Karl Gustav Jung (Lo inconsciente)

Los dominantes del inconsciente colectivo

[...] El período de la Ilustración se cerró, como es sabido, con los horrores de la Revolución Francesa. Actualmente volvermos a experimentar esta rebelión de las fuerzas inconscientes, destructoras, de la psique colectiva. El efecto fue una matanza en masa. Esto era, precisamente, lo que lo inconsciente buscaba. Su posición se había reforzado antes desmesuradamente por el racionalismo de la vida moderna, que desprecia todo lo irracional; con lo cual la función de lo irracional se hundió en lo inconsciente. Pero una vez que la función se encuentra en lo inconsciente, obra desde allí devastadora e irresistiblemente, como una enfermedad incurable, cuyo foco no puede ser extirpado, porque es invisible. Tanto el individuo como el pueblo tiene entonces que vivir, a la fuerza, lo irracional; y no tiene más remedio que aplicar su más alto ideal y su mejor ingenio a dar la forma más perfecta posible a la extravagancia de lo irracional. En pequeño, lo vemos en nuestra enferma. Esta rehuía una posibilidad de vida (señora X) que le parecía irracional, para vivir esa vida misma en forma patológica, con el mayor sacrificio, en un objeto inadecuado. 

No hay otra posibilidad sino reconocer lo irracional como una función psicológica necesaria, puesto que siempre está presente, y tomar sus contenidos no como realidades concretas (esto sería un retroceso), sino como realidades psicológicas; realidades, porque son cosas activas, es decir, efectividades. Lo inconsciente colectivo es el sedimento de la experiencia universal de todos los tiempos, y, por lo tanto, una imagen del mundo que se ha formado desde hace muchos eones. En esta imagen se han inscrito a través del tiempo determinadas líneas, llamadas dominantes. Estas dominantes son las potestades, los dioses, es decir, imágenes de leyes y principios dominadores de regularidades promediadas en el curso de las representaciones seculares. Por cuanto las imágenes depositadas en el cerebro son copias relativamente fieles de los acaecimientos psíquicos, corresponden sus dominantes (es decir, sus rasgos generales, acusados por acumulación de experiencia (idéntica), a ciertos rasgos generales. Por eso es posible trasladar directamente cierta imágenes inconscientes, como conceptos intuitivos, al mundo físico; así por ejemplo, el éter, la materia sutil o anímica primitiva, que está representada, por decirlo así, en las concepciones de toda la tierra; así también la energía, esa fuerza mágica cuya intuición también está difundida universalmente.

Por su parentesco con las cosas físicas, aparecen las dominantes proyectadas con frecuencia; y, cuando las proyecciones son inconscientes, recaen sobre personas del círculo próximo y, por lo regular, en forma de depreciaciones o sublimaciones anormales, que provocan errores, disputas, misticismo y locuras de toda índole. Así se dice "uno tiene  a otro por Dios", o que "Fulano es la bestia negra de Mengano". De aquí surgen también las modernas formas del mito, es decir, fantásticos rumores, desconfianzas y prejuicios. Las dominantes del inconsciente colectivo son, por lo tanto, cosas sumamente importantes y de importante efecto, a las cuales ha de prestarle la mayor atención. Las dominantes no se han de ahogar simplemente, sino que que se han de someter a cuidadosa ponderación. Como suelen presentarse en forma de proyecciones, y las proyecciones (por el parentesco de las imágenes inconscientes con el objeto) sólo se hieren allí donde existe una ocasión externa para ello, resulta difícil su estudio. Por lo tanto,  cuando alguien proyecta la dominante "diablo" sobre un prójimo es porque este prójimo tiene algo en sí que hace posible la fijación de la dominante diabólica, Con esto no quiero decir, de ningún modo, que este hombre sea también, por decirlo así, un diablo; antes por el contrario, puede ser un hombre singularmente bueno pero incompatible con el proyecto y, por consiguiente, existe entre ambos un "efecto diabólico". Tampoco el proyectante necesita ser un diablo, aun cuando tenga que reconocer que lleva en sí lo diabólico y que ha incurrido en ello, por cuanto lo proyecta; pero no por eso es "diabólico", sino que puede ser un hombre tan correcto como el otro. La presencia de la dominante diabólica, en un caso semejante, se interpreta así: ambos hombres son incompatibles (para el presente y para el futuro próximo), por lo cual lo inconsciente los disocia y separa. 

Una de las dominantes, que se encuentra casi regularmente en el análisis de las proyecciones con contenidos colectivos inconscientes, es el "demonio mago", de efecto eminentemente inquietante. Un buen ejemplo es el Golem, de Meyrink, como también el mago tibetano en los Murciélagos de Meyrink, que desencadena mágicamente la guerra universal. Naturalmente, Meyrink no lo ha aprendido de mí, sino que lo ha formado libremente de su inconsciente, comunicando a semejante sentimiento, forma y palabra, como la enferma lo había proyectado sobre mí. La dominante mágica se presenta también en Zaratrtusta; y en Fausto es, por así decirlo, el héroe mismo. 

La imagen de este demonio es el grado más bajo y más antiguo del concepto de Dios. Es la dominante del primitivo mago o curandero de la tribu, personalidad de singulares dotes, cargada de fuerza mágica. Esta figura aparece en lo inconsciente de mi enferma muy frecuentemente con piel morena y tipo mongólico. (Advierto que estas cosas eran conocidas por mí mucho antes de que Meyrink las escribiera). 

Con el conocimiento de las dominantes del inconsciente colectivo, hemos dado un gran paso. El efecto mágico diabólico del prójimo desaparecerá tan pronto como el sentimiento inquietante quede relegado a una magnitud definitiva del inconsciente colectivo. Pero, en cambio, tenemos ahora ante nosotros un problema de en qué forma pueda el Yo entrar en tratos con este no-Yo psicológico. ¿Cabe contentarse con la comprobación de la existencia activa de las dominantes inconscientes y abandonar luego la cuestión a sí misma? 

Con esto se produciría un estado de constante disociación, una desavenencia entre la psique individual y la psique colectiva en el sujeto. Por una parte tendríamos el Yo diferenciado y moderno; por otra, una especie de cultura de negros, un estado enteramente primitivo. Con lo cual percibiríamos separado y clara lo que efectivamente sucede ahora, a saber: que la corteza de la civilización cubre una bestia de piel oscura. Semejante disociación, exige, empero, inmediata síntesis y desarrollo de lo no desarrollado. Hay que armonizar estos dos extremos. 

