Camilo J. Cela Conde - Francisco J. Ayala (Humanos. ¿o no?)

¿Cómo surgen los códigos morales? La respuesta inmediata es, como ya se ha dicho, que son producto de la evolución cultural, un modo de evolución humano distintivo que supera el cambio evolutivo biológico porque es más rápido y porque puede ser dirigido. La evolución de los códigos morales se basa en la herencia cultural, que es lamarckiana en lugar de mendeliana (se transmiten las características adquiridas). Como consecuencia más importante, la herencia cultural no depende de la herencia biológica —de padres a hijos—, sino que se difunde también de manera lateral y sin límite biológico alguno. Una mutación cultural, una invención (piénsese en la computadora portátil, en el teléfono celular o en la música rock), puede extenderse a millones y millones de personas en menos de una generación. 

Desde tiempos inmemoriales, las sociedades humanas han ido creando y cambiado los códigos morales. Algunos han tenido éxito se han difundido de forma extensa por la humanidad, como los Diez Mandamientos, aunque sin impedir que otros códigos distintos sigan persistiendo en sociedades particulares. Los sistemas morales que existen actualmente en la humanidad son aquellos que han sobrevivido durante la evolución cultural; muchos de los sistemas morales del pasado se extinguieron porque fueron reemplazados o porque las sociedades que los sostenían se extinguieron. Los que conservamos hoy se propagaron por razones que podrían ser difíciles de comprender pero que, con seguridad, debieron incluir la percepción por parte de los individuos de que eran beneficiosos, al menos en la medida en que promovían la estabilidad social y el éxito o, al menos, alejaban el peligro del castigo divino. Verdad es que la aceptación de algunos preceptos se ve reforzada en muchas sociedades por la autoridad civil (por ejemplo, aquellos que matan o cometen adulterio serán castigados) y por las creencias religiosas (Dios vigila e irás al infierno si te portas mal). Pero sabemos de sobra que los sistemas legales y políticos, a la vez que los sistemas de creencias, son también resultado de la evolución cultural (Waddington, 1960; Dobzhansky, 1962,1967).

Las normas de moralidad, tal como existen en cualquier sociedad o cultura humana en particular, se consideran universales dentro de esa cultura. Sin embargo, de la misma forma que los demás elementos de cualquier otro patrimonio cultural, están en un continuo cambio que es, a menudo, muy rápido; puede darse dentro de una sola generación. Por ejemplo, las sociedades occidentales han sufrido en tiempos recientes una evolución profunda en las consideraciones morales de distintos comportamientos: fumar, que era antes una conducta extendida, se considera ahora —cada vez más— un tanto inmoral porque perjudica no sólo la salud propia sino también la de los fumadores pasivos. Y otros comportamientos, como el divorcio y la homoxesualidad, se han convertido en normalmente correctos para una amplia mayoría, pasando a ser una mera cuestión de estilo de vida.

La cuestión más interesante en el contexto en el que nos movemos no es sin embargo la del contenido de los códigos morales y sus cambios históricos. La primera y más básica pregunta sería la de por qué contamos con el moral sense. Y si una simple alusión a los instintos sociales bastaría para explicar la conducta altruista —luego volveremos sobre ese asunto, no tan obvio como parece—, lo que resulta en verdad difícil de explicar es el origen evolutivo del juicio ético. 

Desarrollando la propuesta de Darwin, cabe sostener que los seres humanos somos seres morales por naturaleza, en el sentido de seres capaces de realizar juicios éticos, porque nuestra constitución biológica lleva a que poseamos las tres condiciones necesarias para que se dé ese tipo de comportamientos: (i) la capacidad de anticipar las consecuencias de las propias acciones; (ii) la capacidad de llevar a cabo juicios de valor; (iii) la capacidad de elegir entre posibles acciones alternativas.

Anticipar las consecuencias de las propias acciones es la más básica de las tres condiciones requeridas para el comportamiento ético. Sólo si se puede prever que al apretar el gatillo se disparará la bala que, a su vez, herirá o matará a alguien tendrá sentido calificar de acción moral reprochable la de quien dispara. Apretar un gatillo no es en sí misma una acción moral; adquiere el carácter moral cuando somos conscientes de sus consecuencias relevantes. 

