La prohibición de viajar
«Todas las desgracias de los hombres provienen de no saber quedarse quietos en su habitación», decía Pascal. Y proseguía: «De ahí que los hombres les guste tanto el ruido y el movimiento, de ahí viene que la prisión sea un suplicio tan terrible. De ahí viene que el placer de la soledad sea una cosa tan incomprensible». Se le podría replicar que todas las desgracias en los años por venir provendrán, probablemente, de no querer salir más de su habitación. Lo que los amenazará entonces será menos el virus que la inacción, menos el riesgo de caer enfermo que morir de aburrimiento. Por mucho que le pese a Pascal, la diversión es esencial, la trivialidad vital, el viaje indispensable, y sin estor entreactos que interrumpen lo cotidiano, la existencia se asemejaría a una penitencia: entre la meditación sobre la miseria del hombre sin Dios y la distracción hay un tercer término que Pascal, hombre del Antiguo Régimen, no podía concebir: la acción y el trabajo.
Dos palabras caracterizan nuestra situación actual: el impedimento y la complicación. ¿Por qué hacerlo simple cuando se puede hacer complicado? Lo que era fácil se ha convertido en complejo y lo que era difícil se ha convertido en casi imposible. Beber un café en el avión o en una terraza requería, hasta hace poco, un certificado; comprar una barra de pan, una mascarilla; hacer las compras largas filas de espera como en la URSS de la Guerra Fría. Viajar al extranjero siempre significa encontrarse con una montaña de obstáculos si no se está en regla, por no hablar de la obtención de un pasaporte. Los flujos de viajeros están sometidos a condiciones drásticas que cesan de agravarse. El ámbito de lo prohibido se ha ampliado hasta un punto inconcebible y no se aprecia una vuelta atrás. Sin olvidar los formularios online, los justificantes, los tests obligatorios, los innombrables códigos QR. El COVI-19 no habrá sido más que una etapa en el aumento del control de la vida cotidiana y del desplazamiento de las personas. Hagamos lo que hagamos, algo siempre está mal. A lo largo de dos años, Francia habrá manifestado un auténtico genio tragicómico para desarrollar un dédalo burocrático de prohibiciones, restricciones, permisos restringidos y obstáculos facultativos con un lujo de léxico, una inventiva para que las jergas que hará las delicias de los lingüistas. No ha sido la única en este delirio, y pocas naciones se han librado de la pesadilla administrativa, sobre China, que la ha llevado hasta un punto de abominación único. Pese a todo, no hemos caído en una dictadura, como lo han proclamado con demasiada rapidez algunos espíritus desorientados: hemos sufrido los tumbos de una improvisación embarullada y, en este ámbito, las democracias han demostrado, a pesar de todo, su flexibilidad y su superioridad sobre las autocracias. Pero se ha tenido la prueba de que los ciudadanos consentían el sacrificio de ciertas libertades a favor de su seguridad. Frente a esta situación, solo hay una salida razonable: quedarse en casa. Siempre habrá mil motivos para evitar a hombres y mujeres a esconderse en una agujero bajo la tutela bienhechora del Estado: las diez plagas de Egipto caen sobre una humanidad demasiado temerosa en el norte, demasiado desprovista en el sur. Abrir la puerta se convertirá en un acto altamente peligroso: es toda la ambigüedad de la cerradura que hace girar para entrar en casa o que se cierra con doble llave para no dejar que penetre el exterior. La ampliación desmesurada del espacio doméstico se corresponde con el encogimiento del espacio público. Habrá que limitar entonces nuestras posesiones, nuestras ambiciones, nuestros desplazamientos: el hombre del futuro será el hombre disminuido, el cual irá a la par de la relidad aumentada por lo virtual. Existir será restar. El primer confinamiento tenía la novedad de lo inédito, casi pintoresco en su brutalidad. Prometía ser breve. Los siguientes han adquirido la apariencia de profecía autocumplida. ¿Será ese el rostro de nuestro futuro? ¿Moldearían el mundo de mañana? ¿Censura, distancia, desconfianza, aumento de la reglamentaciones.