Benjamin Costant (La libertad de los antiguos frente a la de los modernos) Seguida de La libertad de pensamiento

SOBRE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO

«A las leyes», dice Montesquieu, «solo les corresponde castigar las acciones externas». Se trata de una verdad que parece innecesario demostrar y, sin embargo, la autoridad a menudo lo ha ignorado.

En ocasiones, dicha autoridad ha querido sojuzgar el pensamiento mismo. Las dragonnades de Luis XIV, las leyes insensatas del implacable Parlamento de Carlos II de Inglaterra, la furia de nuestro revolucionarios no tenían otro objetivo.

Otras veces, la autoridad, renunciando a esa pretensión ridícula, ocultó su renuncia bajo el disfraz de una concesión voluntaria y una tolerancia encomiable. Curioso mérito el de conceder aquello que es imposible negar y el de tolerar lo que no se conoce.

Para percibir lo absurdo de toda tentativa, por parte de la sociedad, de controlar la opinión interna de sus miembros, de controlar unas pocas palabras sobre la posibilidad y los medios de hacerlo.

La posibilidad no existe. La naturaleza ha dado al pensamiento del hombre un refugio inexpugnable. Ha creado para él un santuario impenetrable a todo poder. 

En cuanto a los medios, son siempre los mismos. Hasta tal punto es así que, al narrar lo que se hizo hace dos siglos, parece que estamos hablando de lo que ha ocurrido no hace mucho ante nuestros ojos. Y esos medios que son siempre los mismo van siempre contra su propio objetivo.

Contra la opinión muda, se pueden desplegar todos los recursos de la curiosidad inquisitorial. Es posible indagar sobre las conciencias, imponer juramento tras juramento, con la esperanza de que aquel cuya conciencia no se ha indignado ante un primer acto se rebele ante un segundo o un tercero.  Los escrúpulos pueden ser sacudidos con un rigor desmedido, al tiempo que se contempla la obediencia con una desconfianza inflexible. Es posible perseguir a los hombres orgullosos y honestos, dejando a paz de mala gana a los espíritus flexibles y complacientes. Se puede ser incapaz tanto de respetar la resistencia como creer en la sumisión. Es posible tender trampas a los ciudadanos, inventar fórmulas rebuscadas para declarar rebelde a todo un pueblo, ponerlo fuera del alcance de las leyes sin que haya hecho nada, castigarlo sin que haya cometido delitos, privarlo del derecho mismo al silencio; es posible, en fin, perseguir a los hombres hasta en los dolores de la agonía y en la hora solemne de la muerte. 

¿Qué ocurre entonces? Los hombres honestos se indignan, los débiles se degradan, todos sufren, nadie está satisfecho. Los juramentos impuestos como órdenes son una invitación a la hipocresía. Solo logran lo que es criminal lograr: afectar a la franqueza y la integridad. Exigir asentimiento es hacer que este se marchite. Apuntalar una opinión con amenazas es invitar al coraje de desafiarla; intentar conducir a alguien a la obediencia presentándole motivos seductores hace que la imparcialidad se vea obligada a ofrecer resistencia.

Veintiocho años después de todas las vejaciones inventadas por los Estuardo como salvaguardia, los Estados fueron expulsados. Un siglo después de los ataques contra los protestantes bajo Luis XIV, los protestantes contribuyeron al derrocamiento de los descendientes de dicho rey. Apenas diez años nos separan de los gobiernos revolucionarios que se decían republicanos y, por una confusión funesta pero natural, la propia denominación que ellos profanaron solo se pronuncia hoy hoy con horror. 


SOBRE LA MANIFESYACIÓN DEL PENSAMIENTO

Los hombres tienen dos formas de manifestar su pensamiento: la palabra y la escritura. 

Hubo un tiempo que la palabra parecía merecer completa vigilancia por parte de la autoridad. En efecto, si se consideraba que la palabra es el instrumento indispensable de todas las conspiraciones, la precursora necesaria de todos los crímenes, el medio de comunicación de todas las intenciones perversas, vendrá en que sería deseable circunscribir su uso, para eliminar así sus inconvenientes y conservar su utilidad.

¿Por qué, entonces, se ha renunciado a todo esfuerzo para alcanzar ese objetivo tan deseable? Porque la experiencia ha demostrado que las medidas apropiadas para conseguirlo producían males mayores que aquellos que querían remediar. Espionaje, corrupción, delaciones, calumnias, abusos de confianza, traición, sospechas entre parientes, disensiones entre amigos, enemistad entre conocidos, mentira, perjurio,  arbitrariedad: esos eran los elementos de los que se componía la acción de la autoridad sobre la palabra. Se pensó que aquello era comprar demasiado cara la ventaja de la vigilancia; además, se comprendió que significaba dar importancia a lo que no debía tenerla; que el llevar un registro de las imprudencias estas se convertían en hostilidad, que al detener al vuelo palabras fugaces, estas se veían seguidas de acciones temerarias, y que, al tiempo que se reprimía severamente los hechos que las palabras pudieran desencadenar, más valía dejar que se evaporara lo que no producía resultados. En consecuencia, con excepción de algunas raras circunstancias, de ciertas épocas claramente desastrosas o de gobiernos siniestros que no disimulaban su tiranía, la sociedad ha comenzado a hacer distinciones que permiten que su jurisdicción sobre la palabra sea más suave y más legítima. La manifestación de la opinión puede producir, en un caso concreto, un efecto tan infalible que debe ser considerada como una acción. Entonces, si esas acción es punible, la palabra debe ser castigada. Y lo mismo ocurre con la escritura. Los escritos, como la palabra,  como los movimientos más sencillo, pueden formar parte de ella si es criminal. Pero si no forman parte de ninguna acción, debe gozar, como la palabra, de completa libertad. 

Esto da respuesta, por un lado,  a quienes en nuestros tiempos ha prescrito la necesidad de que rodaran ciertas cabezas que ellos mismos señalaban, y se han justificado diciendo que, al fin y al cabo, lo único que ellos hacían era emitir opinión; y, por otro lado, da respuesta a quienes deseaban aprovechar este delirio para someter la manifestación de cualquier opinión a la jurisdicción de la autoridad. 

