Miquel Giménez (Cómo Sánchez destruye España)

España atraviesa una crisis inédita bajo el sanchismo. La mentira se ha convertido en norma, la división en estrategia y, el futuro nacional es rehén de intereses personales y partidistas.

CULTURA

«Cuando oigo la palabra cultura, echo mano de mi pistola». Esta terrible frase, atribuida a personajes varios como Göring o Goebbels, procede de la obra de teatro, Schlageter, escrita por otro nazi, el dramaturgo Hanns Johst. Está dedicada a un «mártir» nazi, Albert Leo Schlageter, responsable de varios actos de terrorismo en la cuenca minera del Ruhr en 1913, entonces ocupada por Francia. Lo condenaron a muerte y fue ejecutado. Uno de sus camaradas, Martin Bormann, tuvo mejor suerte: de los diez años que le cayeron cumplió solamente uno y salió para llegar a ser la eminencia parda de Hitler. «Wenn ich Kultur höre... entsichere ich meinen Browning» es la frase original, mucho más descriptiva: cuando oigo hablar de cultura, le quito el seguro a mi Browning. 

Esa actitud con respeto al hecho cultural, erradicar toda manifestación artística o intelectual que no se acomode al pensamiento totalitario del régimen, es común a las dictaduras. Si comparan ustedes, por vía de ejemplo, las pinturas aceptadas por las autoridades del Tercer Reich que se exponían como máximo honor en la «Casa del Arte del Reich» con las que en la URSS de Stalin decoraban el Kremlin, los museos o los murales verán sospechosas coincidencias. El «realismo socialista» no tenía nada que envidiar a las obras nazis en cuanto a concepción, ejecución y conceptos. Ambos regímenes también tenían la misma actitud con el teatro, la literatura, cualquier obra fruto del artista. Si servía al propósito del régimen, bien; si no, se eliminaba la obra y, frecuentemente, al autor.

Era la versión a lo bruto de lo que ahora se denomina piadosamente «cultura de la cancelación», como si la proscripción de un artista pudiera ligarse con la cultura.

Ni que decir tiene que el sanchismo, hijo de los totalitarismo marxistas, se ha cebado en esa censura cultural. Pero, siendo honestos, no es cosa de ahora. Los socialistas y la izquierda en general, ha sido siempre muy inteligentes en lo que respeta a convencer a las masas acerca de quien es y quien no es artista y que debemos considerar cultura y que no. El instrumento empleado, máxime en un país como España, ha sido siempre el de la subvención con dinero público y la propaganda a través de determinados medios de comunicación ligados al PSOE y al PCE.

Algunos suplementos pretendidamente culturales de ciertos diarios han perjudicado muchísimo a la cultura. Lo que no aparecía en ellos, no existía. Me lo dijeron hace muchos años en la vicepresidencia del Gobierno cuando mandaba Felipe González: lo que no se comunica, no existe. Por tanto, lo comunicado cobra forma real, aunque sea puro humo. No es de extrañar, por lo tanto, que la lista de ese colectivo que denomino «los abajo firmantes», siempre prestos a secundar con su nombre cualquier estupidez emanada de la izquierda, encaje perfectamente con el apoyo de las instituciones gobernadas por los zurdos, léanse contratos jugosos, presencia en televisión, honores, ditirambos e incluso en ocasiones institucionales. 

¿Qué tiene todo eso que ver con la cultura? Evidentemente, nada. Es propaganda sin más. Cuando a un creador se le enjuicia por su ideario y no por lo que crea se comete el mayor de los pecados. Pero la izquierda ha sabido, insisto, explotar muy bien esa patente de corso que la derecha, siempre blanda en estos combates intelectuales, no ha querido arrebatarle.

Así, si usted dice que Neruda es una estilista de tomo y lomo que, dejando a un lado esa siniestra condición, escribió magnífico versos lo van a poner a de chupa de dómine; lo mismo que si reivindica la poesía de Ezra Pound, porque aquí sí que le sacarán la ficha política del desgraciado poeta inglés que simpatizó con el fascismo de Mussolini. Con la polémica, artificial como todo con Sánchez, del Valle de los Caídos sucede lo mismo. Las esculturas de Ávalos realizadas para ese lugar tienen una calidad y un mérito escultórico indiscutible. Pero como las encargó Franco no valen nada. Hay que carecer de criterio artístico para ningunear la Piedad, escultura enorme que preside la entrada a la cripta de la Basílica o las colosales esculturas que representan a los cuatro arcángeles. Hay que resignificarlo todo. Pero cuando se exige que se quite la escultura de Largo Caballero —horrorosa, para mi gusto—que está delante de los Nuevos Ministerios, toda la izquierda salta como un solo hombre y ponen el grito en el cielo. Bueno, o en el comité central, que para ellos es lo mismo.

Todo esto nos lleva a concluir que la cultura para esta izquierda actual, tan partidaria del feísmo y lo grotesco, no es más que un pretexto para censurar, pata silenciar, para eliminar de nuestro campo visual aquello que no surja de sus mentes enfebrecidas. Sostengo que detrás de eso existe, además de lo espurio políticamente hablando, una incapacidad cultural de comprensión del arte. Les pondré un ejemplo. Cuando la Orquesta Sinfónica de Israel decidió finalizar el boicot a Wagner imperante en el estado judío después de treinta y cinco años, se organizó la de Dios es Cristo. Fue el gran directos de dicha orquesta Zubin Mehta quién lo decidió, anunciando por sorpresa que dirigiría un concierto con fragmentos de la ópera Tristan e Isolda. El auditorio Manna de Tel Avis se llenó hasta la bandera a pesar de las protestas, alguna incluso de un par de músicos. El directos dijo: «Ustedes me conocen y no necesito demostrar mi amor por Israel. Comprendo los sentimientos de aquellos que pasaron por los campos de concentración. Pero Israel es un país democrático. Quien no quiera escuchar a Wagner puede abandonar la sala». Ni que decir tiene que la gente lo entendió y disfrutó de la música, que no del autor, diferencia que nadie parece entender en la izquierda. 

Ese es el gran problema, diferenciar entre el creador y lo creado. Y en estos tiempos en los que el concepto artístico y cultural se ha diluido en una masa de auténtica perversión de lo bello, todavía es más complicado decidir. 

Pero esto, que debería ser una elección del individuo, molesta enormemente al sanchismo que quiere que todo sea organizadamente masificado, incluso los gustos culturales. Nada puede escapar del control del estado vigente y si hay un lugar que exija una libertad total ese es el de la cultura. Por eso se intenta comprar a sus protagonistas y sepultar a quienes manifiestan oposición. 

Ahí tienen el caso de Nacho Cano, al que difícilmente se le puede negar su talento como compositor, y que ha sido víctima de una insidiosa campaña de desprestigio con la excusa de unos becarios en su obra Malinche. El motivo real es que el músico y la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso son amigos y el primero no se ha cortado un pelo en alabar en público a la que muchos consideran la auténtica líder del PP. Bien, pues por eso se lo llevaron detenido aludiendo a esas presuntas irregularidades que luego fueron negadas por los propios supuestamente afectado. 

Cano, firme, no dudó en denunciar la persecución política en su contra que en este caso dio un paso más, la detención policial. ¿Qué distancia existe entre eso y meter en un Gulag a los intelectuales contrarios? Yo se lo diré: poquísima. 

La cultura entendida como manifestación de una sociedad de un tiempo, de un sistema de valores, de una nación, en suma, está por lo tanto en grave peligro en España. Todo el rebaño de borregos amamantados por los impuestos de los españoles se permiten obras sectarias que insultan a la mayoría de los españoles que, lógicamente, no acuden a verlas ni en cines ni en teatros. 