La posibilidad de anticipar las consecuencias de las acciones propias (o ajenas) está relacionado de forma estrecha con la capacidad para establecer la conexión entre medios y fines, algo que requiere poder anticipar el futuro y formarse imágenes mentales de realidades que aún no existen o no están presentes. De hecho, el disponer de funciones mentales que permitan establecer la conexión entre medios y fines resulta ser el logro intelectual determinante para el desarrollo de la cultura humana. La selección natural promovió la capacidad de nuestros antepasados de percibir las herramientas como medios para la obtención de alimentos y, por lo tanto, apoyó su construcción y uso (aunque, como hemos visto, no de forma exclusiva para nosotros los humanos), con la consiguiente mejora de la supervivencia y la reproducción biológica. 

Laurent de Sutter (Narcocapitalismo)

El precio de la noche

El buen trabajador duerme bien: el trabajo duro del hombre simple, realizado siguiendo las reglas del arte y del orden, constituye en sí la recompensa, mucho más que su salario; aquellos que son víctimas del insomnio son los otros; los perezosos, los ociosos y los indolentes. Así lo definía un estereotipo expandido en los círculos médicos, y cuyo origen se remontaba al albor de los tiempos: el sueño es el reposo del valiente, y el tormento de aquellos cuya existencia cede al desorden, sea cual sea este. Para todos los que veían con buenos ojos el desarrollo del capitalismo industrial, esta constatación se erigía como principio: lo que hacía falta era individuos con un sueño reparador, para que pudiesen trabajar sin problemas al día siguiente. En El capital, que publicó dos años antes de que apareciera el libro de Liebrich sobre el hidrato de cloral, Karl Marx dio el nombre de «reproducción de la fuerza de trabajo» al proceso en el que el sueño desempeña un papel decisivo (el otro, que le interesaba más, era el salario) eran el precio que los capitalistas estaban dispuestos a pagar para extraer una plusvalía suficiente de todos aquellos que trabajaban para ellos durante el día; era necesario, por lo tanto, que los trabajadores también pagasen por ello. Mucho más que una mera circunstancia con la que había que arreglárselas, la noche se convertía en un elemento decisivo en la instauración del orden capitalista; se convertía en aquello que decidía su buen funcionamiento, o, al contrario, su estado de desorden. Pero la cuestión era: ¿qué noche? Tal como demostraba Marx en el pasaje del libro I de El capital, donde describía las luchas relativas a la determinación de la duración de la jornada de trabajo, la cuestión de la plusvalía obtenida por el capitalista de la fuerza de trabajo que solicitaba dependía del tiempo. Para que hubiese una  plusvalía, hacía falta que un tiempo suplementario al tiempo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo pudiese ser contabilizado; era ese tiempo «extra», como decía Marx, el que se convertía en el foco de aquello que el capitalista arrebataba al trabajador. Por tiempo «extra» se entendía el tiempo que el capitalista no pagaba, sabiendo que tenía que calcularlo de manera precisa con el fin de evitar que un exceso de tiempo «extra» no se convirtiera, por falta de un buen sueño, en un tiempo de agotamiento del trabajador. Aunque no le dedicara ni una palabra en su tratado, era la noche lo que constituía el patrón de medida del valor del trabajo: era sobre ella que el capital pretendía ejercer su imperio.