Si se admite la necesidad de reprimir la manifestación de opiniones, o bien que la autoridad se arrogue facultades policiales que la eximan de recurrir a la vía judicial. En el primer caso, las leyes serán burladas: nada es más fácil para una opinión que presentarse bajo formas tan variadas que ninguna ley concreta pueda alcanzarla. En el segundo caso, al autorizar al gobierno a tomar medidas enérgicas contra las opiniones, sean estas cuales fueren, se le otorga el derecho a interpretar el pensamiento y extraer conclusiones, en suma, a razonar y colocar sus razonamientos en lugar de los hechos, que son los únicos contra los que debe actuar la autoridad. ¿Qué opinión no puede atraer el castigo de su autor? Se le concede al gobierno la facultad  de obrar mal, siempre y cuando se cuide de razonar mal. Es imposible escapar de este círculo. Los hombres a quienes se confía el derecho de juzgar las opiniones son tan susceptibles como los demás de estar equivocados o corrompidos, y el poder arbitrario que se les ha concedido puede emplearse tanto contra las verdades más necesarias como contra los errores más funestos. 

Cuando no se considera más que un aspecto de las cuestiones morales y políticas, es fácil trazar un cuadro terrible del abuso de nuestras facultades. Pero cuando se contemplan estas cuestiones desde todos los puntos de vista, el cuadro de las desgracias causadas por la autoridad social al limitar tales facultades es, a mi juicio, igualmente aterrador.

Robert Swindells (Calles frías)

ORDEN DEL DÍA 4

Son las siete de la tarde y éste ha sido un día de lo más satisfactorio, diría. El secreto de la victoria en cualquier campaña radica en la preparación y la planificación. Y yo he llevado a cabo una minuciosa planificación y ya he terminado todos los preparativos. He comprado un gato. Éste fue mi toque final. No soporto a esos empalagosos y espeluznantes animales, pero debo admitir que una casa adquiere cierto aire tranquilizador cuando en ella hay un gato. Su presencia habla de calidez, bienestar, placidez doméstica. Es imposible que un hombre que tenga un gato represente un peligro para alguien, ¿verdad?

Lo he bautizado con el nombre de Safo. Un toque de distinción éste, pues indica que su propietario posee cierto grado de erudición. Ni siquiera sé si el maldito bicho es macho o hembra, aunque no me interesa lo más mínimo. Lo importante es que un hombre con un perro llamado Safo va a dar un tipo de imagen especial, amable y algo académica. De él se puede esperar que sea vagamente consciente de que duerme calentito y cómodo mientras otros viven en pésimas condiciones. De él se puede esperar que sea vagamente consciente de que duerme calentito y cómodo mientras otros viven en pésimas condiciones. Así pues, Cobijo y Safo. Podría ser el titular de una serie de televisión, ¿no es cierto? Cobijo y Safo, también conocidos como «Lo Invencibles». Todo está listo. Ya puede comenzar el reclutamiento.

                                                                           ORDEN DEL DÍA 6

Es el momento de dar un breve discurso sobre el tema de la muerte. Me refiero a matar a seres humanos, a asesinar. ¿Para qué nos vamos a andar con rodeos?

Sí, así lo definirían si llegamos, cosa que no sucederá. «Asesinato: acción de matar deliberadamente a un ser humano por parte de otro ser humano». Pero, como ya sabéis, a mí me entrenaron para matar. Como soldado, mí función principal era matar, destruir —como queráis llamarlo— a aquellos congéneres humanos cuyas actividades resultaban desagradables a los que ostentaban el poder en mi país. Y es ahí donde surge la confusión. Es ahí donde la distinción resulta un poco borrosa. Si un soldado mata a los enemigos de su país, no es un asesino. No le meten en la cárcel por hacerlo. De hecho, si lo hace. bien, incluso le condecoran con una medalla. Entonces, ¿por qué voy a ser yo un asesino por el hecho de quitar de en medio a esos vagabundos drogados que están hundiendo el país? ¡Para nada soy un asesino! No tiene sentido. Soy un soldado de uniforme que mata para defender el país. El problema es que, como el país no aprueba este método, todo se convierte en un asunto oscuro y deshonroso. Tienes que ocultar lo que haces, y eso nos lleva a lo más dificultoso: DESHACERSE DEL CADÁVER.

Ya lo veis; los soldados —me refiero a los soldados de uniforme— no tienen este problema. No deben ocultar los cuerpos de sus víctimas. En realidad, lo que sucede es todo lo contrario. Los amontonan en hileras, los cuentan y sacan fotografías de ellos..., lo mismo que se hacía en las cacerías de faisanes. La única diferencia es que no se los comen. Los meten en una enorme fosa común y los queman; es es todo. Ningún problema. Todo el mundo sabe que los cadáveres están allí, y a nadie le importa. Pero si actúas con uniforme, como yo (es decir si eres lo que normalmente se llama un asesino), tienes que deshacerte del cuerpo, y eso se convierte en algo preocupante, porque —lo creáis o no—, ésa es, con mucho, la parte más dura del trabajo.

Matar es fácil, rematadamente fácil. Sobres todo si te has entrenado para ello, aunque, por supuesto, puede hacerlo cualquiera con firmeza. Pero casi todos los asesinos fracasan principalmente porque se lían a la hora de librarse del cadáver. Es un hecho constatado. 

Se ha probado de todo: baños de ácido, descuartizamientos, bloques de cemento, ríos profundos... Todo. Y la mayor parte de las veces no sirve de nada, porque tarde o temprano aparece el cuerpo (o parte de él) y se atrapa al asesino.

Eso no me pasará a mí. No, porque a diferencia de los denominados asesinatos, yo lo he planificado todo con antelación. Mi apartamento está en la planta b aja, y queda un espacio del útil, de hecho bastante amplio, debajo de los tablones del suelo. Está muy bien ventilado —basta con introducir la mano y se nota na corriente de aire—, así que se conservará fresquito hasta en los días más calurosos de verano. Eso es lo importante. No voy a entrar en detalles porque no se trata de un tema muy agradable. Baste decir que los cadáveres metidos en un lugar cálido delatan su presencia al cabo de uno o dos días. Así pues, yo cuento con este lugar —me gusta llamarlo «frigorífico empotrado», y ahí es donde está ahora nuestro amiguito de anoche. Como ya he dicho, no siente el frío, ni tiene que acurrucarse en el portal de nadie. Todo está mucho más limpio y ordenado, ¿no creéis?