Que se financie con sumas elevadas films que solo irán a ver un puñado de amigos en un país donde la gente pasa auténticas necesidades es de vergüenza ajena. De entrada, la cultura debe tener mecenas y el artista ha de saber buscarse la vida para convencer a posibles espónsores. Lo de la cultura subvencionada no es más que fomentar la vagancia intelectual y el servilismo disfrazado de arte. No negaré que existen proyectos en los que el Estado puede y debe intervenir, pero esa intervención debería servir solamente como acicate para que desde la iniciativa privada pudieran sumarse otros, los grandes inversores. Cuando hablemos de los medios de comunicación verán cómo hay productoras de televisión que sin el apoyo político correspondiente deberían cerrar mañana mismo. 

Duele ver postrada a la cultura española y al borrado de tantos y tantos nombres. Cuando se proscribe a Pemán, a Foxá o al enorme Josep Pla, el más odiado escritor catalán por los separatistas siendo el mejor prosista en dicha lengua del siglo XX, uno se pregunta en manos de quien estamos.

José Carlos Rodrigo Breto (Michel Houellebecq- La erosión de lo humano)

Se acabó lo que se daba (o el fin del mundo a plazos)
 
En la primera mitad del siglo XX se produce lo que denominaríamos, o concretamente lo denomina así el escritor austriaco Stefan Zweig, la destrucción de la idea de la seguridad, la llegada de una época en la que el ser humano no se siente ya a salvo de ninguna de las maneras. Si el mundo de ayer era un lugar seguro, el mundo de hoy es un sitio muy peligroso. La sensación de inseguridad es inherente a la modernidad. Se nos apodera un miedo pavoroso y no somos capaces de encontrarnos resguardados ni en el seno de nuestro principal refugio: el hogar. Cualquier amenaza externa puede alcanzarnos, cualquier desastre afectarnos cuando menos lo esperamos.

En principio, esa maldita transición de un mundo seguro a un mundo inseguro, del mundo de ayer al mundo de hoy, vino de la mano de la quiebra que significó la Gran Guerra, es decir, la Primera Guerra Mundial, y la composición geopolítica de entreguerras, la consecuencia del conflicto que alimentó, durante veintiún años, la posibilidad del siguiente estadillo: la letal Segunda Guerra Mundial. El resultado nos arrojó a un mundo que ya nunca sería el mismo de antes porque fue allí donde dejamos de ser humanos para no volver a serlo jamás. 

Porque hay que entender las dos guerras mundiales del siglo XX tal vez como una sola contienda separada por esos años de tregua, pero en donde la batalla política, diplomática, económica, social, continuó con encono: sólo era necesario retomar las armas de nuevo. Y se retomaron. 

La idea del mundo perdido, mundo extraviado y que jamás regresará, la encontramos en El mundo de ayer, ensayo biográfico escrito por Stefan Zweig. Con la Primera Guerra Mundial se liquidó el Imperio austrohúngaro. El Antiguo Régimen, el sistema de los Imperios Centrales que entró en crisis, se caracterizaba por proporcionar al ciudadano una sólida idea de seguridad. Como el traje de un buen sastre, la idea de seguridad le sentaba de maravilla a un habitante del Imperio austrohúngaro, que vivía en la certeza de Calculandia, tranquilo, conocedor de los años de trabajo que le faltaban, el dinero que ganaría durante esos años, el montante y la fecha de su jubilación, incluso el volumen de sus ahorros... Era un traje cómodo, todoterreno, servía para cualquier ocasión. En Calculandia todo quedaba computado, porque como alguien dijo una vez: el Imperio austrohúngaro fue el mayor sistema de pesos y medidas del mundo, la exactitud milimétrica y estatalizada. La precisión matemática se acompañaba de la estabilidad, y la estabilidad era muy buena amiga de la seguridad. En Calculandia todo parecía catalogado, registrado, archivado, para tranquilidad de todos. Un cómodo traje de paseo. Pero iba a cambiar. Del traje a la mortaja.

De forma que, llegada la Gran Guerra, Calculandia se derrumbó; de repente, desapareció la vieja era, así, ¡zas!, como quien se arranca una tirita y sólo queda la cicatriz de bordes enrojecidos. Los paseantes de esa Europa central se quedaron perplejos, ya no podían dar sus caminatas vespertinas, leer la prensa  internacional al abrigo de un belvedere, mirar el horizonte y contemplar el vuelo de los pajaritos de la seguridad. incomprensible, pero ahora el traje era basto, rozaba en el cuello, molestaban las bocamangas, calaba la lluvia. Calculandia metamorfoseada en un anuncio de seguros de vida. Porque peligraba la vida. El problema radicaba en que los humanos, tan imprudentes, carecían de pólizas que garantizaran la preservación de las ideas de Dante y de Erasmo, unas ideas que se perdían a chorros por una hemorragia cuyo nombre era Marne, Somme o Verdún.

Luego, llegó un invitado molesto e inoportuno, como casi todos esos invitados que aparecen sin avisar: Hola, buenas, me llamo periodo de entreguerras. Él solito se encargó de liquidar cualquier posible esperanza de retorno al mundo seguro de ayer, a la Calculandia pasada. Extendió un alfombra roja que no era de terciopelo rojo, que era de sangre, y por ella caminó la Segunda Guerra Mundial con paso firme y dispuesta a ocupar las casas y las vidas de los europeos asustadizos: lo arrasó todo, y la civilización que surgió de ella (y que es la nuestra, la de ahora) ya nada tuvo que ver con la anterior. De Calculandia a Caoslandia: más indefensa, más desarraigada, completamente perdida la identidad de una Europa fantasma que jamás se recuperó. Todos ya, rematadamente inhumanos.

La crisis ontológica

Hay que admitirlo: de la mitad del siglo XX salimos como no humanos, sumidos en la crisis ontológica, es decir, en el no reconocimiento del ser humano por el ser humano como consecuencia de la barbarie. La crisis ontológica que se desarrolla tras la Segunda Guerra Mundial es una conmoción telúrica, terremoto existencial que sume en profundas simas a la filosofía, una agitación destructiva que brota en la sociedad y en el pensamiento occidental a causa del espanto y la catástrofe causados por el conflicto. La idea de «ser» entra en quiebra y afecta a la conciencia de identidad, que se cuestiona y deja en suspenso preguntas sobre quiénes somos, cuál es nuestro propósito en un mundo sin propósito y de qué forma, si es que existe alguna, al menos una, aunque sea sólo una, podemos entender la realidad después de semejante barbarie; preguntas que necesitan ser formuladas, y no digamos ya sus respuestas, en el caso de que pudiéramos responder. Ese es el problema ontológico: ¿existen ahora, tras el horror, respuestas a esas preguntas?

El asunto radica en que ya no sabemos qué somos, por tanto, es imposible responder cuestiones sobre lo que somos. La Segunda Guerra Mundial, el Holacausto, los bombardeos, las bombas atómicas, la magnitud del sufrimiento humano dejaron a la humanidad hundida en una catástrofe de sentido. No hay sentido posible, al menos un sentido tolerable. El optimismo que nos prometía la modernidad, ese risueño progreso técnico como un emoticon sonriente y esas luminarias de la razón y la civilización, se tornaron en el emoji de una caca con ojos; fue el gran apagón, motivado por esas mismas tecnologías que llegaron para optimizar la vida humana y resulta que se usaron de forma clave para la masacre. 

Al término de la guerra, intelectuales y pensadores (pensador, qué interesante término y cuánto se echa de menos) se asomaron al filoso abismo existencial y sintieron el mordisco del frío metafísico en sus circunvalaciones cerebrales: la noticia en primera plana en La Gaceta del Filósofo, con letras enormes y signos de admiración, era que ya no podía sostenerse la fe en lo racional ni en la tradición humanista. La crisis se extendió por toda la cultura general, infectó el arte, contaminó la literatura y apestó la vida cotidiana. Sí, nuestra vida cotidiana también enfermó. La crisis ontológica desplegó unas alas negras y aceitosas como el petróleo, que todo lo pringaban, rasgos propios de la nueva corriente de pensamiento pesimista.

