Del mismo modo, la obsesión por la salud tiende a ver como un problema médico cada instante de la vida en lugar de permitirnos una agradable despreocupación. Esto se traduce por la anexión al campo terapéutico de todo lo que hasta ahora era competencia del campo del saber vivir; rituales y placeres colectivos se convierten en inquietudes, estimados en función de su utilidad o de su nocividad. Los alimentos, por ejemplo, ya no se dividen entre buenos y malos, sino entre sanos y perjudiciales. Lo correcto prima sobre lo sabroso, lo moderado sobre lo irregular. La mesa ya no es solamente al altar de la suculencia, un momento para compartir e intercambiar, sino un mostrador de farmacia donde pensamos minuciosamente las grasas y las calorías, donde masticamos de manera concienzuda alimentos que ya no son otra cosa que medicamentos. Hay que beber vino, pero no por gusto, sino para mejorar la flexibilidad de las arterias; comer pan con cereales para acelerar el tránsito intestinal, etcétera. La paradoja es que el país donde más éxito tiene esta obsesión higiénica, Estados Unidos, en también el país <<del mal comer>> y de la obesidad galopante. Pero lo importante ya no es vivir plenamente el tiempo que nos ha sido concedido, sino aguantar lo más posible: la noción de longevidad ha sustituido a la de etapas de la vida.
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