La democracia, maravilla que no tiene ya nada que ofrecer, es, a la vez, el paraíso y la tumba de un pueblo. La vida sólo tiene sentido gracias a la democracia, pero a la democracia le falta vida. Dicha inmediata, desastre inminente, inconsistencia de un régimen al que no se adhiere uno sin enredarse en un dilema torturante.
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Desde hace siglos, el apetito de poder se ha dispersado en múltiples tiranías pequeñas y grandes que han hecho estragos aquí y allá, y parecía que ha llegado el momento en que el apetito de poder deba por fin concentrarse para culminar en una sola tiranía, expresión de esta sed que ha devorado y devora el globo, término de todos nuestros sueños de poder, coronación de todas nuestras esperas y de nuestras aberraciones. El rebaño humano disperso será reunido bajo el cuidado de un pastor despiadado, especie de monstruo planetario ante el cual las naciones se postrarán en un estupor cercano al éxtasis. Una ves arrodillado el universo, un importante capítulo de la historia será clausurado. Luego empezará la dislocación del nuevo reino, y el retorno al desorden primitivo, a la vieja anarquia; los odios y los vicios ahogados resurgirán, y, con ellos, los tiranos menores de ciclos ya muertos. Después de la gran esclavitud, una esclavitud monumental. Pero al cabo de una servidumbre monumental, los que hayan sobrevivido estarán orgullosos de su vergüenza y de su miedo, y, víctimas fuera de lo común, ensalzaran su recuero.
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<<¿Y el pueblo?>>, se preguntarán. El pensador o el historiador que emplea esta palabra sin ironía se desacredita. El <<pueblo>> se sabe ya a qué está destinado: a sufrir los acontecimientos y las fantasías de los gobernantes, prestándose a designios que lo invalidan y lo abruman. Cualquier experiencia política, por <<avanzada>> que sea, se desarrolla a su expensas, se dirige contra él: el pueblo lleva el estigma de la esclavitud por decreto divino o diabólico. Es inútil apiadarse de él: su causa no tiene apelación. Naciones e imperios se forman por su complacencia en las iniquidades de las que es objeto. No hay jefe de Estado ni conquistador que no lo desprecie, pero acepta este desprecio y vive de él. Si el pueblo dejara de ser endeble o víctima, si flaqueara ante su destino, la sociedad se desvanecería , y con ella la Historia. No seamos demasiado optimistas: nada en el pueblo permite considerar una eventualidad tan hermosa. Tal como es, representa una invitación al despotismo. Soporta sus pruebas, a veces las solicita, y sólo se rebela contra ellas para ir hacia otras nuevas, más atroces que las anteriores. Siendo la revolución su único lujo, se precipita hacia ella, no tanto para obtener algunos beneficios o mejorar su surte, como para adquirir también su derecho a la insolencia, ventaja que le consuela de sus decepciones habituales, pero que pierde tan pronto como son abolidos los privilegios del desorden. Como ningún régimen le asegura su salvación, el pueblo se amolda a todos y a ninguno. Y desde el Diluvio hasta el Juicio Final, a lo único a que puede aspirar es a cumplir honestamente con su misión de vencido.
* E.M. Cioran (En las cimas de la desesperación)
* E.M. Cioran (En las cimas de la desesperación)
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