Giuliano da Empoli (La hora de los depredadores) El caos ya no es el arma de los insurgentes es el sello del poder

 Lisboa, mayo de 2023

Lo llamativo es el desconcierto del público asistente. Sin embargo, en el escenario, cada uno de nosotros ha desempeñado su papel. El asesor científico del presidente estadounidense ha hecho sus preguntas, neutras, educadas, destinadas a evitar asperezas, sobre todo a no perturbar, aunque fuera por un instante, el monólogo triunfal de los señores de las tecnológicas.

Sam Altman, jefe de OpenAI, ha hablado cuando le ha llegado el turno, con esos ojos como platos que le dan siempre la expresión alarmada de un animalillo del bosque, un cervatillo o un conejito, en contradicción con el tono monótono y la voluntad de poder sin límites que transmite en cada una de sus frases, incluida la más anodina.

Demis Hassabis, ha encarnado el rostro sonriente del posthumano, quizá más inquietante aún detrás de su afabilidad mediterránea, porque sentimos que él cree en ello, que para él no es una cuestión de dinero, ni de poder, que piensa de verdad que la única esperanza para la humanidad es remitirse al dios digital que él está creando en la fábrica de DeepMind.

Por lo que a mí respecta, lo primero que he hecho ha sido interpretar uno de mis papeles preferidos: el del tipo que no entiende muy bien qué hace allí y que, según toda lógica, no debería encontrarse en esa mesa. Luego lo entendí. Los organizadores del debate a puerta cerrada sobre las perspectivas de la IA necesitaban un humano. Al lado de los semidioses ocupados en concebir sus futuros felices sin nosotros, querían que hubiera un ser humano más o menos normal, dispuesto a formular dudas sobre su proyecto empresarial. Pensé, entonces, que rechazar el papel de humano sería una forma de deserción particularmente humillante.

Por mi experiencia de escriba azteca, es cierto que soy un absoluto incompetente en materia de inteligencia artificial. En cambio, habituado a la política, he desarrollado una clara competencia en materia de estupidez natural. Y cuando pensamos en el porvenir de la inteligencia artificial, hemos de admitir que, en vez de reforzar nuestra inteligencia humana, va a reforzar nuestra estupidez. 

Así pues, cierta tarde de primavera, en un hotel de Lisboa, me hallé delante de una pequeña muestra de la legendaria agenda de direcciones de Kissinger: el secretario. general de la OTAN y su comandante militar, el presidente del Parlamento Europeo, dos o tres jefes de Gobierno, una multitud de ministros, comisarios, jefes de servicios secretos, un surtido de varios multimillonarios y de directores generales de varias grandes empresas. 

El sueño despierto de todo conspiranoico, la cúpula de los Illuminati que supuestamente dirige el destino del planeta. Y, sin embargo, si un conspiranoico hubiera asistido a esa reunión con una mente abierta, lo que en realidad no es muy corriente entre ellos, habría sido testigo de un curioso fenómeno.

A medida que Altman y Hassabis avanzaban en su exposición, su auditorio ponía una cara cada vez más perpleja. Al padecer el primero el síndrome de Asperger y el otro estando completamente absorto en su búsqueda mesiática, el jefe de OpenIA y el de DeepMid estaban ciegos ante lo que ocurría, pero el fenómeno era muy chocante. Mientras escuchaban a los dos papas de la IA, los simples pero todopoderosos mortales presentes en la sala se daban cuenta, cada vez con más claridad, de que no había el menor punto de contacto entre su experiencia y el mundo nuevo que se desplegaba ante sus ojos. Peor aún, de que no podía establecer ninguna relación humana con los portadores de la Buena Nueva, pues estos últimos vivían ya en otro mundo, donde todo lo que había constituido la esencia de la aventura humana hasta entonces, empezando por la autonomía del individuo, había dejado de tener sentido. Cuanta más confianza trataban de transmitirles los tecnólogos, más escalofríos recorrían la columna vertebral de los asistentes. En un momento dado, viéndoles hundirse en sus asientos, me acordé de la expresión del pobre capitán Rocca, aquella famosa noche en Chicago. Esta tarde en Lisboa, los amigos de Kissinger, los gobernantes y los directores generales tenían exactamente la misma cara que el capitán Rocca. Poco importaba si su posición en el orden jerárquico no era la misma. Poco importaba si decenas, centenas de capitanes Rocca estaban repartidos por los alrededores para garantizar la seguridad, poco importaba el número de helicópteros y de tiradores de élite movilizados para velar por la tranquilidad de los amigos de Kissinger: la verdad es que su opinión frente a los papas de la IA no era muy distinta de la de todos los capitanes Rocca de Lisboa y del resto del planeta. Los unía el mismo desconcierto [...]