El elemento primordial de la crisis es la percepción nítida de una profunda deshumanización: los campos de exterminio y la fabricación en masa de cadáveres (entraba por una puerta un ser humano y se manufacturaba de forma más eficiente posible para convertirlo en cadáver; es decir, se fabricaba la muerte, la muerte con todo su esfuerzo industrial) nos lleva a discutir la peculiaridad del ser humano. ¿Qué significa ser un ser humano, si es que ahora eso significa algo? ¿Qué valor otorgamos a la vida? ¿Qué significado o qué ha dejado de significar la vida? ¿Qué significa o ha dejado de significar la muerte? Vida y muerte se han convertido en términos relativos, porque después de Auschwitz ya no se puede escribir poesía, dijo Adorno, vale, de acuerdo, pero lo que de verdad ya no se puede escribir es la humanidad. Se quedó allí, agarrada, como la carne muy quemada pegada a una parrilla, a las paredes de las cámaras de gas con imprimaciones de azul de Prusia. 

La crisis ontológica dinamitó la razón y el progreso, esa razón y ese progreso en cuyas piedras angulares confió la civilización del siglos. Sin embargo, la primera mitad del siglo XX liquidó a ambos y nos dejó una desconfianza, un recelo, un rechazo ante cualquier atisbo de intelectualismo, de modernidad. En la línea de la evolución del ser humano, que se levanta sobre dos patas y adopta la postura bípeda, se ha producido una involución: ahora, el ser humano se ha sentado en el suelo y sabe que está más solo que la una. Ya no hay nada en lo que confiar, nada en lo que pensar; es otra característica de la crisis ontológica: el vacío existencial se extiende ante la incapacidad absoluta y total de respuesta del desconsuelo humano, lo que desemboca en una vidas automatizadas, insensibles, secas, resecas y sarmentosas.

Por eso dije que se nos enfermó la vida cotidiana, nuestra vida, y que la crisis ontológica no es un asunto de filósofos, intelectuales, pensadores o como se les quiera llamar. Al preguntarnos qué significa ser un humano tras medio siglo de infligir a los demás seres humanos el mayor de los sufrimientos posibles, se produce una respuesta definitiva en cómo las personas nos relacionamos desde entonces con nosotros mismos y, peor todavía, cómo nos relacionamos con los demás.

Llegamos a 1990. Ya hemos visto cómo el ser humano se ha convertido en una distopía, se ha convertido en el fracaso de todo lo que pudo y no quiso ser, y en este punto, en los últimos diez años del siglo, aparece Michel Houellebecq, que toma de la mano a ese despojo humano y pone en pie su literatura: en el francés, la distopía no es un sistema político corrupto, como Zamiatin, Huxley o Orwell, es el propio ser humano, el ser humano entendido como una distopía andante. Sólo queda sumergir esa distopía en sus novelas, de una forma paulatina, para transitar con ella en la dirección única e irreparable de lo poshumano.

La corrosión del último resto humano. Esa es la historia que  Michel Houellebecq nos cuenta en sus libros.


Maradije literario 1

Combina esta parte con las siguientes lecturas:

El aciago demiurgo de Emil Cioran.

Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell.

Comedia de Dante.

Utopía de Tomás Moro. 

El hombre sus atributos de Robert Musil.

El mundo de ayer de Stefan Zweig. 

Nosotros de Yevgueni Zamiatin.

1984 de George Orwell.

Un mundo feliz de Aldous Huxley.

Alexander C. Karp y Nicholas W. Zamiska (La república tecnológica) Poder duro, pensamiento débil y el futuro de Occidente

 SOLTAR EL GLOBO

En diciembre de 1976, en una reunión de la Asociación Histórica Americana celebrada en Washington D.C., Fredric L. Cheyette, profesor de Historia Medieval Europea en el Amherts College, pronunció un discurso en el que pedía el abandono de los cursos canónicos sobre civilización occidental que antaño habían sido un rito de iniciación obligatorio para los estudiantes universitarios en la enseñanza superior estadounidense. El debate sobre los cursos introductorios, a menudo llamados cariñosamente Western Civ, llevaba décadas cobrando fuerza en los campus universitarios, sobre todo tras el final de la guerra en las décadas de 1950 y 1960.

La cuestión era qué debían aprender, si es que debían aprender algo, los estudiantes de las universidades del país sobre la civilización occidental: desde la antigua Roma y Grecia, pasando por la aparición de la forma moderna del Estado-nación en Europa, hasta nuestro propio experimento en la nueva república de Estados Unidos. Más importante aún, la cuestión era si el propio concepto de civilización occidental era lo bastante coherente y sustancial como para tener un significado real en el contexto educativo. Los cursos generaron toda una subcultura de debate sobre su papel y su lugar en el campus universitario casi medio siglo, un debate que se convertiría en heraldo de la división cultural que se sigue poniendo de manifiesto hoy en día. Y la historia de su desaparición, perdida para muchas personas del Valley, sugiere las raíces de nuestra actual crisis. La cuestión no era simplemente qué se debía enseñar a los estudiantes universitarios, sino más bien cuál era el propósito de su educación, más allá del mero enriquecimiento de aquellos que tenían la suerte de asistir a la universidad adecuada. ¿Cuáles eran los valores de nuestra sociedad, más allá de la tolerancia y el respeto de los derechos de los demás? ¿Cuál era el papel de la enseñanza superior, si es que desempeñaba alguno, en la articulación de un sentimiento colectivo de identidad capaz de servir de base a un sentimiento más amplio de cohesión y de propósito compartido? Las generaciones que construirían Silicon Valley, que impulsarían la revolución informática, alcanzaron la mayoría de edad durante lo que se convertiría en un masivo replanteamiento del valor de la nación y, de hecho, del propio Occidente.

Los tradicionalistas sostenían que los estudiantes universitarios necesitan un contacto básico con pensadores y escritores como Platón y John Stuart Mill, e incluso Dante y Marx, para comprender las libertades de las que ellos mismos disfrutaban y el lugar que habitaban en el mundo. Muchos sentían un inmenso afán en aquel momento por construir una narrativa coherente a partir de un registro histórico y cultural enormemente fragmentado. Los partidarios de un plan de estudios basado en la tradición occidental argumentaban, de forma un tanto pragmática, que EE.UU. requería la construcción de un patrimonio compartido o de un sentido de identidad estadounidense entre una élite cultural que cada vez se nutría de una franja más diversa de la población. William McNeill, por ejemplo, un historiador que empezó a enseñar en la Universidad de Chicago en 1947, sostenía que la construcción de un canon unificado de textos y narrativas, cuando no de mitologías, daba a los estudiantes «un sentido de ciudadanía común y de participación en una comunidad de razón, una creencia en carreras profesionales abiertas al talento y una fe en una verdad susceptible de ser ampliada y mejorada generación tras generación». El mérito de un plan de estudios básico planteado en torno a la tradición occidental era que facilitaba y, de hecho, posibilitaba la construcción de una identidad nacional en Estados Unidos a partir de un conjunto fracturado y dispar de experiencias culturales: una especie de religión cívica, vinculada en gran medida a la verdad y a la historia a lo largo de los siglos, pero también ambiciosa en un deseo de dar coherencia y fundamento a un proyecto nacional.