ORDEN DEL DÍA 7

Es como lanzarse en paracaídas. Superas el primer salto y se convierte es una rutina; pero no debes confiarte. Revisa todas las veces el equipo. Sigue todos los pasos, no omita nada. No caigas en una trampa.

Hay una trampa en la que suelen caer los asesinos en serie, y es la del modelo único. Siempre hay algo igual en todos sus asesinatos, y eso es lo que indica que los está cometiendo la misma persona, además de dar datos sobre el asesino a la policía. Por ejemplo, si todas las víctimas son mexicanas, saben que lo más seguro es que tengan que buscar a un tipo que odia a los mexicanos. Si todos los cadáveres aparecen en estaciones de metro, deberán ir tras alguien normalmente deambula por allí. Eso es una trampa, ¿lo veis? Una trampa que se fabrica el propio asesino porque reduce el campo de investigación. 

Debo tener un cuidado extremo en este punto. No puedo contribuir a crear un modelo porque todos mis clientes sean vagabundos. Y lo van a ser. Por supuesto, no van a encontrar los cadáveres, ni en estaciones de metro ni en ningún lugar. No soy tan tonto. Pero hay que tener en cuenta el inevitable modelo, así que he de crear la mayor variedad posible sin traspasar los límites de la tarea que se me ha encomendado.

El caso de anoche fue distinto al de su predecesor en varios aspectos. Uno de ellos es que m i cliente era mujer. No la elegí porque me gusten las mujeres, o porque las odie. De hecho, tanto puedo tomarlas como dejarlas. Si la elegí fue porque el último era varón, eso es todo. Y tampoco fui a buscarla al metro de Camden, porque eso sería repetir el modelo, sino que di un rodeo hasta Picccadilly Circus y luego busqué por el Soho, hasta que la vi salir del Regent Palace. Estaba muy sucia. Se le veía la roña del cuello desde la otra acera, pero allí estaba ella, saliendo del hotel como una maldita duquesa o algo así. Por supuesto, se había colado para utilizar los aseos, aunque no me explico cómo pudo burlar el sistema de seguridad. El caso es que dejé que anduviera un poco más antes de darle unos toquecitos en el hombro [...]


ORDEN DEL DÍA 7

Un tipo llamó noche a mi puerta, a las diez en punto. No me preocupó. Cuando uno tiene controlada la situación, no hay nada de que preocuparse. Un vistazo rápido entre los pliegues de la cortina me permitió ver a un hombre bajito de unos cuarenta y cinco años. Estaba demasiado oscuro como para poder figurarme en sus rasgos, pero había algo en su forma d moverse que me decía que se hallaba muy alterado, así que me pareció que lo mejor era no revelar mi posición. Nunca enciendo una luz fuerte por las noches. Mi lámpara de mesa funciona con una bombilla de sesenta vatios, y desde fuera, con las cortinas echadas, no se ve ninguna luz. Lo sé porque lo he comprobado. Hay que comprobar todo siempre, ésa es mi regla de oro. Así pues, me agaché y esperé. Toco el timbre dos veces más, y luego se marchó. No sé quién era ni lo que quería, pero mi instinto me advirtió que podía ser pariente de uno de mis reclutas. Es posible que me equivoque, pero normalmente mi instinto funciona muy bien, por lo que debo tener un especial cuidado en los próximos días. 
Y juro que lo tendré. 

Antonio Cascón Dorado (Lecciones de estoicismo) Amor, felicidad, riqueza, muerte... Las grandes enseñanzas de la filosofía antigua

AUTOANÁLISIS Y DOMINIO DE SÍ MISMO

Uno de los aspectos que más llaman la atención cuando leemos a los estoicos son sus conocimientos de psicología. Ya hemos apuntado alguno. Como en otros ámbitos, llegaron más lejos que otras escuelas. Percibimos una gran preocupación por las enfermedades del ánimo, así como notables observaciones sobre sus posibles terapias. El primer hallazgo es la existencia de una salud del espíritu que es preciso cuidar: «Teníamos conocimiento de la salud del cuerpo, por ella hemos deducido que existe también la salud propia del alma».

Leyendo a Séneca, tenemos la impresión de que intuía la existencia del subconsciente. Por ejemplo, cuando nos habla de las inquietudes nocturnas. El filósofo, liberado de las pasiones que agitan el alma, aunque esté rodeado de un inmenso alboroto, se refugia en sí mismo y se aísla del ruido externo. Sin embargo, el rico propietario que ordena el silencio absoluto en su hacienda es incapaz de conciliar el sueño: «Se revuelve de un lado a otro tratando de conseguir un ligero sueño que ataje sus inquietudes, y se lamenta de haber oído lo que en realidad no oye». En otra epístola, Séneca, endurecido en los vicios, que pretende enmendarse recibiendo instrucción filosófica. Lucilio le asegura que desea eliminar sus vicios y Séneca responde: «No lo creas. No digo que te engañe: él cree que lo desea».

Cualquier psicólogo señalaría al subconsciente como causante de que el rico hacendado oiga sonidos inexistentes y de que el vicioso amigo de Lucilio crea desear lo que en realidad no quiere. Pero no fue Séneca, sino Freud quien le puso nombres y quien intentó desarrollar adecuadamente las consecuencias individuales y sociales de un hallazgo tan decisivo. La sociedad reaccionó airada contra tal hallazgo, asustada de las consecuencias que podría acarrear, y negó la existencia del subconsciente hasta donde pudo. Solo en casos extremos, digamos terapéuticos, se admite, cuando en realidad condiciona absolutamente el comportamiento individual y social. 

Si seguimos leyendo las cartas de Séneca, encontraremos otros aciertos singulares. Por ejemplo, cuando advierte a su interlocutor sobre la imposibilidad de controlar las reacciones instintivas. Ni siquiera los más sabios pueden conseguirlo porque tales reacciones escapan al domino de la razón. Hasta el más virtuoso «se estremece ante lo imprevisto. Esto no responde al temor, sino a una sensación natural que la razón no puede controlar». O cuando descubre el comportamiento habitual de un colérico: «Observa y verás», escribe a Lucilio, «cómo los mimos individuos que ríen con gran satisfacción, en breves instantes rabian con gran violencia». O cuando defiende que la adversidad nos hace más sensatos, porque «la buena suerte y la cordura» en muchas ocasiones no se llevan bien. 