Ius nocturnis

Pero la inversión por parte de las fuerzas del orden en la noche no apareció a mediados del siglo XIX, sino que nunca, por muy lejos que retrocedamos en el tiempo, había dejado de ser presentada como un peligro cuyo único remedio era el sueño. A lo largo del siglo XVII, por ejemplo, los juristas italianos y alemanes rivalizaron en ingeniosidad en la elaboración de lo que se llamaba «ius nocturnis» (el derecho de la noche), un derecho cuyo principal objeto era intentar formalizar en qué aspectos la noche era un entorno temible. Para demostrarlo, se apoyaban sobre la semejanza existente entre los vocablos «nox» (noche) y «noxa» (daño), insinuando que existía algo, en el hecho mismo de la noche, que tendía a lo dañino o a lo nocivo. De manera general, esta visión que tenían de la noche justificaba, según ellos, un mayor castigo para cualquier acto reprensible realizado en un entorno nocturno, o, en todo caso, constituía una circunstancia agravante en cualquier delito. Este agravante podía a veces incluso justificar el asesinato del agresor, ya que este se había beneficiado del hecho de que su víctima no se hallaba vigilante debido al sueño, o bien se presuponía de manera automática la premeditación por parte del agresor. Lo más curioso, sin embargo, no era tanto esta insistencia sobre las consecuencias jurídicas del paso del día a la noche, sino cómo esta insistencia se basaba en la puesta en escena de la noche como lugar de todos los peligros, de los que convenía protegerse a todo precio. Con los juristas del «ius nocturnis»,  no asistimos a un descubrimiento jurídico del entorno nocturno, sino a su instauración como ecología del perjuicio; una ecología que, como dichos juristas no dejaban de señalar, estaba poblada por un sinfín de monstruos. Esta elevación de la noche al rango de reserva natural del espíritus maliciosos tenía ciertamente precedentes, pero la insistencia con la que esta dimensión casi maléfica era atacada dejaba adivinar que algo más estaba en juego. Y esta otra cosa consistía nada menos en la voluntad de las fuerzas del orden de controlar la noche; el deseo cada vez más firme de convertirla en un territorio que se plegase al poder soberano, al igual que el día, allí donde, anteriormente, aún se le escapaba. Durante demasiado tiempo, la noche había designado un espacio incierto, donde la fiesta y cierta idea del descanso podían sustraerse de la mirada de los jefes y de los propietarios; hacía falta, en adelante, que se reconquistase esta oscuridad. 

Política de la excitación 

Durante mucho tiempo, la vida social nocturna había permanecido dentro del ámbito privado; la que se permitían aquellos cuyas viviendas contaban con grandes salas de recepción y jardines donde circunscribir los excesos reservados a aquellos que eran invitados. La invención de la discoteca supuso una especie de respuesta proletaria al acaparamiento privado de la fiesta, una manera de restituir esta al ámbito público, lo cual implicaba siempre más invitados de los que figuraban en la lista de los dueños de la casa. Las autoridades no se equivocaron al decidir qué tipo de espacio constituían las discotecas: decidieron considerarlas «espacios públicos», es decir, espacios en los que debían aplicarse reglas específicas de seguridad y pudor. Puesto que la noche había sido domesticada, nuevas actividades debían ser permitidas, pero siempre y cuando estas no sobrepasaran el estrecho marco establecido por las fuerzas del orden: la orgía, si estaba permitida, debía permanecer dentro de esos límites. Puesto que se sabía que las primeras discotecas eran espacios de reunión dirigidos al proletariado obrero, esta voluntad de limitar los desbordamientos que se podían producir en el club era también una voluntad de limitar las razones posibles de estos desbordamientos. Junto a los generados por el alcohol, el baile y los avatares de las relaciones entre seres humanos, había que tener en cuenta aquellos que implicaban una forma política de excitación; la contaminación de las almas por las fuerzas del escándalo y su transformación en exigencia de justicia social. La discoteca, lugar donde el exceso afectaba a todos, constituía un entorno favorable para la difusión de todo tipo de afectos, que podían acabar en una pelea general por una aventura sexual como en premisas de una huelga general. Esto formaba parte de los nuevos peligros nacidos de la conquista policial de la noche: puesto que ya no era posible recurrir a los espectros de los demonios y de los espíritus malvados del más allá para asustar a los buenos durmientes, era necesario convencer a estos últimos de que esos espectros endemoniados se habían ahora materializado en nuevos cuerpos. Estos cuerpos eran los que el demógrafo Louis Chevalier, en 1958, bautizó con el nombre de «clases peligrosas», dentro de las cuales entraban las «clases trabajadoras», cuyos ingresos eran obtenidos de una fuerza de trabajo puesta al servicio de un propietario capitalista. Pese a «la seguridad y la pulcritud» de la ciudad, de las que se jactaba La Reynie, persistía la necesidad de monstruos nocturnos; la discoteca pasó a ser su zoo. 

Alejo Schapire (La traición progresista)

PLATÓN AL PAREDÓN

La Reed College, en la Costa Oeste de Estados Unidos, es considerada una de las universidades más liberales, en el sentido anglosajón.  Se distingue por haber sido uno de los establecimientos que más se movilizó contra el macartismo en los años cincuenta y por ser considerado hoy como un centro de enseñanza para las élites norteamericanas que dirigirán el país. 