Desde hace más de dos años somos «Platón en bata» (Levinas a propósito de Oblómov), disertando sobre la eficacia de las vacunas, la «conspiración» de los grandes laboratorios, las mentiras de nuestros gobernantes, los peligros de la vida colectiva. Hay cierta dulzura en el internamiento e incluso un placer en la vida restringida, que nos recuerda, como veremos, la larga tradición del monaquismo occidental; la celda del monje más las redes sociales. Esta voluptuosidad del cascarón se nos aparece adornada con las virtudes de la resistencia al cambio climático, a la inseguridad, a los peligros del mundo. La vida en el interior en lugar de la vida interior. De ahora en adelante es imperativo mantener la inmovilidad del vegetal para no exponerse o producir una huella de carbono demasiado grande. La Tierra se vuelve de nuevo inmensa, es decir, prohibida. El mundo se encierra, recorrer el mundo con la mochila y en autostop se convierte a partir de ahora en una utopía. El confinamiento supuso el encogimiento del espacio y la dilatación del tiempo. El posconfinamiento es lo contrario: las distancias aumentan de forma exponencial. Atravesar las fronteras constituye todavía una hazaña, una carrera de obstáculos agotadora. El prójimo se ha vuelto lejano y lo lejano inaccesible.
Las tres ces: la caverna, la celda, el cuarto
Al escribir el mito de la caverna, Platón estableció un decorado mental que no deja de obsesionar a la conciencia occidental. Unos hombres están encadenados en una caverna, el rostro bloqueado frente a un muro sin poder girar la cabeza. No ven más que los reflejos de una hoguera encendida detrás de ellos sobre una altura y las sombras de otros hombres que pasean por un camino. Los prisioneros toman estas sombras por la única realidad y las consideran más reales que la claridad de la que provienen. Si se obligara mediante la fuerza a contemplar la luz a uno de esos cautivos, a conocer la verdad, se sentiría deslumbrado e «incluso ciego» y querría regresar urgentemente a la caverna para recuperar la calmante penumbra. Solo los más atrevidos, los más audaces, son capaces de alejarse de las ilusiones de la caverna y contemplar el cielo estrellado, el sol, los astros. Pero ya no podrán volver a descender después entre el pueblo de los cautivos, compartir sus errores y acostumbrarse de nuevo a la oscuridad. Para Sócrates, que expone este mito a Glauco, la caverna es una figuración del mundo sensible, propenso al error, mientras que el cielo encarna el mundo inteligible del bien y lo bello. Quien pasa de la contemplación divina a las cosas despreciablemente humanas tendrá muchas dificultades para disertar con los seres groseros que son la presa de la falsedad. Sócrates deduce de ello que los prisioneros de la caverna tienen necesidad de ser educados para poder elevarse poco a poco al conocimiento y a la contemplación de las ideas puras. El pequeño número de elegidos que han visto lo verdadero y bueno deben volver a descender entre los cautivos para enseñarles la virtud. Estos seres elegidos son los filósofos que regresan a la «morada común» para iluminar a sus conciudadanos. La humanidad vive en el claroscuro y solo la filosofía puede convertirla a la luz, que es la morada del ser.
Esta alegoría no solo es la base de la filosofía europea y su idealismo; nos interesa por la riqueza simbólica. ¿Cómo no ver que el mito se ha invertido? Porque entretanto hemos habilitado nuestras cavernas con todos los instrumentos del confort moderno. Hemos hecho de la clausura no el lugar de la tinieblas, sino al contrario, el de la protección y la salud. La caverna es ahora la esfera auténtica, mientras que el mundo exterior y sus reflejos, en oleadas continuas en nuestras pantallas, ponen de manifiesto la violencia y el salvajismo. Desde el siglo XVIII, en Europa, la vida privada se ha convertido en el santuario en el que se construye el hombre moderno, disfruta de sus seres cercanos y de su familia y decide sobre su destino. Ya no oponemos el mundo de los fenómenos , perecederos, al de las esencias inmutables, sino el espacio público al espacio privado. Cada época tiene una concepción diferente de la circulación del uno al otro, pero ese ir y venir sigue siendo fundamental. Para vivir en el mundo, el hombre debe tener un espacio en el que refugiarse, descansar, protegerse. De manera f¡dramática, Enmanuel Kant, tal vez porque vivía en una época de gran inseguridad, escribió: «La casa, el domicilio es el único escudo contra el horror de la nada, de la noche y del origen oscuro: encierra en sus muros todo lo que la humanidad ha recogido pacientemente en los siglos de los siglos (...) Su libertad se amplifica en lo estable y en lo cerrado y no en lo abierto y en el infinito. Estar en casa es reconocer la lentitud de la vida y el placer de la meditación inmóvil (...) La identidad del hombre es, por lo tanto, el que no tiene hogar ni lugar, y por tanto no tiene ni fe ni ley, condensa en él toda la angustia del vagabundo».
* Bruckner, Pascal (La tiranía de la penitencia) Ensayo sobre el ...