Hoy hay dos paradigmas que se oponen de forma más o menos clara al paradigma de lo elemental: los designaré como paradigma de la diferencia y paradigma de la indiferencia.
El primero corresponde a una reactivación del culturalismo en un sentido amplio, al principio bajo la influencia de la toma de la palabra y de las iniciativas surgidas después de la descolonización. El universalismo, a veces, es considerado la máscara de la dominación occidental. El pensamiento de la diferencia tiene raíces en el seno de la misma tradición occidental, pero durante las últimas décadas ha encontrado en los trabajos de muchos investigadores nuevas expresiones, al frente de las cuales está Clifford Geertz (1973, The Interpretation of Cultures, Basic). Así, la idea hermenéutica de la cultura como un texto que el etnólogo intenta describir en una perspectiva de acuerdo con la cual toda cultura es un hecho singular. Toda referencia al paradigma de lo elemental parece así excluida y toda ambición estrictamente antropológica queda también comprometida.
[...] Uno de los efectos más perversos de la globalización es una deriva del pensamiento universal hacia una concepción estadística y cuantitativa de las sociedades humanas. La globalización se acomoda perfectamente al paradigma de la diferencia, en la medida en que este concierne esencialmente al sector de la comunicación, la circulación y el consumo, y en que se constata cada día que, desmintiendo la visión de Fukuyama, los regímenes políticamente y/o religiosamente totalitarios forman parte de este mundo global, de la misma manera que las democracias. La invención del término «glocal» corresponde a una combinación de o global y los particularismos locales, en materia, por ejemplo, de política o de religión. Este aspecto de las cosas puede incluso ser débilmente teorizada y difundida bajo la expresión «respecto a las diferencias«. Ahora bien, el paradigma de la diferencia, al sustancializar las culturas, tiende a ignorar o a negar la diferencia y la autonomía de los individuos. Se entiende por «cultura» un conjunto relativamente coherente de representaciones y de principios que guían la organización de las relaciones entre individuos en una colectividad.
[...] Por otro lado, sabemos bien que, desde su nacimiento, el individuo necesita de las relaciones con otras personas para existir, construirse y afirmar su identidad. Mauss señalaba que nunca ha existido un ser humano que no tenga un sentido de si individualidad espiritual y corporal, pero hay muchos sistemas sociales que tienden a reducir la autonomía de la consciencia individual. Este es el caso en las sociedades estudiadas por la primera etnología, que prescriben las relaciones, o en las sociedades totalitarias y, de forma más general, en todas las sociedades cuya esfera pública tiende a invadir la esfera privada. Las estrategia de los regímenes totalitarios más extremos siempre ha sido la de aislar al individuo interviniendo en su vida privada para separarlo de sus relaciones más íntimas. En términos políticos, podríamos decir que el reto de la vida democrática es garantizar la libertad (individual) sin perder el sentido (social). Dicho de otro modo, conjugar las tres dimensiones de lo humano: la dimensión individual, la dimensión cultural (social y relacional) y la dimensión genérica. Hoy en día, en un mundo saturado de imágenes y mensajes, la prioridad es deshacer las ilusiones de evidencia, no ser dependientes de los objetos que el hombre ha creado y que los hombres explotan. No reducir al individuo a consumidor y no hacer de los personajes creados por el mundo mediático global la encarnación de la libertad. Mantener la exigencia de una mirada crítica sobre nuestra historia en pleno devenir.
Es verdad que las extensiones propuestas a la acción humana mediante innovaciones tecnológicas, por ejemplo las electrónicas, simplifican y complican a la vez la observación de los individuos cuyos cuerpos ocupan y prolongan. Incluso los que protestan, cuando hacen oír sus voces, son prisioneros de un mundo de imágenes creado por la expansión prodigiosa de los medios de comunicación y de la comunicación en general. En apenas algunas décadas, nuestro entorno más familiar ha sido trasformado. Las categorías de la sensación, de la percepción y de la imaginación se han visto gravemente alteradas por estas innovaciones y por el poder del aparato industrial que las difunde.
El cuerpo se equipa: lo drogamos, lo dopamos cada vez de forma más eficaz. Pronto se intentará el aumento de su rendimiento gracias a la nanotecnología e insertando microprocesadores en su interior, forma gloriosa de los trasplantes electrónicos. De todas formas, la paradoja de este cuerpo triunfante es que ya no es el cuerpo de nadie, se le escapa a aquel que se creía dueño del mismo, prisionero de las técnicas o de las sustancias que lo empujan más allá de todo rendimiento humano, como lo es el prisionero con un vabrazalete electrónico vigilado telemáticamente. En cuanto a las reducciones de la ficción que penetran lo real, el principio provocan asombro, luego la duda y al final el miedo de una desposesión del hombre por parte de las técnicas inventadas por él mismo. El miedo del aprendiz de brujo sigue estando presente, aún más si cabe porque las aplicaciones de las tecnologías capaces de crear cuerpos invulnerables y eficaces son prioritariamente de cariz militar. En el momento en que las máquinas de guerra empiezan a reemplazar a las personas (pensemos en los drones), el cuerpo humano aspira a la invulnerabilidad y al poder de las máquinas. No es razonable pensar que un día los robots puedan convertirse en personas, pero es más fácil imaginar el recorrido a la inversa y temer que las personas se transformen en robots; ya hay precedentes en la historia, incluso en ausencia de la intervención tecnológica.
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