En octubre de 2017, la profesora de Inglés y Humanidades Lucía Martínez Valdivia escribía en el Washington Post: 

En Redd College, Oregon, donde trabajo, un grupo de estudiantes empezó a protestar un año atrás contra el primer año obligatorio de Humanidades. Tres veces por semana, estudiantes se ubicaban en los asientos del frente del aula sosteniendo carteles —algunos muy obscenos para imprimirlos aquí— tachando el curso y a su facultad de supremacista blanca, antinegra, no abierta al diálogo y la crítica, apoyándose en que seguíamos enseñando, entre otras cosas, a Aristóteles y a Platón.

Las manifestaciones se convirtieron en una intimidación directa contra los profesores, que en muchos casos pertenecían a minorías étnicas, y prosiguieron con la toma de los micrófonos por parte de los estudiantes y, por último, el cierre de la clase.

«Posturas absolutistas y el supremo reino binario. Eres pro o anti, radical o fascista, ángel o demonio. Incluso pequeñas diferencias de opinión son tomadas y caracterizadas como fallas morales e intelectuales, inaceptables crímenes del pensamiento que cancela cualquier cosa que puedas decir», afirma Martínez Valdivia, quien se presenta como una persona gay de raza mezclada.

En este contexto, crece la hostilidad contra la libertad de expresión. «Un quinto de los estudiantes universitarios dice ahora que es aceptable usar la fuerza física para silenciar a alguien que haga declaraciones ofensivas o hirientes», según un estudio realizado por John Villasenor, investigador para The Brooking Institution y la Universidad de California y profesor en Los Ángeles.  

El informe, basado en entrevistas a 1.500 estudiantes, indica que cuatro de cada diez alumnos creen que el «discurso del odio», no está protegido por la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, lo cual es falso. Este error es compartido en partes prácticamente iguales según la afiliación política, aunque es un 2% más común entre quienes se identifican como demócratas. La verdadera grieta apareció cuando les preguntaron si estaban de acuerdo en que era aceptable que un grupo de personas irrumpieran a gritos en la charla de un invitado controvertido para que la audiencia no pudiera escucharlo. Aquí, el 62% de los demócratas se mostró a favor de esta práctica, mientras que el apoyo fue sólo del 39% entre los simpatizantes republicanos. Claramente, los roles del censor y del censurado se estaban invirtiendo. 

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El avance de la izquierda identitaria por encima del proyecto de la emancipación universalista no sólo no está cumpliendo con sus promesas de justicia social: está propiciando un enfrentamiento tribal en detrimento del «nosotros», necesario para cualquier proyecto colectivo. La concepción relativista de la humanidad como un archipiélago de identidades en pugna, sin verdades absolutas, vuelve obsoletos consensos históricos, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La corriente identitaria, que prioriza la subjetividad del grupo por encima de la razón, la emoción por encima de lo factual, busca enterrar el legado de la Ilustración, que sacó a la humanidad de las tinieblas del prejuicio y la ignorancia, impulsando el verdadero progreso. Desde mediados del siglo XVIII, el movimiento de las Luces ha tenido que enfrentarse a la tiranía política, a la Iglesia, al poder conservador que buscaba preservar un orden arbitrario y supersticioso. Hoy, la conquista de la democracia liberal, hija de la Ilustración, descubre que está siendo traicionada desde la izquierda, que, en nombre de una otredad esencializada, se pone del lado del oscurantismo religioso y del totalitarismo. La censura, el puritarismo y la intolerancia han cambiado de campo.

La apasionada tribalización identiraria nutre una polarización exacerbada por la lógica de los algoritmos y las redes sociales, donde la duda, la moderación y los razonamientos complejos se tornan imposibles. Este empobrecimiento en el debate intelectual fue perfectamente comprendido por los gobiernos autoritarios como el de Rusia, Irán o los regímenes teocráticos sunitas que utilizan en Occidente y en los idiomas locales el lenguaje de la identity politics a través de sus canales de TV, Twitter y Facebook, como no lo podrían hacer jamás en sus propios países. La disolución del nosotros en una subdivisión infinita de tribus en lucha se ha convertido en un fantástico instrumento de influencia y desestabilización contra las democracias occidentales. Es por eso que el canal estatal iraní Hispan dio un programa de TV a Pablo Iglesias en España; es por eso que RT (ex Rusia Today) fue el primero en darle un trabajo a Julian Assange (artífice de la filtración de e-mails que le permitieron a Trump ganar la elección); es por eso que Al Jazeera+ da la voz al movimiento de «descolonización» en Francia; es por eso que el Kremlin fogoneó con desinformación, en las redes sociales, tanto las reivindicaciones de Blank Lives Matter como de grupos de apoyo a los policías o supremacistas blancos, al tiempo que desalentaba a los electores negros a la hora de ir a votar.