También encontramos en Epicteto un pasaje interesante cuando se refiere a los efectos que las personas están dispuestas a confesar: «Nadie reconocerá que es un insensato. Los tímidos reconocen que lo son; nadie reconocerá ser incontinente ni injusto». Están dispuestos a confesar aquello que imaginan es involuntario; pueden declararse celosos, «pero la injusticia jamás se la imaginan involuntaria». Se divierte Epicteto presentado la incongruencia humana. Y como siempre, apunta al daño que hacen las costumbres sociales, que impiden ver la realidad.    

CONTRA LA RIQUEZA, CONTRA EL PODER Y LA FAMA

Uno de los tópicos más repetidos en las obras de los escritores grecolatinos es el rechazo a la avaricia, tanto como las agrias críticas contra vanidosos y soberbios. Es evidente que, en estos puntos, las doctrinas casi coincidentes de las distintas escuelas filosóficas consiguieron calar en la conciencia de muchos escritores notables de la Antigüedad. No parece, sin embargo, que el singular esfuerzo conjunto de literatos y filósofos tuviera éxito popular excesivamente relevante. La sociedad romana en la que transcurrió la existencia de nuestros filósofos vivía, como la nuestra, «enganchada» al deseo de dinero, gloria, poder y fama.

Epicteto estaba convencido de que era imposible que los no iniciados en estudios filosóficos fueran capaces de comprender las razones que desaconsejaban el afán de tales cosas. Desde su nacimiento, el romano corriente recibía el mismo mensaje nítido y machacón que reciben nuestros hijos: había que ser tan influyente e ilustre cuanto se pudiera. De poco iba a servir el curso estoico, empeñado a su vez en demostrar que tales cosas no son bienes ni males.

EL RECHAZO DE LAA CODICIA Y DE LA AMBICIÓN

El más rico es el que no necesita nada

Epicteto exhortaba a sus discípulos a no desear lo que no tenían, que supieran rechazar el deseo de poseer lo que la fortuna no había tenido a bien concederles. Iba, incluso, un poco más allá: cuando una cosa nos era arrebatada, teníamos que devolverla con facilidad, agradecidos por el tiempo que la había usado. El deseo de riquezas y honores era propio de una mentalidad ineducada e infantil. En sus Disertaciones, compara, como ya vimos, la actitud de los adultos que se afanan por ocupar cargos con la de los niños que pelean por la nueces que se arrojaban en las celebraciones. 

Con tono burlón que caracteriza en ocasiones su discurso, narra a sus discípulos una anécdota que vivió en casa de su amo, Epafrodito. Un amigo de aquel se abrazó a sus rodillas suplicante, diciendo que estaba en la miseria porque «solo» le quedaban un millón y medio de sestercios, suma importante en aquellos tiempos. Epafrodito, en lugar de reír como lo hicieron los alumnos del filósofo, mostró su consternación por el amigo con estas palabras: «Pobre, ¿cómo te lo callabas?, ¿cómo lo soportabas?

Existen en todos los filósofos un cierto empeño en demostrar que no es pobre el que tiene poco, sino aquel que no se conforma y siempre ambiciona más. Para Musonio, la cuestión es controlar la ambición, no envilecerse con el dinero y «habituarse a necesitar poco». Para Séneca, el codicioso es un «alma enferma». Séneca, traslada una cita de Epicuro al respecto: «Para muchos haber adquirido riquezas no constituye el fin de la miseria, sino un cambio en ella». El avaro seguirá con su enfermedad, porque la codicia no surge para saciar una necesidad. De qué sirve acumular muchos dormitorios, si al final dormitorios en un solo. «No es vuestro el aposento en el que no habitáis», escribe Séneca a Lucilio.

El filósofo de Córdoba estaba convencido de que, en tiempos remotos, la concordia entre los hombres hacía posible encontrar a un pobre dentro del linaje humano. Fueron la avaricia y la ambición las que quebraron la solidaridad entre los hombres y las causantes de la pobreza. Pensaba Séneca que la codicia había provocado la disolución social e incluso convirtió en pobres a los más ricos, «pues dejaron de poseerlo todo al quererlo poseer como un bien particular».

Séneca parece apuntar a la necesidad inherente al ser humano de compartir. Algo que normalmente suele verse como un acto solidario o generoso, pero que quizá responda más a un sentimiento propio de nuestra esencia, si es verdad como pensaban los estoicos, que los hombres somos tan sociables como las abejas. Necesitamos compartir los buenos y los malos momentos y también nuestras posesiones. Quien deja de compartir castiga a los demás y se castiga a sí mismo.

El oro, la plata y el hierro arruinaron la concordia entre los hombres: metales ocultos a nuestra vista, escondidos en lugares recónditos. Un aviso de la naturaleza, indicando que sería peligroso confiárnoslos. La naturaleza puso a la vista de todos los paisajes hermosos, pero ocultó «el oro y la planta y también el hierro, que a causa de los dos primeros nunca tare paz». Parece algo más que una inteligente metáfora de Séneca, pero de nada sirvieron en su tiempo sus observaciones y todavía seguimos sin «avergonzarnos en tener en el máximo aprecio aquellos objetos que se hallaban en el lugar más bao de la tierra. En nuestros días, hemos añadido al oro y la plata, el ansioso petróleo, también oculto en los más profundo de la tierra, causa de conflictos y ruina del equilibrio ecológico. 

Escribe Séneca que la avaricia es un castigo en sí mismo; que el avaro sufre por el hecho de tener tal condición. « ¡Cuántas lágrimas!, ¡cuánta fatiga exige!» En contra de lo que pueda parecer, en numerosas ocasiones acumular ganancias puede ser el origen de nuestras desgracias. Entre los fragmentos de Musonio conservamos una anécdota reveladora en tal sentido. Al parecer el filósofo mandó que dieran mil monedas a un mendigo, de esos que se hacían pasar por filósofos. Sus discípulos le advirtieron de que se trataba de un impostor, «que no merecía nada bueno», aseguraban. Cuenta que Musonio digo sonriendo: «Entonces merece dinero». 