A la pregunta «¿Llegará un día que las IA puedan explicar cómo toman ellas mismas sus decisiones?», los tecnólogos responde que eso no sucederá jamás, que los modelos se mostrarán fiables, dignos de confianza, y que con eso bastará. 

Como el Dios de Kierkegaard, la IA no puede ser pensada en términos puramente racionales. El único medio de entrar en relación con ella es hacer un acto de fe. Su gran promesa es predecir, aunque no se comprenda. Los tecnológicos no ven dónde está el problema. Porque no les interesa ni la historia ni la filosofía, no se dan cuenta de que su proposición equivale a una vuelta a una época anterior al Siglo de las Luces, a un mundo mágico, incomprensible, regido por la IA a la que rezaremos como a los dioses de la Antigüedad [...]

La verdadera novela anticipatoria de la IA esa El proceso, de Kafka, en la que nadie comprende lo que sucede, ni el acusado ni los jueces que lo imputan, y sin embargo, los acontecimientos siguen su curso inexorables. En El Castillo, la otra gran novela de Kafka, cuando trata de concentrarse en el centro del poder que controla su destino, sin tener acceso al él jamás ni obtener el menos indicio, la mirada de K., el protagonista, «resbala hacia el castillo, sin poder agarrarse a nada». Y cuando intenta telefonear, no oye al otro lado de la línea más que un canturreo de voces lejanas o, por el contrario, una voz severa u orgullosa que se niega a darle ninguna explicación. 

Para algunos, el Castillo ya está aquí. Cuando se dice que el futuro está entre nosotros, pero distribuido de manera desigual, se quiere decir en realidad que los privilegiados ya tienen acceso a las tecnologías del futuro, mientras que los demás van rezagados. En el caso que nos ocupa, la situación es la inversa. El Castillo, por el momento, no es más que una hipótesis para las clases acomodadas, mientras que es ya una realidad para los que se hallan en la parte baja de la escala social. Los distribuidores, por ejemplo, ya no tienen apenas ningún contacto con un ser humano en el desempeño de su trabajo. Su único interlocutor es una aplicación en su teléfono móvil. Esa aplicación les asigna las tareas que han de hacer, los guía en su labor, evalúa su rendimiento según una lógica que a veces parece comprensible y luego, de repente, impenetrable. Si algo no funciona, si el distribuidor se enfrenta a un hecho imprevisto, o si el mecanismo se bloquea, no hay nadie a quien apelar. La aplicación saca sus conclusiones y emite un juicio. El buen sentido y la sensibilidad de un ser humano ha sido deliberadamente descartado. A lo sumo, el distribuidor puede dirigirse, como una formalidad, a un centro de llamadas situado a miles de kilómetros, donde, al cabo de una espera interminable, será consolado por un ser humano tan desprovisto de poder como él.

Con el paso del tiempo, el Castillo ocupa nuevos espacios y se extiende a otros ámbitos de actividad. Cuanto más aumentan las capacidades de la IA, más sube el Castillo por los escalones de la jerarquía social. Si los obreros son reemplazados por máquinas, los distribuidores se transforman progresivamente en máquinas ellos mismos; un fenómeno similar afecta hoy en día a los empleados, a los funcionarios, y así hasta llegar a lo que se llamaba antaño profesiones liberales. En un futuro ya muy próximo, los médicos, los contables y los abogados deberán adaptarse a las instrucciones que determine la IA y justificarse mucho en el caso de que decidan optar por un comportamiento divergente. Solo los más poderosos tendrán margen de maniobra, y aún así, quién sabe por cuánto tiempo.