En ningún caso, la injerencia de estos regímenes se explica por un gusto por el disenso democrático o el igualitarismo, aplastados en esos países, sino porque de este modo activan el resentimiento y generan divisiones en el seno de las democracias rivales que les exigen un respeto universal de los derechos humanos. 

Atenazada por un movimiento iliberal, entre un populismo de ultraderecha identirario en ascenso y un progresismo que traiciona sus promesas de romper cadenas, la democracia liberal está llamada a forjar también su propia identidad, asumiendo sin complejos el laicismo, la libertad de expresión y la lucha por la emancipación universalista por encima de la tentación del relativismo moral y cultural.

Schapire, Alejo (El secuestro de Occidente)

Michel Onfray (Sabiduría)

    La dulzura cínica de Luciano

Luciano de Samósata, hoy Samsat, en Turquía, es quien concibe la idea de que filosofar es en verdad burlarse de la filosofía. No burlarse en términos absolutos, todo el tiempo, haga lo que haga y diga lo que diga, sino cuando propone tareas imposibles de realizar y hace que el filósofo sea el bufón de su propia disciplina.

Parte del principio de que nadie está obligado a adoptar el modo de vida de los cínicos, los estoicos, los pirronianos o los epicúreos, sino que, una vez elegido el Cinosargo en lugar del Pórtico o el Jardín, uno debe vivir según el orden que haya escogido. Cuestión de coherencia, de congruencia y de credibilidad.

Los profesores y los investigadores, los universitarios y los doctores a quienes les encanta etiquetar y meter en cajones bien ordenados a los filósofos no lo tienen nada fácil con él. ¿Es sofista? No, puesto que no cobra. ¿Es platónico? No, puesto que no se conforma con las palabras y las bellas ideas. ¿Es aristotélico? No, puesto que en él no hay ni rastro de enciclopedia. ¿Es estoico? No, puesto que no propone tragarse un carbón ardiente sin pestañear. ¿Es epicúreo? No, puesto que no quiere ser el discípulo de una escuela, aunque sí trata de encontrar placer en las pequeñas felicidades, en las cosas sencillas y modestas que la vida a veces nos ofrece. ¿Es pitagórico? No, privarse de carnes y de habas, vestirse con lino y creer que quizás su ancestro fue un chacal es poco para él. ¿Es escéptico? No, la duda no forma parte de sus certidumbres. ¿Es cínico? No, si ello exige adherirse a los principios del Cinosargo, pero sin duda es por este lado por donde hay que buscar para encontrar el traje que mejor le sienta. 

En su vida no hay excesos al modo de Diógenes y sus discípulos: no se masturba en el ágora, no se tira pedos en público, no copula con mujeres en la calle, no trata a sus discípulos a bastonazos, no vive en un ánfora, no insulta al emperador, no exhibe un manto mugriento como signo vanidoso de su humildad, no despluma a un pollo para demostrar que Platón se equivoca al definir al hombre como un bípedo sin plumas, no pide lecciones de sabiduría al pez que se masturba, no come carne humana, no desea abandonar su cadáver a los perros y a las aves de presa.

Pero comparte con los cínicos la simple franqueza y el gusto por la verdad, el rechazo de las concesiones y la ironía desenfrenada, el humor grueso y la línea clara del moralista, no la del que da lecciones de moral, sino de quien ha sondeado el corazón de los hombres y describe la escoria que hay en él.

He aquí por qué, en qué y cómo es un filósofo. No como hombre de secta, como discípulo de un maestro o como devoto de una causa, sino como francotirador que, al modo de Diógenes y Aristipo, ha aprendido de Sócrates que la tarea del filósofo es, para emplear una expresión nietzscheana, «incomodar a los estúpidos».