Los que se oponían a los cada vez más anticuados cursos introductorios, entre ellos Cheyette en Amherst, argumentaban en contra de lo que consideraban una narrativa esencialmente ficticia sobre el arco argumental y el desarrollo de la civilización occidental, razonando que ese plan de estudios era demasiado excluyente e incompleto para imponerlo a los estudiantes. Kwame Anthony Appiah, profesor de filosofía en la Universidad de Nueva York y crítico de todo concepto de «Occidente», defendería más adelante que «forjamos una importante descripción de la democracia ateniense, la Carta Magna, la revolución copernicana, etc», llegando al cresendo de una conclusión, a pesar de las pruebas en contra, de que «la cultura occidental era, en esencia, individualista y democrática y de mentalidad libre y tolerante y progresista y racional y científica». Para Appiah y muchos otros, la forma idealizada de Occidente era una narración, quizá fascinante y convincente en ocasiones, pero una narración al fin y al cabo, impuesta, y torpemente endosada e incrustada en el registro histórico en lugar de surgir de él. 

Por supuesto, también estaba en disputa dónde estaba «Occidente», es decir, qué países incluía. Cuando Samuel Huntington publicó su ensayo «The Clash of Civilizatión» en Foreign Affairs en 1993, incluyó un mapa de Europa con una línea que William Wallace, por entonces investigador de la Universidad de Oxford, había razonado que mostraba la extensión del avance del cristianismo occidental a partir de 1500.

La mayoría de los estudioso se resistieron a lo que describieron como la «división simplista del mundo en siete, o posiblemente ocho "civilizaciones" diferenciadas» de Huntington. Pero, aunque su marco era, está claro, reduccionista —de hecho, su atractivo radica en su aparente precisión— la revuelta general contra Huntington acabaría desplazando la mayoría de los debates normativos serios sobre el papel de la cultura en la configuración de todo, desde las relaciones internacionales hasta el desarrollo económico. ¿Dónde estaban las líneas divisorias entre culturas? ¿Qué culturas estaban alienadas con el progreso de los intereses de sus miembros? ¿Y cuál debía ser el papel de la nación a la hora de articular o defender un sentido de cultura nacional? Toda esta área se convertiría en terreno vedado para los académicos que pensaban obtener la titularidad. 
 
 [...] El cuestionamiento sistemático de Occidente en la segunda mitad del siglo XX, de su historia e identidad, así como del proyecto estadounidense, de lo que era o debía ser, en todo caso, ha dejado un vacío a su paso. Tal vez se haya derribado, con razón, un régimen de conocimiento. Pero no se ha erigido nada en su lugar. Las guerras de los cánones, como se conocerían en los campos universitarios en la década de 1960 y posteriores, así como el desafío académico al propio Occidente que sucedió a continuación, representaban una lucha no solo sobre el contenido de la identidad estadounidense, sino sobre si debía existir dicho contenido.

El tenue concepto de pertenencia a la comunidad estadounidense consistía en el respeto a los derechos de los demás y un amplio compromiso con las políticas económicas neoliberales de libre comercio y el poder del mercado. El concepto más denso de pertenencia exigía una historia de lo que ha sido, es y será el proyecto estadounidense, lo que significa participar en este experimento rebelde y vivo de construcción de una república. En este país, y en muchos otros, la pertenencia a la comunidad de la nación corre el riesgo de reducirse a algo angosto e incompleto, el sentido laxo de afiliación que se deriva de compartir una lengua o una cultura popular, por ejemplo, desde el entretenimiento a los deporte o la moda. Y son muchos, los que han abogado por este retroceso. A finales de la década de 1970, toda una generación se había convertido en escéptica ante una identidad nacional más amplia o entre los proyectos compartidos. Y esa generación, que incluía a muchos de los que luego fundarían Silicon Valley y estimularían a la revolucioón informática, dirigió su atención hacia otra parte, el consumidor individual, falta de interés en promover las desventuras de un gobierno cuyo proyecto y razón de ser se había cuestionado tan profundamente. 

Mattia Ferraresi (Los demonios de la mente) Relato de una época en la que no se confía en nada, pero se cree en todo

 EL VERBO SE HA HECHO CIENCIA

«Lo dice la ciencia» es una frase que abre todas las puertas y cierra todas las conversaciones. Certifica el valor de una afirmación y descalifica preventivamente a quienes pretenden cuestionarla. «Sigue a la ciencia» es el imperativo moral que de ahí se desprende. La persona recta y en posesión de las facultades mentales básicas profesa su confianza en la ciencia y tiende a juzgar favorablemente todas las frases que empiezan por: «La ciencia dice que...». La ley de Godwin dice que en un debate en línea pierde el primero que saca en la conversación el nazismo; una hipotética ley igual y contraria podría decir que gana el primero que cita un estudio científico.

Las instituciones y los Estados se juegan una parte de su credibilidad en el grado de confianza que muestran en la ciencia. Los gobiernos serios y dignos de confianza se basan en las indicaciones de los científicos para tomar decisiones, los líderes retrógrados se tragan las trolas de charlatanes y religiosos fanáticos. Incluso el papa Francisco ha escrito una encíclica y una exhortación apostólica sobre la crisis climática (Laudato si`, 2015, y Laudate Deum, 2023) en la que afirma vigorosamente el valor indiscutible de los datos científicos y y reprende duramente a quienes niegan que el cambio climático esté producido por la actividad humana.

En el agitado mar de la incertidumbre y del escepticismo, la ciencia aparece como el puerto seguro al que conducir las propias certezas. Seguir las líneas del consenso científico garantiza un lugar en las filas de los seres racionales, desviarse de ella sanciona la exclusión de la sociedad respetable y tal vez merezca criminalización. En 2023, la Alianza de los Verdes y la Izquierda presentó una propuesta de ley en el Parlamento para introducir el delito de negacionismo climático: es improbable que se vote en el futuro inmediato, pero no cabe duda de que esta es la dirección en la que se va.

El problema es que no existe una ciencia que se preste a divisiones y posicionamientos tan claro y netos. El método científico procede por aproximaciones, prevé ambigüedades, revisiones, divergencias, continuas verificaciones y reformulaciones de las hipótesis. Los paradigmas aparentemente fijados para siempre se ven desbancados por nuevos modelos, iluminaciones parciales de los fenómenos se vinculan laboriosamente a otras observaciones, a la búsqueda constante de la replicabilidad experimental. La verifificabilidad y la falsabilidad con la base del discurso científico. No hay nada más anticientífico que la idea de un conocimiento fijo e indiscutible como un precepto divino. «Lo dice la ciencia» es una de las frases menos científicas que se puedan concebir. 

Sin embargo, esta es precisamente la expectativa que se materializa en la mente de muchos cuando se habla de ciencia. A la ciencia se le piden respuestas claras, indicaciones inequívocas sobre cómo comportarse, predicciones oraculares ciertas y un a lógica estrictamente binaria. A lo que en realidad se dirigen las personas no es a la ciencia, sino a una caricatura omnipotente y divinizada de ella: la Ciencia. La ciencia ofrece observaciones limitadas, surgidas de la modestia de quien sabe que el conocimiento del mundo es siempre imperfecto y está sujeto a revisión; La Ciencia, en cambio, dispensa verdades indiscutibles ante las que solo cabe doblar la rodilla. La ciencia verifica escrupulosamente las hipótesis, la Ciencia da órdenes perentorias. 

Por algún extraño mecanismo, la petición de indicios científicos incuestionables suele referirse a una selección limitada de fenómenos, al tiempo que tiende a excluir otros. Se espera que la virología ofrezca datos infalibles sobre los efectos de un virus, o que los climatólogos digan verdades innegociables sobre el cambio climático, pero nos abstenemos de pedir a los biólogos indicaciones sobre cómo determinar el género de una persona. El profesor Johson Varkey afirma que fue despedido de la universidad de San Antonio, Texas, en la que enseñó durante décadas, por decir a los estudiantes que los cromosomas X y Y determinan el sexo de un individuo. En el recinto de las cosas subjetivas, el dato desnudo e inexorable es intolerable, pero en otros ámbitos se busca desesperadamente, se persigue e incluso se utiliza como una maza para castigar a quienes no lo reconocen [...]