El Castillo conquista a cada instante nuevos territorios y, tal como los amigos de Kissinger suponen confusamente, llegará un día que termine por atraparlos también a ellos, cuando la aplastante superioridad de los algoritmos que juzguen a los políticos y a los grandes dirigentes se imponga sin la menor sombra de duda. Ese día, el Castillo habrá cubierto toda la Tierra y los únicos que podrán bailar, libres y caprichosos cuales duques de Sajonia modernos, serán los sacerdotes del nuevo culto, los conquistadores de la IA, que saborearán por un momento la ambrosía de los dioses, antes de ser relegados también al olvido por la matriz del posthumano. 

David Rieff (Deseo y Destino) Lo woke, el ocaso de la cultura y la victoria de lo kitsch

El novelista y crítico Ryan Ruby escribió en X que «lo históricamente característico de los ultrarricos actuales, en cuanto a clase, es que no manifiestan ningún interés en la alta cultura, y mucho menos en la literatura. Las circunstancias han empeorado tanto que el gusto ya no es necesario para legitimar la riqueza o para distinguir a los ultrarricos de los posibles competidores». Esta impresión de que actualmente ya no es preciso ser patrono de la alta cultura y de que, de hecho, tal cosa puede crear un obstáculo para la legitimación social que los mecenas y los patrocinadores corporativos habían tratado de acreditar hasta ahora por medio de la filantropía, explica el desamparo (y a veces incluso el repudio) de la alta cultura por parte de la clase donante de modo mucho más convincente que las teorías conspirativas de la derecha sobre el secuestro de la cultura por parte de lo woke y la teoría crítica de la raza, etcétera, o que el triunfalismo de los burócratas de la nueva dispensa cultural que creen haber arrebatado a la antigua élite sus cotos dominantes y que por fin los están abriendo a los marginados y excluidos. En realidad, la «justicia social» de la crítica cultural estaba empujando a una puerta ya entornada. Ryan Ruby también ofrece de ello una explicación esclarecedora. Para los ultrarricos, escribe, «la profundidad y el refinamiento son un pasivo, ya que el mantenimiento de su posición de clase depende de hacerse con el Estado, lo que a su vez impone no enemistarse con demasiada gente». Se puede establecer aquí una analogía con el cambio de código en la vestimenta de los aristócratas europeos a comienzos del siglo XIX. Previamente, la magnificencia había sido el sello distintivo del atuendo aristocrático masculino (y, con el auge de la burguesía, de los que querían copiar los hábitos de la aristocracia). Pero a partir de la Regencia en Inglaterra, la magnificencia dio paso a un atuendo en extremo sobrio, generalmente de tonos oscuros, que se extendió rápidamente por Europa. 

Por supuesto, ello también era un distintivo de clase. Se debían conocer los códigos para entender por qué un abrigo negro distinguía como aristócrata y uno diferente identificaba como comerciante. El distintivo sartorial del aristócrata paso de ser exotérico —es decir, las sedas, pieles, joyas, etcétera, visibles para todos— a ser esotérico —es decir, visible solo para aquellos que no conocen el secreto—. Actualmente, por supuesto, ocurre todo lo contrario, pues los ricos visten cada vez más informalmente, como si todo atisbo de magnificencia —siguiendo el argumento de Ruby— distanciara demasiado a la gente. Una versión extrema se halla en el ámbito de la tecnología, donde las camisetas y las zapatillas deportivas son virtualmente el uniforme (aunque los pantalones cortos à la Sam Bankman-Fried sigue siendo todavía una rareza, por fortuna) entre los multimillonarios. Pero la creciente tendencia entre los financieros de Wall Street de no llevar corbata, señal de por sí de la relajación general de los códigos de atuendo entre los ricos y la alta burguesía (incluida la clase política, sobre todo en Europa, que sigue su ejemplo) indica que los distintivos obvios de la vestimenta ya no son necesarios y, al igual que el interés por la alta cultura, resultan chocantes para demasiadas personas [...]