No llevó una vida filosófica porque vio demasiado bien lo poco que la llevaban los filósofos oficiales... Se rio de los bellos sistemas de hermosas ideas y de grandes y generosos proyectos enseñados por gente que se las daban de filósofos pero vivían una vida en las antípodas de lo que profesaban.  Fue un espectador de los sectarios y concluyó que toda escuela es una cárcel y que la filosofía no puede ser un dogma ni un catecismo, sino un arte de reírse de los desplantes y las falsas apariencias, de los mitos y las fábulas, de las leyendas y las ficciones, de los dioses y las religiones.

Luciano nació probablemente en Siria en el siglo II después de Cristo. Toda su vida conservó un acento que lo identificaba como oriundo de esas tierras. Su familia, muy modesta, pudo ofrecerle sin embargo los medios para ascender socialmente. A los catorce años, sus padres deciden que adopte la profesión de escultor. Podrá aprender el oficio en casa de su tío materno y así ganarse rápidamente la vida. El primer día, Luciano rompe accidentalmente una placa de mármol y huye para evitar el castigo. Vuelve a casa de sus padres; su progenitor lo consuela y se va a la cama.

Sueña que dos mujeres se disputan su destino: una, la Escultura, tiene un aspecto rudo y sucio; la otra, la Educación, le parece elegante y bien vestida. A continuación se produce un intercambio de argumentos entre las dos mujeres para obtener la conformidad del hombre dormido. La Educación se muestra más convincente. Luciano entra entonces en la carrera intelectual y vuelve la espalda al destino de una profesión manual, que es el que le habían asignado.

Parte a Jonia con la intención de aprender retórica en la escuela de lo sofistas, donde se enseña el arte de hablar, un arte con el cual tanto se puede iniciar una carrera política como descubrir nuestra vocación para la filosofía. Al comienzo, las disciplinas no estaban netamente separadas.

De momento, su formación lo conduce al oficio de abogado. Tiene unos veintiocho años y no es particularmente brillante en el pretorio. Antioquía, la ciudad donde ejerce, es en esa época un importante centro cultural en el que conviven cristianos y paganos. El mundo antiguo, que aún no se sabe que pronto será caduco, convive con el nuevo, que ignora que lo será. 

Es muy probable que fuese el derecho, y no el arte de hablar, lo que no era lo suyo, pues al abandonar el oficio Luciano no deja de ejercer el magisterio de la palabra. De hecho, se convierte en conferenciante. Viaja entonces a la Galia Cisalpina y a Italia. Obtiene cierta fama y gana dinero. En la Galia, se hace con una cátedra municipal muy bien pagada en la que enseña retórica. Su arte oratoria es contenida y se inscribe en lo que se denomina «segunda sofística», un aticismo sobrio frente a los excesos del asianismo.

En Roma, según escribe en su Filosofía de Nigrino, conoce al filósofo platónico de dicho nombre. En la casa de un oculista, dice. Recordemos que la anécdota no es necesariamente cierta desde el punto de vista histórico, pero que siempre lo es desde un punto de vista alegórico y simbólico. Hay que entender de ese encuentro, que no forzosamente tuvo lugar en la residencia de un auténtico oftalmólogo, que Luciano estaba afectado por una patología metafórica que le impedía ver lo que había que ver, y que el encuentro le abrió los ojos sobre lo que había que ver y cómo había que verlo...

¿Qué produjo esa conversión? Nigrino le habló de aquello de lo que hay que liberarse para alcanzar la felicidad: los honores, el dinero, el poder, el lujo y la molicie. Le presenta Grecia como el lugar de la virtud y la vida honesta, de la coincidencia entre las palabras y los actos; en cambio, abomina de Roma, a la que describe como el lugar de los vicios, de la corrupción, de la calumnia, del orgullo, los festines, la adulación, los asesinatos y la falsa amistad. 

Luciano se instala entonces en Atenas, a la que admira por su vida intelectual. Rompe así con su antigua vida y se convierte a la filosofía. Se pasa allí unos veinte años.

En el año 165, en Olimpia, asiste al suicidio del filósofo Peregrino de Pario, Dedica un diálogo a este acontecimiento. Peregrino había decidido convertir su suicidio en un espectáculo: escogió la celebración de los Juegos Olímpicos para arrojarse a una hoguera preparada al efecto. Luciano se burla de la pretensión de convertirse en espectáculo de ese hombre que fue pagano, luego cristiano, luego cínico y luego nada, o tal vez algo vagamente emparentado con el brahmanismo. 

Onfray, Michel (El pensamiento posnazi)

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