La sacralización de los hombres de ciencia y la confusión deliberada entre los datos y el dogma no es un fenómeno nuevo. Está en el origen de la filosofía conocida como «positivismo». El planteamiento positivista no se construye, como a veces se quiere hacer creer, sobre la elevación de la ciencia a criterio supremo del conocimiento y de la organización de la sociedad, sino sobre su sublimación hasta convertirse en fenómeno mágico, místico, religioso. El artífice del paso de la ciencia a la Ciencia fue el filósofo francés Auguste Comte (1798-1857), inventor moral del lema «lo dice la ciencia» e inventor del término «positivismo», tomado de positum, «lo que está puesto»: el dato [...]

Comte decía que el positivismo es «una filosofía, una religión y una política», un vasto programa que, en vez de aislar a los ámbitos de la realidad que podían ser investigados con el método científico de todos los demás ámbitos, pretendía hacer confluir el conocimiento, la moral, la economía, la metafísica y la política en un único gran calero del que surgiría un nuevo orden de cosas. La sociedad que acabaría surgiendo en la última etapa del desarrollo de la mente humana se dividiría en dos reinos, el temporal y el espiritual. El poder temporal sería confiado a los banqueros e industriales; el poder espiritual, a los sacerdotes. Desde la cúspide de la pirámide social, esta élite de científicos controlaría todos los aspectos fundamentales de la sociedad, desde la educación hasta la guía de la opinión pública. Se encargaría también de orientar a los guardianes del orden temporal, vigilando la correcta aplicación de los preceptos económicos derivados de la ciencia. Puesto que la visión positivista ciencia, religión y moralidad están vinculados, los científicos habrían de estar autorizados —más aún, obligados— a hacer respetar las leyes de la ciencia y a expulsar de la asamblea de personas civilizadas a quienes no respetaran sus preceptos. La cuestión es que para Comte la ciencia y la moral no son más que aspectos de un mismo objeto. La ciencia es la fuente de la virtud, y la virtud es el reconocimiento de las indicaciones de la ciencia. En el cielo sin un Dios trascendente, el ser supremo es el Hombre que domina la ciencia, un omnipotente virólogo televisivo con bata blanca que imparte lecciones de moral a sus súbditos, controla el aparato policial que las hacen respetar y dispone las sanciones para quienes no se atengan a estas normas. 

Se comprende así que la confusión entre ciencia y Ciencia no surge de la división de los ámbitos del saber y de su reorganización jerárquica, sino, al contrario, de la eliminación de todas estas distinciones: el conocimiento científico se aplica eficazmente también a los problemas de tipo moral, ontológico, antropológico, efectivo, espiritual, político, social, etc. A este respeto, Comte había sentado las bases para la constitución de una especie de superciencia que debía conjugar los métodos de las distintas disciplinas y estudiar las interacciones entre los individuos a todos los niveles. La llamó «sociología».

La estructura verticalista de la sociedad concebida por Comte no debe inducir a error. En su infinita confianza en las virtudes morales de la ciencia, el filósofo pensaba que los científicos-sacerdotes gobernarían el Estado mostrando compasión hacia las masas miserables e ignorantes. El Estado, iluminado por la ciencia, se ocuparía de ellas proporcionándoles instrucción, servicios sanitarios, asistencia social, acceso a los bienes de primera necesidad y una renta básica universal. En la concepción positivista, el conocimiento es la antesala del bien, más aún, coincide con él, y por eso la persona de ciencia también es moralmente recta. Si nos adentramos en los detalles de la religión de la humanidad y en las características específicas de la sociedad positivista imaginada por Comte, nos encontraremos en una gran parodia. El mundo del científico está constelado de hipérboles utópicas y de imitaciones de los rituales de la Iglesia católica repropuestos en clave racionalista. Este totalitarismo cientifista que desafía al sentido del ridículo no parece concebido para encontrar muchos adeptos, y en efecto su culto a la humanidad ha tenido muy pocos seguidores. Quizá solo uno. 

Con todo, fueron muchos los que se tomaron en serio las visiones de Comte, aunque no al pie de la letra, dando a los preceptos de este estrafalario adepto a la Ciencia un ropaje más presentable. John Stuart Mill (1806-1873), uno de los padres fundadores del liberalismo, estaba horrorizado del intoxicante «despotismo espiritual» del último Comte, pero le fascinaba la intuición de una estructura moral universal que pudiera sostener su dura visión político-económica utilitarista. Reconocía que algún aliento espiritual tenía que informar a un sistema que no podía vivir solo de cálculo y de lógica. A través de Mill y muchos otros, la doctrina positivista sobre la ciencia moralizadora se abrió camino en el racionalismo del siglo XIX, se filtró en el pensamiento liberal y, a través de crisis y renacimientos, llegó a plasmar las expectativas hiperbólicas de la mente contemporánea. La expectativas de que la Ciencia lo resolviera todo con su toque mágico y guiara a la humanidad hacía en bien se presentaba por doquier, no solo en circunstancias excepcionales como una pandemia. 

Un ejemplo. Las pruebas de ADN y las ciencias forenses han revolucionado el sistema de la justicia penal, convirtiéndose en el deus ex machina de los tribunales. En Estados Unidos, los miembros de los jurados populares se muestran reacios a pronunciarse sobre un caso si no se cuenta con la prueba resolutoria del ADN que inculpe y disipe toda duda. Lo llaman «efecto CSI» porque entre el público reina una expectativa irreal, alimentada por temporadas y temporadas de glorificación televisiva del trabajo de la policía científica, de que para cada crimen aparezca en algún momento desde el laboratorio el mágico test que lo resuelve todo. 

La sublimación del discurso científico ha producido el artículo de fe «lo dice la ciencia», un lema que sustituye el principio de verificabilidad por el de autoridad y divide el mundo en visionarios y réprobos, modernos y trogloditas, racionales y no racionales. Pero aquella a la que se alude con más frecuencia es a la Ciencia, doble idolátrico que pude transformase, a pesar de sus pretensiones de racionalidad, en un potente opio del pueblo.

Antonio Peñalver (La dictadura del lenguaje) El caballo de Troya de Occidente: La lengua como arma de guerra

El progresismo, el wokismo y el globalismo han convertido el lenguaje en su arma más poderosa. Cuando las palabras pierden su significado, las personas pierden su libertad. 

INTRODUCCIÓN

Durante este primer cuarto del siglo XXI han emergido nuevas corrientes políticas e ideológicas como el progresismo, el pensamiento woke, la Agenda 2030, el globalismo y la cultura de la cancelación. Aunque diversas en apariencia, comparten un sustrato ideológico común: la promoción de una sociedad global carente de principios y valores trascendentes, donde el control y lo material se erigen como pilares fundamentales. A través de retóricas lingüísticas cuidadosamente diseñadas, estas corrientes buscan moldear la percepción pública y orientar el pensamiento de los ciudadanos de Occidente hacia un paradigma que prioriza lo inmediato, lo material y lo global, relegando lo espiritual y lo cultural.

El lenguaje, más allá de ser una herramienta de comunicación, en un fenómeno biológico y psíquico esencial para el desarrollo humano, capaz de transmitir pensamientos, emociones e ideas mediante símbolos sonoros o gestuales. Su poder trasciende la simple expresión: puede moldear la realidad, influir en la conciencia y transformar tanto nuestro entorno como la percepción que tenemos de él. Sin embargo, este poder, cuando es manipulado con fines políticos, puede convertirse en un arma peligrosa. 

