Sorbona ocupada. Gran anfiteatro.
20 de mayo de 1968.
Al viejo le tiemblan las manos y está casi ciego. No importa. Siguen siendo él. El único de su generación capaz de comprender algo. Y de seguir apostando a vida o muerte. Fuerza en estado puro. Pasión de comprender. Y deseo de inteligencia al cualquier precio. Al precio de errar también. Si fuera preciso. Por supuesto. La huelga general campea en Francia desde hace una semana.
—Tiene la palabra el camarada Jena-Paul Sartre.
Medio siglo después, contemplo, en las fotos, a ese hombre prematuramente viejo, que tantas veces ha cargado sobre sus espaldas con la responsabilidad irrenunciable de la dignidad humana. Pequeño y encogido en su asiento de la tribuna del Grand Amphi de la Sorbona, ese teatro de la solemnidad, del cual él se ha burlado con más pertinancia y mayor acidez que nadie. Y en ese 20 de mayo, él está aquí. Y los chicos lo escuchan, con un silencio, con una atención que ninguna otra presencia hubiera podido imponer en este indescriptible maremágnum que es la Sorbona desde hace exactamente seis días. Parece tímido y como fascinado: él, cuya altives llegó hasta a despreciar un Nobel. Luego comienza a hablar. La timidez se esfuma. Desaparece el hombrecillo del galán desgastado, el arrugado rostro, la apariencia mínima. Y un instante de grandeza humana, intemporal, infinitamente inteligente, se apodera de la sala. La voz, ronca como papel de lija, tiene un poder hipnótico al cual es imposible sustraerse. Sartre es el último ejemplar, en este siglo, de una especie en extinción: el intelectual militante. El último maestro universal, también. «cualquier otro era sólo un imtelectualoide, Sartre era Sartre», anotará, fascinado, Alain Geismar.
Atiborrándose de anfetaminas que acabarían por minar su salud y dejarlo ciego, Sartre, disparado en el frenesí de una máquina de pensar sin freno, redacta, a final de los cincuenta, Crítica de la razón dialéctica. Beauvoir nos ha dejado la imagen desmedida del escritor que se abandona, más allá de todo cálculo razonable, al frenesí del texto: «No trabaja como de costumbre con pausas, tachaduras, rompiendo páginas y volviendo a comenzarlas. Durante horas seguidas, arremetía de folio en folio sin releer lo escrito, como enganchado por ideas que su pluma, aun a todo golpe, no conseguía atrapar. Para mantener el impulso, le oía masticar comprimidos de corydrane al ritmo de un tubo diario. Al terminar el día, estaba extenuado; una vez que su atención se relajaba, tenía gestos vacilantes y trabucaba con frecuencia palabras».
[...] Sartre —aquel que proclamó haber concebido muy pronto hacia la burguesía «un odio que sólo se extinguirá conmigo—es nosotros. Porque ninguna cosa es más importante que el odio racional, compartido e irreductible. Nada hay de extraño, pues, si al hablar de él acaba uno, al fin, por hablar de nosotros mismos. Porque del Sartre, en cuya lúcida defensa de la libertad humana supimos nuestra vida real intolerable, hemos tomado, tal vez, la única cosa impecable de nuestras biografías: la apología de la subversión moral, el empeño innegociable de hacer visible el mundo, el rechazo de cualquier complicidad con lo que mandan. Es una de esas deudas que uno no acaba de pagar nunca. «La única forma de aprender es cuestionar. Es también la única forma de llegar a ser un hombre. Un hombre no es nada si no cuestiona. Pero también ha de ser fiel a algo. Un intelectual es, para mí, eso: alguien que es fiel a un conjunto político y social, pero que no deja jamás de cuestionarlo. Puede suceder, por supuesto, con frecuencia que haya una contradicción entre su fidelidad y su cuestionamiento, pero eso es una buena cosa, es una contradicción fructífera. Donde hay fidelidad sin cuestionamiento nada funciona: se ha dejado de ser un hombre libre».
El pensar, como acto moral intransigente, fue su apuesta teórica esencial: resistencia metafísica, proyecto en la historia. «Nunca fuimos tan libres que bajo la ocupación alemana —escribía, así, en 1946, en unos de sus textos políticos más bellos—. Habíamos perdido todos nuestros derechos y ante todo el de hablar, éramos diariamente insultados a la cara y teníamos que callar; éramos deportados en masa, como trabajadores, como judíos, como prisioneros políticos; por todas partes, sobre las paredes, en los periódicos, sobre las pantallas, encontrábamos ese inmundo rostro que de nosotros mismos querían ofrecernos nuestros opresores. A causa de ello éramos libres. Pensar es resistir, o bien no es nada. Nadie que haya degustado ese placer podrá olvidarlo nunca: la libertad es decir no. Puesto que el veneno fascista se deslizaba hasta nuestro pensamiento, cada pensamiento justo era una conquista, puesto que una policía todopoderosa trataba de forzarnos al silencio, cada palabra resultaba tan preciosa como una declaración de principios, puesto que estábamos maniatados, cada gesto nuestro tenía el peso de un compromiso».
Era más que un manifiesto político. Era la descripción precisa del único modo éticamente tolerable de estar vivo. Y no era nada difícil reconocerse en el bello rigor de esa propuesta filosófica: libertad, resistencia, capacidad de negación en suma, aun en las más duras constricciones —sobre todo en ellas—, es rechazo de lo impuesto. Interrogación suspensora, también, de toda certidumbre.
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