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Aun que resultó realmente profético, a diferencia de 1984 de Orwell (salvo por el importante concepto de la neolengua), Huxley, no previó en Un mundo feliz que semejante homogeneización radical pudiera producirse mientras se arropaba en la botarga de la individualidad o, dicho de otro modo, que la conformidad pudiera alcanzarse con igual fortuna por medio del fetichismo de la autenticidad así como por su represión. Cuando escribió que «un Estado totalitario en verdad eficiente sería aquel en que un todopoderoso ejecutivo de dirigentes políticos y su tropa de administradores dominaran a una población de esclavos que no precisan de coacción, pues les encanta la servidumbre», parece haber imaginado que, si las personas no podían ser condicionadas a ser «felices como ya son», se rebelarían. Pero especulaba empleando demasiados binomios —servidumbre o rebelión, deseo o destino—, imaginando que el uno excluía al otro, y que la rebelión no podía ser la manera en que actualmente vivimos nuestra certidumbre y la sensación de que somos capaces de satisfacer todos nuestros deseos al igual que vivimos la tragedia de nuestro destino.

En el fondo, se excluyen mutuamente, en efecto, pero no en el sentido mecánico que imaginó Huxley. Un mundo feliz es, explícitamente, un libro «fordista», al punto de que, en su sociedad imaginada, el tiempo histórico comienza d. F. (después de Ford) en lugar de d. C. (después de Cristo). Todos somos, al menos, hasta un límite, prisioneros de nuestra propia época, y no se puede criticar con justicia a Huxley por imaginar que el modelo más acabado de una sociedad capitalista es el de la cadena de montaje fordista, cuya eficiencia depende de la tipificación y la voluntad de conformidad. Pero, visto desde el horizonte de 2024, el fordismo fue una etapa entre otras en la historia del capitalismo, y no su culminación, sin duda, al igual que probablemente la presente etapa tampoco lo sea, a pesar de todas las ilusiones entre los progresistas de que esta es la «era del capitalismo tardío». Pero lo que sí sabemos con certeza sobre el capitalismo contemporáneo es que se debe más a la idea de destrucción creativa de Schumpeter que al estado estable en que se apoyó el fordismo. Lo cual supone que nuestra conformidad, nuestra disciplina social para que sus integrantes se reconcilien con el destino, es muy diferente de la disciplina que concibió Huxley.

Porque nuestro capitalismo es el de una casi infinita segmentación de mercado, la cual, por supuesto, es la razón por la que el progresismo identitario contemporáneo de la clase profesional y gerencial en Occidente —sobre todo en la anglosfera (cuya hegemonía política podrá no ser lo que era, pero cuya supremacía cultural es tan hegemónica como siempre)— encaja cabalmente en este sistema económico, dado que una infinita diversidad, al menos en potencia, de nuevas identidades supone una cantidad potencialmente infinita de nuevos productos. Ya que la fabricación de deseos ha demostrado una rentabilidad mucho mayor que la fabricación de automóviles —¿y qué otra cosa es la revolución tecnológica, sino la fabricación de deseos?—, lo que menos necesita el capitalismo del siglo XXI es volver al mundo de la cadena de montaje fordista. Huxley imaginó que, a la postre, habría que disuadir a los seres humanos de satisfacer sus deseos e intereses personales a fin de mantener el orden social. Pero, al fin de mantener nuestro mundo, se precisa de persuasión para convencerlos de que dichos deseos los distinguen singularmente, en lugar de volverlos emblemas de la nueva conformidad en el simulacro. 

