudian la Gran Pirámide con vistas a descifrar su sabiduría mística. Muchos grandes libros han sido escritos sobre este tema, y algunos me fueron obsequiados por sus autores. Es un hecho curioso que la Gran Pirámide prodiga siempre la historia del mundo con exactitud hasta la fecha de la publicación del libro en cuestión, pero después de tal fecha se vuelve menos digna de crédito. Por lo general, el autor espera, para muy pronto, guerras en Egipto, seguidas de Armagedón y de advenimientos del Anticristo, pero hasta la fecha existen tantas personas que han sido reconocidas como el Anticristo que el lector, sin quererlo, es inducido al escepticismo.

Admiro especialmente a cierta profetisa que vivía junto a un lago, en la parte septentrional del estado de Nueva York, hacia el año 1820. Anunció a sus numerosos discípulos que poseía el pode de caminar sobre el agua y que se proponía demostrar a las once en punto de cierta mañana. A la hora indicada, los fieles se reunieron por millares a la orilla del lago. Y ella les habló, diciendo: <<¿Estáis todos plenamente convencidos de que puedo caminar sobre el agua?>>. A una, todos respondieron: <<Lo estamos>>. <<En este caso -anunció ella-, no hay necesidad de que lo haga>>. Y todos se volvieron a sus hogares, sumamente edificados. 

Quizá el mundo perdería parte de su interés y variedad si tales creencias fuesen completamente reemplazadas por la fría ciencia. Quizá podamos permitirnos alegrarnos por los abecedaristas, así llamados porque habiendo rechazado todo conocimiento profano, consideran perverso enseñar el abecé. Y podemos regocijarnos con el asombro del jesuita sudamericano que se preguntó cómo podía el gusano haber viajado, después del Diluvio, desde el monte Ararat al Perú, viaje que su extrema lentitud de locomoción hacía casi increíble. Un hombre sabio gozará con las cosas buenas, de las que existe abundante provisión, y encontrará una abundante dieta de disparates intelectuales, en nuestra época, como en cualquier otra.

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