También se repite a lo largo del epistolado de Séneca los denuestos contra los ambiciosos, como Alejandro Magno, que «después de vencer  Darío y a los indos, se siente pobres. Busca tierras que conquistar, explora mares desconocidos». Sin embargo, como hemos comentado más arriba, en el mundo actual la ambición goza de buen cartel. Podríamos decir que los ambiciosos han sido un poco más allá: se esfuerzan en convertir en virtud lo que, sin duda, es un defecto. Es otra enfermedad, como la avaricia, porque el que posee mucho ambiciona más y nunca tiene lo suficiente.

Ya hemos hablado de Demetrio el cínico, el maestro de Séneca que daba sus charlas en una cueva. En una de sus cartas a Lucilio dice que es la compañía de este filósofo la que más le reconforta y con quien prefiere conversar. Gracias a él, a su discurso y a su ejemplo, Séneca pudo constatar que «para llegar a las riquezas el camino más corto es el menosprecio de ellas». A Demetrio nada le faltaba, porque despreciaba los bienes materiales. En realidad, pensaba que tales bienes son los que nos encadenan y esclavizan y que a cambio de conseguirlos entregamos gratuitamente nuestra libertad. Demetrio era un hombre verdaderamente libre, mucho más libre que el propio Séneca. Quizá por eso le admiraba tanto. 

Una de las señas de identidad de la filosofía cínica es la renuncia a la propiedad. Recuerda Séneca la máxima de Estilpón: «llevo conmigo todos mis bienes», máxima atribuida a distintos filósofos y literatos. Recuerdo ahora una fábula de Babrio, «El caminante y la perra», que parece aludir al filósofo cínico que viajaba de pueblo en pueblo predicando su doctrina, con la barba y el manto corto y, en ocasiones, acompañado de un perro. En el relato de Babrio el caminante le dice a la perra que prepare sus cosas porque van a ponerse en camino y esta le responde: «yo ya tengo todo; eres tú el que estás tardando». Al perro, como al filósofo cínico, no le hace falta nada para emprender la marcha. Todo lo lleva consigo.


VIAJAR Y ANDAR EXTRAVIADO

Lección: Los viajes no nos hacen siempre mejores

En evidente que cuesta manejar con alguna sabiduría los momentos de nuestra vida y que nuestro paso por ella está marcado por una más que evidente irreflexión. Tampoco somos demasiado hábiles en lo que se refiere al manejo del espacio. Es espíritu nacionalista nos domina y en cualquier ciudadano del mundo cala con facilidad el orgullo patriótico que las autoridades nos inculcan. Nada queda de esa ciudadanía que preconizaba Sócrates y sus seguidores.

Paradójicamente, frente a ese sentimiento patriótico se ha extendido en la sociedad occidental una extraña pasón viajera. Dentro de las ilusiones y esperanzas que dominan nuestra existencia, los proyectos de viaje se han convertido en el summum de los deseos. Esa pasión viajera ya en tiempos de Séneca, afectaba, claro está, a las clases más acomodadas que podían permitirse un lujo semejante, y el sabio de Córdoba se pronuncia en contra de ella en sus Epístolas. Me pregunto qué opinaría de los que ocurre hoy en nuestra sociedad, sobre todo, en la española. Tengo la impresión de que muchas personas a mi alrededor viven para viajar. Como suele ocurrir, la pasión por los viajes y la aventura surge como un capricho burgués de personas más o menos aburridas y, luego, con una propaganda bien administrada, se va extendiendo al resto de la población.

Es curioso observar cómo la aventura, el carácter imprevisible de cualquier viaje, ha desaparecido. No es que en el transcurso del viaje dejen de ocurrir circunstancias positivas y negativas, es más bien que el viajero, que normalmente ha hecho una inversión efectiva y económica de gran tamaño, no puede permitirse el fracaso. El factor sorpresa ha sido suprimido y todos los viajes son maravillosos por decisión de cada usuario. Este fenómeno tan absurdo es, desde luego, propio de nuestros tiempos y está en consonancia con ellos. Basta con repetir un mensaje para que este cale en las masas. Sa trata de suprimir la crítica y hacer ver que tenemos el mejor estado de cosas y que la alternativa no es posible. Lo qué sí parecía existir ya en tiempos de Séneca era un cierto escapismo de ciudadanos que creían encontrar en el viaje una solución a sus problemas reales. Otra forma de estar atareado para no hacer frente a lo que nos enoja o entristece. En varios pasajes de su obra Séneca denuncia este comportamiento. «El viaje dará a conocer pueblos, te mostrará montes y extrañas figuras. No te hará ni más bueno ni más sabio». La misión esencial del ser humano es conocer lo honesto, distinguir qué es lo necesario y lo superfluo, mientras ignoremos esto ir a cualquier lugar «no será viajar sino andar extraviado».

En realidad Séneca pensaba que viajar constantemente es un síntoma de desvarío espiritual: «Estimula la inconstancia del ánimo que se halla muy enfermo y lo vuelve más inestable y ligero». El problema fundamental del que viaja es que lleva consigo sus pasiones y sus vicios y, por tanto, «andar de acá para allá no aportará ayuda alguna». Concluye Séneca el pasaje con su habitual ironía: «Para el enfermo hay que buscar un médico, no un país». Imagino que las reflexiones de Séneca sobre los viajes tuvieron escaso éxito en su tiempo y hoy, en nuestro mundo, tendría mucho menos. Al fin y al cabo, viajar no es más que otra tarea, una forma de pasar el tiempo para evadirse de la realidad, solo que en este caso lo hacemos ocupando, además del tiempo, nuevos espacios. 

Juan Arnau (Ortega contra el racionalismo)

[...] La patología de la democracia consiste en su reclamo de la igualdad no solo ante la ley, sino también ante todo lo demás. En 1920, Ortega inicia la serie de artículos que integrarán La España invertebrada. El problema más grave del país no es el particularismo de las regiones, sino el particularismo de las clases y las instituciones. El futuro se presenta incierto. La tensión entre «la vieja y la nueva política» pervive. Urge una transformación radical del país. Ortega defiende el parlamentarismo. En 1922 muere su padre. Inicia entonces con Urgoiti un nuevo proyecto editorial: Calpe (Compañía Anónima de Publicaciones y Ediciones). Con el tiempo se asociará con la catalana Espasa para constituir Espasa Calpe, que se convertirá en una de las editoriales de referencia en España. 


TERCER MOVIMIENTO: EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO, HACIA UNA FILOSOFÍA PROPIA.

