Toni Montesinos (Melancolía y suicidios literarios) De Aristóteles a Alejandra Pizarnik

Se trata de un dolor que agrada, de un placer que duele...

Según los estudios suiciodiológicos, los escritores son de diez a veinte veces más propensos que otras personas a sufrir enfermedades maniacodepresivas, lo que les puede conducir a menudo al suicidio. El asunto se vuelve más perentorio si el escribiente cultiva la poesía, género que deja aflorar como ningún otro las complejas impresiones que pueden provocar la tristeza, la soledad o el dolor intensos. Otra especialista en medicina, Isabel Cristina Pires, en su ponencia <<Dolencia afectiva y creatividad>>, donde estudia el elevado número de suicidios entre escritores y pintores lusos -Unamuno dejó dicho: <<Portugal es un pueblo de suicidas>>-, no hace sino corroborar la sospecha de que las vivencias angustiosas se reflejan en muchas manifestaciones artísticas, y se fija, asimismo, en algo que parece paradójico:

¿Es la creatividad una reconstrucción de la realidad en la que el creador escoge libremente las piezas de su puzle, exigiendo para ello plena integridad del pensamiento, o por el contrario, el pensamiento psicopatológico está empobrecido y perturbado por la dolencia mental, haciendo evidente la asociación entre patología mental y creatividad? ¿Será verdadero el viejo mito de que el artista es un loco? Pero cuando hablamos de dolencia mental, ¿a qué nos estamos refiriendo? ¿Y de qué manera podrá influir esa patología en la creación artística?

A tantas incertidumbres sobre el gesto suicida, y parafraseando a William Schakespeare, se añaden preguntas, preguntas, preguntas. Todas sin respuesta objetiva a no ser que confiemos en la observación médica de que los escritores tienen una mayor dolencia efectivo-depresiva, sobre todo bipolar, así como una tendencia mayor a la melancolía e incluso al alcoholismo. Y es que, en ciertas ocasiones, el instinto de matarse subyace de modo innato: <<El suicida nace muerto a la vida, con esa muerte trágica esperándole en alguna parte de su rutina, aguardándole paciente y silenciosa como una loba para llevarse lo que es suyo>>, escribe Andrés Trapiello en un artículo sobre el suicidio de una joven escultora enamorada de Juan Ramón Jiménez.

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Realmente, tras una vida que el melancólico no puede ver sino como un fracaso, pues la tristeza la corroe entera, y también la obra que llegue a crear, no hay consuelo en el supuesto de que decida dejar el mundo por propia voluntad, ya que el hombre ha superado el refugio de una trascendencia religiosa. Ni tan sólo la música, antaño una medicina predilecta para sanar a los melancólicos, sirve para tal consuelo, pues, por supuesto, la música misma se ha hecho melancólica, por lo que ahora el escritor triste y el músico triste -toda la música lo es, dice Schubert- se reconocen en un ámbito común, expresando de dos formas diferentes. Lo musical ha dejado de pertenecer a los dios; la existencia superior se ha destruido; el cielo es el reflejo del suelo, inundado de soledad; la vida, y con ella toda la muerte, se ha hecho terrenal, lo que incide en el caldo de cultivo para que se dé el contumaz aburrimiento que era tan peligroso a juicio de Burton, ese tedio de vivir -la expresión es una de las facultades de los suicidólogos actuales para nombrar el estado emocional del presuicida- que habría sido considerado un motivo suficiente para quitarse la vida a ojos de David Hume y Paul Henri Thiry, barón de Holbach (con contraste, como se verá enseguida, con Immanuel Kant). Es la indiferencia, el aburrimiento de un Lord Byron que, en su diario, decía que <<se aburría tanto que ni siquiera tenía ganas de pegarse un tiro>>, de las Memorias de ultratumba de un Chateaubriand moderadamente ansioso por morir, pero estático, existiendo por inercia: <<[...] no sé aprovechar ningún golpe de suerte: no me intereso por nada de lo que interesa a los demás [...] Me habría cansado por igual de la gloria y del genio, del trabajo y del tiempo de ocio, de la felicidad y del infortunio. Todo me aburre>>.

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