Mariano Sigman, autor de «El poder de las palabras», señala que «nuestra mente es mucho más maleable de lo que pensamos». El sesgo con el que interpretamos el lenguaje —que no siempre es tan neutro como aparenta— puede ser un arma de doble filo. En menos de un segundo procesamos palabras, emitimos juicios y adaptamos nuestros mapas mentales, lo cual puede conducirnos al crecimiento o al estancamiento, según la calidad de los juicios que interiorizamos.

Por ello, el lenguaje representa tanto una oportunidad como un riesgo. Cuando se tergiversan palabras con fines políticos, se distorsionan conceptos fundamentales, se altera la comunicación y se modifica nuestra percepción de la realidad. En consecuencia, se condicionan actitudes y comportamientos, convirtiéndose en una herramienta clave para la difusión ideológica y el ejercicio de poder y control en la sociedad. Resulta fundamental, por tanto, analizarlo de forma crítica frente a los discursos que pretenden moldear nuestra visión del mundo.

La escritora uruguaya Priscila Guinovart advierte que «cuando las palabras son tergiversadas, conceptos enteros se derrumban, la conminación pierde su sano curso y, en el mejor de los casos, la comunicación se entorpece». Esta reflexión cobra especial importancia en un contexto donde las palabras son empleadas como herramientas de poder para imponer narrativas ideológicas que alteran los fundamentos de la civilización occidental.

En este marco, el relato —entendido como construcción discursiva de la realidad— adquiere un papel determinante. La historia y la identidad de los pueblos no solo se componen de hechos, sino tambien de relatos que configuran de manera mágica y hegemónica su memoria colectiva. Quien controla el lenguaje, controla el relato; y quien controla el relato, define el sentido de la historia y el rumbo de la sociedad.

El lenguaje ha tenido un impacto profundo en la configuración de la sociedad occidental, actuando como vehículo de transmisión de valores, tradiciones y sistemas políticos. Occidente se ha forjado sobre la base de un legado histórico que incluye la influencia del mundo grecorromano, el cristianismo, el humanismo renacentista y la Ilustración. Estas corrientes han dado lugar a una cosmovisión que integra principios como la democracia liberal, el capitalismo de mercado y los derechos individuales.

Frente a este legado, las nuevas corrientes políticas y ideológicas surgidas en este siglo —el progresismo, el pensamiento woke, la Agenda 2030, el globalismo y la cultura de la cancelación— han avanzado con fuerza ante la tibia respuesta del liberalismo y el conservadurismo. Estas ideologías, y su lenguaje como principal instrumento de difusión, transforman el significado profundo de Occidente mediante la revisión de su historia, cultura y valores morales. Su énfasis en la inmediatez, la globalización, el materialismo y nuevas formas de regulación social contrasta con la visión humanista tradicional.

El discurso de estas nuevas corrientes se asienta en lo que podría definirse como la «filosofía del egoísmo» y en la pérdida de libertad que advertía el papa Joseph Ratzinger, quien afirmaba que «el otro es siempre, en última instancia, un antagonistas que nos priva de una parte de nuestra vida, una amenaza para nuestro yo y para nuestro libre desarrollo». 

Asdrúbal Aguiar, exministro venezolano, sostiene que «el falseamiento del significado de las palabras, como ocurre con quienes, mediante un trabajo de zapa, desnudan de categorías a la cultura occidental y se las apropian asignándoles contenidos diversos, trasvasa a la vieja y perversa cuestión de la mentira política». Según él, esta manipulación del lenguaje busca destruir los fundamentos de la civilización occidental judeocristiana y grecolatina mediante la descontextualización semántica [...]

Estas corrientes ideológicas usan el lenguaje para socavar el modelo occidental, cuyos valores fundamentales, según Samuel P. Huntington, incluyen su herencia clásica, la tradición cristiana, la existencia de múltiples centros de poder, el Estado de derecho, los derechos individuales, la separación entre lo espiritual y lo temporal, la democracia representativa y la economía de mercado. Parte de la fuerza transformadora de Occidente reside en su capacidad para integrar razón y fe. 

Como advierte el filósofo Rais Busom, Occidente no está preparado para tratar con civilizaciones que no desean debatir ni con nuevas ideologías que hacen tambalear sus fundamentos. Pero es legítimo que defienda activamente sus principios fundamentales y la sociedad que ha construido, la cual ha aportado innumerables beneficios a sus ciudadanos, siendo, por tanto, un «indudable avance a la humanidad». Esto cobra especial relevancia en el contexto de la llamada «batalla cultural» frente a los movimientos progresistas, el wokismo y el globalismo. 

En este libro, respaldado por 153 referencias analizo estas formas de activismo ideológico que utilizan el lenguaje como arma para reinterpretar la realidad e imponer su visión del mundo. Estudio 168 términos lingüísticos clave para entender cómo estas corrientes emplean el lenguaje, con el fin de influir en el pensamiento e imponer sus ideología; y explico cómo se apoyan en medios de comunicación, redes sociales, legislación, educación, entretenimiento y políticas corporativas para reconfigurar la percepción pública y la memoria histórica. 

Este libro pretende proporcionar un marco para reflexionar críticamente sobre cómo el lenguaje está siendo utilizado para transformar nuestra percepción de la realidad. El objetivo principal es invitar al lector a cuestionar estas narrativas, defender la diversidad de pensamiento y preservar los valores fundamentales de la civilización occidental.

Bienvenidos a La dictadura del lenguaje, el caballo de Troya de Occidente.  

Giuliano da Empoli (La hora de los depredadores) El caos ya no es el arma de los insurgentes es el sello del poder

 Lisboa, mayo de 2023

Lo llamativo es el desconcierto del público asistente. Sin embargo, en el escenario, cada uno de nosotros ha desempeñado su papel. El asesor científico del presidente estadounidense ha hecho sus preguntas, neutras, educadas, destinadas a evitar asperezas, sobre todo a no perturbar, aunque fuera por un instante, el monólogo triunfal de los señores de las tecnológicas.

Sam Altman, jefe de OpenAI, ha hablado cuando le ha llegado el turno, con esos ojos como platos que le dan siempre la expresión alarmada de un animalillo del bosque, un cervatillo o un conejito, en contradicción con el tono monótono y la voluntad de poder sin límites que transmite en cada una de sus frases, incluida la más anodina.

Demis Hassabis, ha encarnado el rostro sonriente del posthumano, quizá más inquietante aún detrás de su afabilidad mediterránea, porque sentimos que él cree en ello, que para él no es una cuestión de dinero, ni de poder, que piensa de verdad que la única esperanza para la humanidad es remitirse al dios digital que él está creando en la fábrica de DeepMind.

Por lo que a mí respecta, lo primero que he hecho ha sido interpretar uno de mis papeles preferidos: el del tipo que no entiende muy bien qué hace allí y que, según toda lógica, no debería encontrarse en esa mesa. Luego lo entendí. Los organizadores del debate a puerta cerrada sobre las perspectivas de la IA necesitaban un humano. Al lado de los semidioses ocupados en concebir sus futuros felices sin nosotros, querían que hubiera un ser humano más o menos normal, dispuesto a formular dudas sobre su proyecto empresarial. Pensé, entonces, que rechazar el papel de humano sería una forma de deserción particularmente humillante.

Por mi experiencia de escriba azteca, es cierto que soy un absoluto incompetente en materia de inteligencia artificial. En cambio, habituado a la política, he desarrollado una clara competencia en materia de estupidez natural. Y cuando pensamos en el porvenir de la inteligencia artificial, hemos de admitir que, en vez de reforzar nuestra inteligencia humana, va a reforzar nuestra estupidez. 