Puesto que España carece de una sociedad, hay que crearla. La Revista de Occidente, pretende contribuir a ello. Ortega permanecerá ligado a esta publicación desde su creación, en 1922, hasta el comienzo de la Guerra Civil. Ortega es el director y su hermano Manuel lleva la contabilidad. Dos de sus discípulos ejercen de editores. La revista pone un poco de orden a la incesante producción, algo católica, del filósofo. Alrededor de la publicación se organiza una tertulia por las mañanas, antes de comer, mientras que por las tardes, poco antes de la cena, un grupo de amigos y allegados se reúnen con el filósofo, que disfruta de esas veladas. Las necesita. 

La visita de Einstein a Madrid en 1923, viene precedida del encuentro del físico alemán con los líderes del socialismo y el anarquismo barcelonés. En Madrid es recibido en el salón de ilustres de la marquesa de Villavieja. Ortega asiste a una primera conferencia en la Facultad de Ciencias, traduce otra en la Residencia de Estudiantes. La célebre institución recibirá a otros intelectuales como Paul Valéry, Max Jacob, Leo Frobenius, Paul Claudel y Madame Curie. Acompaña a Einstein a Toledo, en un viaje en el que intentan eludir el acoso de la presa. A Ortega le impresiona la reacción de Einstein ante El entierro del conde de Orgaz; o mejor, la falta de ella. Le parece un hombre demasiado circunscrito a su ciencia, sin recursos para otra cosa que no sea su violín o la física-matemática. Conversan mucho, le sorprende el desaliño del alemán y su falta de mundanidad. Elogia su física, que contiene el germen de una nueva cultura. Como veremos más adelante, Ortega es más relativista que Einstein, que vive todavía en un realismo platónico de corte medieval. Para Ortega, con Einstein, la razón pura de Descartes y Kant ha quedado reducida a lo que es: una razón instrumental, sin más. Einstein no entenderá la trascendencia filosófica de su propia teoría. Por dos motivos: porque era una racionalidad al estilo de Spinoza y porque apenas sabía filosofía (una disciplina que menosprecia).

[...] La filosofía no puede desdeñar la metáfora, pues esta es la que hace avanzar al conocimiento. Lo desconocido, lo inédito y abstracto, debe interpretarse a la luz de lo conocido. Esa es la función cognitiva de la metáfora, y Ortega es un maestro en encontrar las más luminosas. Lo que Josep Pla logra con los adjetivos él lo consigue con las metáforas. Frente a la razón pura, la razón vital: ese es el tema esencial del libro. Todavía no ha aparecido otro de sus conceptos clave, la «razón histórica». La idea fundamental de este breve tratado es el perspectivismo. La vida y el conocimiento se dan siempre en perspectiva. La verdad es una, mientras que las perspectivas son múltiples. Cada vida es un órgano insustituible para la conquista de la verdad. «La razón pura debe ceder su imperio a la razón vital». La realidad radical es la vida humana. No se atreve a exponer todo lo que piensa. Teme que lo acuden de relativista. Lo que llamamos «cultura» siempre nace de un sujeto, de una perspectiva particular, de un ángulo circunstancial de la vida. No por ello hay que renunciar a la razón. La razón es una herramienta indispensable del conocimiento. Y nos dice que este debe pegarse a la vida. Ortega no tarda en matar al padre. «Los únicos reaccionarios que verdaderamente estorban son los neokantianos. Kant ha sido durante una década su casa y su prisión; por fin la logrado escapar. Se distancia de los profesores de su juventud. «La vida es tan rica en situaciones que no cabe encerrarla dentro de un único perfil moral». Ya puede volar solo. 

En el otoño de 1923, Alfonso XIII acepta la dimisión del Gobierno constitucional de García Prieto y le encarga a Miguel Primo de Rivera la formación de un Gobierno militar. El dictador presenta su régimen como provisional y purgativo. Urgoiti y Ortega ven con buenos ojos la renovación del poder político, creen que puede dar un golpe de gracia a la vieja política y abrir un nuevo período liberal. El Sol inicia una campaña para educar al nuevo Gobierno militar. A pesar de la condescendencia inicial, las críticas de Ortega a la dictadura son rotundas. El nuevo Gobierno debe acabar con la vieja política y el caciquismo. Unamuno es más contundente en su oposición a Primo de Rivera y sufre por ello la persecución y el destierro a Fuerteventura; después huye y se exilia en Francia. Ortega recibe críticas tanto de la derecha como de la izquierda. Las encaja deportivamente, como síntoma de que se halla en el buen camino. 
La Sierra de Guadarrama es para Ortega lugar de retiro y fuente de inspiración. El filósofo ronda los cuarenta. Ha cogido unos kilos y su aspecto responde a una mezcla de labrador y senador romano. El rostro arrugado, lleno de surcos; la amplia calvicie sobre unos ojos claros y penetrantes. Parece mayor de lo que es. La sonrisa y la carcajada son en él frecuentes. Hay fotos deliciosas que lo muestran serio y pícaro al mismo tiempo. En especial una con Heidegger donde se aprecia la vitalidad honesta del madrileño y la mirada ladina del alemán. Se aficiona al cine mudo y a los automóviles. Se relaciona con la aristocracia. En ocasiones cede al esnobismo, aunque no juega al golf y dice evitar los salones. Mantiene una relación estrecha con el duque de Alba; intercambian libros, cartas, conversan y salen juntos de excursión. Es coqueto com las mujeres, pero al mismo tiempo, un gran promotor de su educación. Se declara pésimo lector de novelas, porque no tiene paciencia.

Arnau, Juan (Historia de la imaginación)

Carlo M. Cipolla (Las leyes fundamentales de la estupidez humana)

 La humanidad se encuentra —y sobre esto el acuerdo es unánime— en un estado deplorable. Ahora bien, no se trata de ninguna novedad. Si uno se atreve a mirar hacia atrás, se da cuenta de que siempre ha estado en una situación deplorable. El pesado fardo de desdichas y miserias que los seres humanos deben soportar, ya sea como individuos o como miembros de la sociedad organizada, es básicamente el resultado del modo extremadamente improbable —y me atrevería a decir estúpido— como fue organizarla la vida desde sus comienzos.

