Stefan Zweig (Montaigne)

LA DEFENSA DE LA CIUDADELA

En toda la obra de Montaigne he encontrado una única fórmula, una única afirmación categórica, siempre repetida: <<La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo>>. Ni una posición, ni los privilegios de la sangre o del talento hacen la nobleza del hombre, sino el grado en que consigue preservar su personalidad y vivir su propia vida. Por eso, el arte más elevado entre todos es el de la conversión de uno mismo: <<Entre las artes liberales, empecemos por el arte que nos hace libres>>, y nadie lo ha ejercitado mejor que él. Por un lado parece una aspiración muy modesta, pues a primera vista nada sería más natural que el hombre se sintiera inclinado a <<conducir él mismo su vida siguiendo su disposición natural>>. Pero, bien mirado, ¿hay algo más difícil en realidad? Para ser libre hay que carecer de deudas y lazos y, sin embargo, estamos atados al Estado, a la comunidad, a la familia; nuestros pensamientos están sometidos a la lengua que hablamos. El hombre aislado, completamente libre, es un fantasma. Es imposible vivir en el vacío. Consciente o incoscientemente, somos por educación esclavos de las costumbres, de la religión, de las ideologías; respiramos el aire de la época.
Es imposible librarse de doto ello. Lo sabe muy bien Montaigne, un hombre que durante toda su vida cumplió con sus deberes para con el Estado, la familia y la sociedad, que permaneció fiel, al menos exteriormente, a la religión y observó los buenos modales. Lo único que quiere Montaigne para sí es encontrar la frontera. No debemos darnos, sólo debemos  prestarnos. Hay que <<reservar para uno mismo la libertad del alma y no hipotecarla salvo en contadas ocasiones, cuando lo creemos oportuno>>. No hay necesidad de alejarnos del mundo, de recluirnos en una celda. Pero debemos hacer una distinción: <<Podemos amar esto o lo otro, pero no podemos casarnos sino con nosotros mismos>>. Montaigne no rechaza todo lo que debemos a las pasiones o a la codicia. Al contrario, nos aconseja disfrutar todo lo posible, pues es un hombre de acá, que no conoces limitaciones: al que le gusta la política, debe dedicarse a la política; el que ama los libros, debe leer; el que ama la caza, debe cazar; quien ama la casa, las tierras y los bienes, el dinero y las cosas, debe consagrarse a ellos. Pero para él lo más importante es que uno debe tomar tanto como le apetezca, pero no dejarse tomar por las cosas: <<En la casa, en el estudio, en la caza y en cualquier otro ejercicio, hemos de entregarnos hasta los últimos límites del placer, y evitar comprometernos más allá, donde el dolor empieza a intervenir>>. No hay que dejarse llevar por el sentimiento del deber, por la pasión o por la ambición más allá de donde uno quería y quiere ir, hay que comprobar sin descanso el valor de las cosas, no sobrevalorarlas, y acabar cuando acaba el placer. No convertirse en esclavo, ser libre. 
Pero Montaigne no prescribe reglas. Sólo pone un ejemplo, el suyo, de cómo trata de liberarse de todo lo que lo refrena, lo molesta o lo limita. Se puede intentar escribir una lista:

Liberarse de la vanidad y del orgullo, que es tal vez lo más difícil.
liberarse del miedo y de la esperanza,
de las convicciones y los partidos,
de las ambiciones y toda forma de codicia,
vivir libre, como la propia imagen reflejada en el espejo,
del dinero y de toda clase de afán de concupiscencia,
de la familia y del entorno,

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