Así pues, cierta tarde de primavera, en un hotel de Lisboa, me hallé delante de una pequeña muestra de la legendaria agenda de direcciones de Kissinger: el secretario. general de la OTAN y su comandante militar, el presidente del Parlamento Europeo, dos o tres jefes de Gobierno, una multitud de ministros, comisarios, jefes de servicios secretos, un surtido de varios multimillonarios y de directores generales de varias grandes empresas. 

El sueño despierto de todo conspiranoico, la cúpula de los Illuminati que supuestamente dirige el destino del planeta. Y, sin embargo, si un conspiranoico hubiera asistido a esa reunión con una mente abierta, lo que en realidad no es muy corriente entre ellos, habría sido testigo de un curioso fenómeno.

A medida que Altman y Hassabis avanzaban en su exposición, su auditorio ponía una cara cada vez más perpleja. Al padecer el primero el síndrome de Asperger y el otro estando completamente absorto en su búsqueda mesiática, el jefe de OpenIA y el de DeepMid estaban ciegos ante lo que ocurría, pero el fenómeno era muy chocante. Mientras escuchaban a los dos papas de la IA, los simples pero todopoderosos mortales presentes en la sala se daban cuenta, cada vez con más claridad, de que no había el menor punto de contacto entre su experiencia y el mundo nuevo que se desplegaba ante sus ojos. Peor aún, de que no podía establecer ninguna relación humana con los portadores de la Buena Nueva, pues estos últimos vivían ya en otro mundo, donde todo lo que había constituido la esencia de la aventura humana hasta entonces, empezando por la autonomía del individuo, había dejado de tener sentido. Cuanta más confianza trataban de transmitirles los tecnólogos, más escalofríos recorrían la columna vertebral de los asistentes. En un momento dado, viéndoles hundirse en sus asientos, me acordé de la expresión del pobre capitán Rocca, aquella famosa noche en Chicago. Esta tarde en Lisboa, los amigos de Kissinger, los gobernantes y los directores generales tenían exactamente la misma cara que el capitán Rocca. Poco importaba si su posición en el orden jerárquico no era la misma. Poco importaba si decenas, centenas de capitanes Rocca estaban repartidos por los alrededores para garantizar la seguridad, poco importaba el número de helicópteros y de tiradores de élite movilizados para velar por la tranquilidad de los amigos de Kissinger: la verdad es que su opinión frente a los papas de la IA no era muy distinta de la de todos los capitanes Rocca de Lisboa y del resto del planeta. Los unía el mismo desconcierto [...]

A la pregunta «¿Llegará un día que las IA puedan explicar cómo toman ellas mismas sus decisiones?», los tecnólogos responde que eso no sucederá jamás, que los modelos se mostrarán fiables, dignos de confianza, y que con eso bastará. 

Como el Dios de Kierkegaard, la IA no puede ser pensada en términos puramente racionales. El único medio de entrar en relación con ella es hacer un acto de fe. Su gran promesa es predecir, aunque no se comprenda. Los tecnológicos no ven dónde está el problema. Porque no les interesa ni la historia ni la filosofía, no se dan cuenta de que su proposición equivale a una vuelta a una época anterior al Siglo de las Luces, a un mundo mágico, incomprensible, regido por la IA a la que rezaremos como a los dioses de la Antigüedad [...]

La verdadera novela anticipatoria de la IA esa El proceso, de Kafka, en la que nadie comprende lo que sucede, ni el acusado ni los jueces que lo imputan, y sin embargo, los acontecimientos siguen su curso inexorables. En El Castillo, la otra gran novela de Kafka, cuando trata de concentrarse en el centro del poder que controla su destino, sin tener acceso al él jamás ni obtener el menos indicio, la mirada de K., el protagonista, «resbala hacia el castillo, sin poder agarrarse a nada». Y cuando intenta telefonear, no oye al otro lado de la línea más que un canturreo de voces lejanas o, por el contrario, una voz severa u orgullosa que se niega a darle ninguna explicación. 

Para algunos, el Castillo ya está aquí. Cuando se dice que el futuro está entre nosotros, pero distribuido de manera desigual, se quiere decir en realidad que los privilegiados ya tienen acceso a las tecnologías del futuro, mientras que los demás van rezagados. En el caso que nos ocupa, la situación es la inversa. El Castillo, por el momento, no es más que una hipótesis para las clases acomodadas, mientras que es ya una realidad para los que se hallan en la parte baja de la escala social. Los distribuidores, por ejemplo, ya no tienen apenas ningún contacto con un ser humano en el desempeño de su trabajo. Su único interlocutor es una aplicación en su teléfono móvil. Esa aplicación les asigna las tareas que han de hacer, los guía en su labor, evalúa su rendimiento según una lógica que a veces parece comprensible y luego, de repente, impenetrable. Si algo no funciona, si el distribuidor se enfrenta a un hecho imprevisto, o si el mecanismo se bloquea, no hay nadie a quien apelar. La aplicación saca sus conclusiones y emite un juicio. El buen sentido y la sensibilidad de un ser humano ha sido deliberadamente descartado. A lo sumo, el distribuidor puede dirigirse, como una formalidad, a un centro de llamadas situado a miles de kilómetros, donde, al cabo de una espera interminable, será consolado por un ser humano tan desprovisto de poder como él.

Con el paso del tiempo, el Castillo ocupa nuevos espacios y se extiende a otros ámbitos de actividad. Cuanto más aumentan las capacidades de la IA, más sube el Castillo por los escalones de la jerarquía social. Si los obreros son reemplazados por máquinas, los distribuidores se transforman progresivamente en máquinas ellos mismos; un fenómeno similar afecta hoy en día a los empleados, a los funcionarios, y así hasta llegar a lo que se llamaba antaño profesiones liberales. En un futuro ya muy próximo, los médicos, los contables y los abogados deberán adaptarse a las instrucciones que determine la IA y justificarse mucho en el caso de que decidan optar por un comportamiento divergente. Solo los más poderosos tendrán margen de maniobra, y aún así, quién sabe por cuánto tiempo.

El Castillo conquista a cada instante nuevos territorios y, tal como los amigos de Kissinger suponen confusamente, llegará un día que termine por atraparlos también a ellos, cuando la aplastante superioridad de los algoritmos que juzguen a los políticos y a los grandes dirigentes se imponga sin la menor sombra de duda. Ese día, el Castillo habrá cubierto toda la Tierra y los únicos que podrán bailar, libres y caprichosos cuales duques de Sajonia modernos, serán los sacerdotes del nuevo culto, los conquistadores de la IA, que saborearán por un momento la ambrosía de los dioses, antes de ser relegados también al olvido por la matriz del posthumano. 

David Rieff (Deseo y Destino) Lo woke, el ocaso de la cultura y la victoria de lo kitsch

El novelista y crítico Ryan Ruby escribió en X que «lo históricamente característico de los ultrarricos actuales, en cuanto a clase, es que no manifiestan ningún interés en la alta cultura, y mucho menos en la literatura. Las circunstancias han empeorado tanto que el gusto ya no es necesario para legitimar la riqueza o para distinguir a los ultrarricos de los posibles competidores». Esta impresión de que actualmente ya no es preciso ser patrono de la alta cultura y de que, de hecho, tal cosa puede crear un obstáculo para la legitimación social que los mecenas y los patrocinadores corporativos habían tratado de acreditar hasta ahora por medio de la filantropía, explica el desamparo (y a veces incluso el repudio) de la alta cultura por parte de la clase donante de modo mucho más convincente que las teorías conspirativas de la derecha sobre el secuestro de la cultura por parte de lo woke y la teoría crítica de la raza, etcétera, o que el triunfalismo de los burócratas de la nueva dispensa cultural que creen haber arrebatado a la antigua élite sus cotos dominantes y que por fin los están abriendo a los marginados y excluidos. En realidad, la «justicia social» de la crítica cultural estaba empujando a una puerta ya entornada. Ryan Ruby también ofrece de ello una explicación esclarecedora. Para los ultrarricos, escribe, «la profundidad y el refinamiento son un pasivo, ya que el mantenimiento de su posición de clase depende de hacerse con el Estado, lo que a su vez impone no enemistarse con demasiada gente». Se puede establecer aquí una analogía con el cambio de código en la vestimenta de los aristócratas europeos a comienzos del siglo XIX. Previamente, la magnificencia había sido el sello distintivo del atuendo aristocrático masculino (y, con el auge de la burguesía, de los que querían copiar los hábitos de la aristocracia). Pero a partir de la Regencia en Inglaterra, la magnificencia dio paso a un atuendo en extremo sobrio, generalmente de tonos oscuros, que se extendió rápidamente por Europa. 