Desde Darwin sabemos que compartimos nuestro origen con las otras especies del reino animal, y todas las especies —ya sea se sabe— desde el gusanillo al elefante tienen que soportar sus dosis cotidianas de tribulaciones, temores, frustraciones, penas y adversidades. Los seres humanos, sin embargo, poseen el privilegio de tener que cargar un peso añadido, una dosis extra de tribulaciones cotidianas, provocadas por un grupo de personas que pertenecen al propio género humano. Este grupo es mucho más poderosos que la Mafia, o que el complejo industrial-militar o que la Internacional Comunista. Se trata de un grupo no organizado, que no se rige por ninguna ley, que no tiene jefe, ni presidente, ni estatuto, pero que consigue, no obstante, actuar en perfecta sintonía, como si estuviese guiado por una mano invisible, de tal modo que las actividades de cada uno de sus miembros contribuyen poderosamente a reforzar y ampliar la eficacia de la actividad de todos los demás miembros. La naturaleza, el carácter y el comportamiento de los miembros de este grupo constituyen el tema de las páginas que siguen.

Es preciso subrayar a este respecto que este ensayo no es ni producto del cinismo ni un ejercicio derrotismo social —no más de cuanto pueda serlo un libro de microbiología—. Las páginas que siguen son, de hecho, el resultado de un esfuerzo constructivo por investigar, conocer y, por lo tanto, posiblemente neutralizar, una de las más poderosas y oscuras fuerzas que impiden el crecimiento del bienestar y de la felicidad humana.

La primera Ley Fundamental de la estupidez humana afirma sin ambigüedad que:

Siempre e inevitablemente cada uno de nostros subestima el número de individuos estúpidos qye circulan por el mundo.

A primera vista la afirmación puede parecer trivial, o más bien obvia, o poco generosa, o quizá las tres cosas a la vez. Sin embargo, un examen más atento revela de lleno la auténtica veracidad de esta afirmación. Por muy alta que sea la estimación cuantitativa que uno haga de la estupidez humana, siempre quedan estúpidos, de un modo repetido y recurrente, debido a que:

a) personas que uno ha considerado racionales e inteligentes en el pasado se revelan después, de repente, inequívoca e irremediablemente estúpidas.

b) día tras día, con una monotonía incesante, vemos cómo entorpecen y obstaculizan nuestra actividad individuos obstinadamente estúpidos, que aparecen de improviso e inesperadamente en los lugares y en los momentos menos oportunos.

La Primera Ley Fundamental impide la atribución de un valor numérico a la fracción de personas estúpidas respecto del total de la población: cualquier estimación numérica resultaría ser una subestimación. Por ello en las páginas que siguen se designará la cuota de personas estúpidas en el seno de una población con el símbolo ε




[...] Como ocurre con todas las criaturas humanas, también los estúpidos influyen obre otras personas con intensidad muy diferente. Algunos estúpidos causan normalmente sólo perjuicios limitados, pero hay otros que llegan a ocasionar daños terribles, no ya a uno o dos individuos, sino a comunidades o sociedades enteras. La capacidad de hacer daño que tiene una persona estúpida depende de dos factores principales. Antes que nada depende del factor genético. Algunos individuos heredan dosis considerables del gen de la estupidez, y gracias a tal herencia pertenecen, desde su nacimiento, a la elite de su grupo. El segundo factor que determina el potencial de una persona estúpida procede de la posición de poder o de autoridad que ocupa en la sociedad. Entre los burócratas, generales, políticos y jefes de Estado se encuentran el más exquisito porcentaje ε de individuos fundamentalmente estúpidos cuya capacidad de hacer daño al prójimo ha sido (o es) peligrosamente potencial por la posición de poder que han ocupado (u ocupan). ¡Ah!, y no nos olvidemos de los prelados.

La pregunta que a menudo se plantean las personas razonables es cómo es posible que estas personas estúpidas lleguen a alcanzar posiciones de poder o de autoridad.

Las clases y las catas (tanto laicas como eclesiásticas) fueron las instituciones sociales que permitieron un flujo constante de personas estúpidas a puestos de poder en la mayoría de las sociedades preindustriales. En el mundo industrial moderno, las clases y las castas van perdiendo cada vez más su importancia. Pero en lugar de las clases y las castas lo ocupan hoy los partidos políticos, la burocracia y la democracia. En el seno de un sistema democrático, las elecciones generales son un instrumento de gran eficacia para asegurar el mantenimiento estable de la fracción  ε entre los poderosos. Hay que recordar que, según la Segunda Ley, la fracción ε de personas que votan son estúpidas, y las elecciones les brindan una magnífica ocasión de perjudicar a todos los demás, sin obtener ningún beneficio a cambio de su acción. Estas personas cumplen su objetivo, contribuyendo al mantenimiento del nivel ε de estúpidos entre las personas que están en el poder. 




[...] No hay que asombrarse de que las personas incautas, es decir, las que en nuestro sistema se sitúan en el área H, generalmente no reconozcan la peligrosidad de las personas estúpidas. El hecho no representa sino una manifestación más de su falta de previsión. Pero lo que resulta verdaderamente sorprendente es que tampoco las personas inteligentes ni las malvadas consiguen muchas veces reconocer el poder devastador y destructor de la estupidez. Es extremadamente difícil explicar por qué sucede esto. Se puede tan sólo formular la hipótesis de que a menudo tanto los inteligentes como los malvados, cuando son abordados por individuos estúpidos, cometen el error de abandonarse a sentimientos de autocomplacencia y desprecio, en vez de segregar inmediatamente cantidades mayores de adrenalina y preparar la defensa. 

Generalmente, se tiende incluso a creer que una persona estúpida sólo se hace daño a sí misma, pero esto significa que se está confundiendo la estupidez con la candidez. A veces hasta se puede caer en la tentación de asociarse con un individuo estúpido con el objeto de utilizarlo en provecho propio. Tal maniobra no puede tener más que efectos desastrosos porque: a) está basada en la total incomprensión de la naturaleza esencial de la estupidez y b) da a la persona estúpida oportunidad de desarrollar posteriormente sus capacidades. Uno puede hacerse la ilusión de que está manipulando a una persona estúpida y, hasta cierto punto, puede que incluso lo consiga. Pero debido al comportamiento errático del estúpido, no se pueden prever todas sus acciones y reacciones, y muy pronto uno se verá arruinado y destruido por sus imprevisibles acciones.

Todo esto aparece claramente sintetizado en la Cuarta Ley Fundamental, que afirme que: 

Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error.


Feliz Navidad 2024


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