Por supuesto, ello también era un distintivo de clase. Se debían conocer los códigos para entender por qué un abrigo negro distinguía como aristócrata y uno diferente identificaba como comerciante. El distintivo sartorial del aristócrata paso de ser exotérico —es decir, las sedas, pieles, joyas, etcétera, visibles para todos— a ser esotérico —es decir, visible solo para aquellos que no conocen el secreto—. Actualmente, por supuesto, ocurre todo lo contrario, pues los ricos visten cada vez más informalmente, como si todo atisbo de magnificencia —siguiendo el argumento de Ruby— distanciara demasiado a la gente. Una versión extrema se halla en el ámbito de la tecnología, donde las camisetas y las zapatillas deportivas son virtualmente el uniforme (aunque los pantalones cortos à la Sam Bankman-Fried sigue siendo todavía una rareza, por fortuna) entre los multimillonarios. Pero la creciente tendencia entre los financieros de Wall Street de no llevar corbata, señal de por sí de la relajación general de los códigos de atuendo entre los ricos y la alta burguesía (incluida la clase política, sobre todo en Europa, que sigue su ejemplo) indica que los distintivos obvios de la vestimenta ya no son necesarios y, al igual que el interés por la alta cultura, resultan chocantes para demasiadas personas [...]

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Aun que resultó realmente profético, a diferencia de 1984 de Orwell (salvo por el importante concepto de la neolengua), Huxley, no previó en Un mundo feliz que semejante homogeneización radical pudiera producirse mientras se arropaba en la botarga de la individualidad o, dicho de otro modo, que la conformidad pudiera alcanzarse con igual fortuna por medio del fetichismo de la autenticidad así como por su represión. Cuando escribió que «un Estado totalitario en verdad eficiente sería aquel en que un todopoderoso ejecutivo de dirigentes políticos y su tropa de administradores dominaran a una población de esclavos que no precisan de coacción, pues les encanta la servidumbre», parece haber imaginado que, si las personas no podían ser condicionadas a ser «felices como ya son», se rebelarían. Pero especulaba empleando demasiados binomios —servidumbre o rebelión, deseo o destino—, imaginando que el uno excluía al otro, y que la rebelión no podía ser la manera en que actualmente vivimos nuestra certidumbre y la sensación de que somos capaces de satisfacer todos nuestros deseos al igual que vivimos la tragedia de nuestro destino.

En el fondo, se excluyen mutuamente, en efecto, pero no en el sentido mecánico que imaginó Huxley. Un mundo feliz es, explícitamente, un libro «fordista», al punto de que, en su sociedad imaginada, el tiempo histórico comienza d. F. (después de Ford) en lugar de d. C. (después de Cristo). Todos somos, al menos, hasta un límite, prisioneros de nuestra propia época, y no se puede criticar con justicia a Huxley por imaginar que el modelo más acabado de una sociedad capitalista es el de la cadena de montaje fordista, cuya eficiencia depende de la tipificación y la voluntad de conformidad. Pero, visto desde el horizonte de 2024, el fordismo fue una etapa entre otras en la historia del capitalismo, y no su culminación, sin duda, al igual que probablemente la presente etapa tampoco lo sea, a pesar de todas las ilusiones entre los progresistas de que esta es la «era del capitalismo tardío». Pero lo que sí sabemos con certeza sobre el capitalismo contemporáneo es que se debe más a la idea de destrucción creativa de Schumpeter que al estado estable en que se apoyó el fordismo. Lo cual supone que nuestra conformidad, nuestra disciplina social para que sus integrantes se reconcilien con el destino, es muy diferente de la disciplina que concibió Huxley.

Porque nuestro capitalismo es el de una casi infinita segmentación de mercado, la cual, por supuesto, es la razón por la que el progresismo identitario contemporáneo de la clase profesional y gerencial en Occidente —sobre todo en la anglosfera (cuya hegemonía política podrá no ser lo que era, pero cuya supremacía cultural es tan hegemónica como siempre)— encaja cabalmente en este sistema económico, dado que una infinita diversidad, al menos en potencia, de nuevas identidades supone una cantidad potencialmente infinita de nuevos productos. Ya que la fabricación de deseos ha demostrado una rentabilidad mucho mayor que la fabricación de automóviles —¿y qué otra cosa es la revolución tecnológica, sino la fabricación de deseos?—, lo que menos necesita el capitalismo del siglo XXI es volver al mundo de la cadena de montaje fordista. Huxley imaginó que, a la postre, habría que disuadir a los seres humanos de satisfacer sus deseos e intereses personales a fin de mantener el orden social. Pero, al fin de mantener nuestro mundo, se precisa de persuasión para convencerlos de que dichos deseos los distinguen singularmente, en lugar de volverlos emblemas de la nueva conformidad en el simulacro. 

Lo cual implica que el capitalismo contemporáneo sea menos dependiente de la obtención del consentimiento condicionando a las personas no solo a aceptar, sino a complacerse en su destino. Es que más bien nuestro condicionamiento depende de una droga distinta al soma de Huxley, e implica el cultivo de la inestabilidad en lugar de la estabilidad. Dicha inestabilidad puede no parecer pacificadora (o esclavizante), aunque, en realidad, eso sea precisamente, pues confunde la impresión de que se goza de la libertad de determinar el propio destino con la realidad de que efectivamente eso es lo que uno está haciendo. La brecha entre la manera en que los usuarios perciben las redes sociales y la manera como las perciben sus propietarios es el ejemplo paradigmático de ello. Porque, cuando alguien sube un video a Tik Tok publica algo en Instagram o tuitea en X, tiene la predominante impresión de que la libertad es plena para decir lo que quiera, Y así es en la superficie. A pesar de todo lo que se diga sobre la censura a las opiniones de determinadas personas, ya sea por la derecha en X o por la izquierda de Google, lo cierto es que la censura afecta a un porcentaje mínimo de usuarios de las redes sociales. Pero en un plano más profundo, todas estas expresiones sirven para enriquecer a los oligarcas que controlan las redes sociales y a robustecer continuamente el sistema económico que sirve a sus intereses (insisto, esta es la razón por la que la política identitaria ha sido asimilada con una facilidad que la política de clase nunca habría podido alcanzar).

Legados a este punto, es relevante el viejo chiste de que el mayor logro del diablo fue convencer a la gente de que no existía. Porque parece poco probable que nuestros señores feudales tecnológicos hubiesen podido ejercer el aplastante grado de hegemonía actual de no ser por el hecho de que sus plataformas ofrecen a los usuarios un simulacro de emancipación, un contexto presuntamente incomparable para la expresión del individuo y, en el contexto identitario, la definición propia. Huxley sostenía que habría que darle a la gente el equivalente farmacológico de pan y circo. Pero las redes sociales son un compuesto mucho más adictivo, pues, por medio de ellas, hemos logrado lo que parecía imposible en los anales de la esclavitud: convertirnos en nuestro propio pan y circo. 

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