Lo cual implica que el capitalismo contemporáneo sea menos dependiente de la obtención del consentimiento condicionando a las personas no solo a aceptar, sino a complacerse en su destino. Es que más bien nuestro condicionamiento depende de una droga distinta al soma de Huxley, e implica el cultivo de la inestabilidad en lugar de la estabilidad. Dicha inestabilidad puede no parecer pacificadora (o esclavizante), aunque, en realidad, eso sea precisamente, pues confunde la impresión de que se goza de la libertad de determinar el propio destino con la realidad de que efectivamente eso es lo que uno está haciendo. La brecha entre la manera en que los usuarios perciben las redes sociales y la manera como las perciben sus propietarios es el ejemplo paradigmático de ello. Porque, cuando alguien sube un video a Tik Tok publica algo en Instagram o tuitea en X, tiene la predominante impresión de que la libertad es plena para decir lo que quiera, Y así es en la superficie. A pesar de todo lo que se diga sobre la censura a las opiniones de determinadas personas, ya sea por la derecha en X o por la izquierda de Google, lo cierto es que la censura afecta a un porcentaje mínimo de usuarios de las redes sociales. Pero en un plano más profundo, todas estas expresiones sirven para enriquecer a los oligarcas que controlan las redes sociales y a robustecer continuamente el sistema económico que sirve a sus intereses (insisto, esta es la razón por la que la política identitaria ha sido asimilada con una facilidad que la política de clase nunca habría podido alcanzar).

Legados a este punto, es relevante el viejo chiste de que el mayor logro del diablo fue convencer a la gente de que no existía. Porque parece poco probable que nuestros señores feudales tecnológicos hubiesen podido ejercer el aplastante grado de hegemonía actual de no ser por el hecho de que sus plataformas ofrecen a los usuarios un simulacro de emancipación, un contexto presuntamente incomparable para la expresión del individuo y, en el contexto identitario, la definición propia. Huxley sostenía que habría que darle a la gente el equivalente farmacológico de pan y circo. Pero las redes sociales son un compuesto mucho más adictivo, pues, por medio de ellas, hemos logrado lo que parecía imposible en los anales de la esclavitud: convertirnos en nuestro propio pan y circo. 

Jeroni Miguel (Vivir el humanismo hoy) Otra forma de pensar y de sentir la vida

 INTRODUCCIÓN

El humanismo fue un movimiento de renovación intelectual que tuvo lugar en Italia entre los siglos XIV y XVI, que se extendió desde esta última centuria por todo el continente europeo y que influyó en los más diversos ámbitos del saber. Esta nueva filosofía de vida supuso un hito importantísimo no solo en la historia de la cultura, sino también en la evolución del pensamiento moderno. El humanismo, además, dio origen a una nueva forma de conocimiento, a un nuevo estilo de vida, a un cambio de mentalidad en la interpretación del mundo y en el modo de aplicar ese saber a la práctica diaria. Se trataba de una cultura completa ligada al ser humano, al que se consideraba capaz de perfeccionarse y de desempeñar un papel activo en la sociedad. Para ello, se ponía especial énfasis en su formación y en el desarrollo de todas sus facultades, buscando el equilibrio entre el cuerpo y la mente. Más importante que las cualidades innatas del individuo era su esfuerzo en cada obra o actividad que emprendiera. 

En esta época entra en su ocaso el teocentrismo —la vieja idea medieval que ponía a Dios en el centro del universo—, dando paso al antropocentrismo, que otorga al hombre el derecho a ocupar ese lugar. Este nuevo concepto fue capital para la aparición de las extraordinarias singularidades que encontramos en estos tres siglos: figuras que atesoraban conocimientos en las más diversas disciplinas y que se convirtieron en poseedoras de una sabiduría universal, como por ejemplo Leonardo da Vinci (1452-1519). En tal contexto, se les atribuía un gran valor a la educación. Hay que precisar que, en un. principio, dada la estructura social de la época, a ella tenían acceso únicamente las familias de las clases altas, que podían pagar a sus propios preceptores. Más tarde, a medida que las ideas humanistas fueron propagándose y llegando a los programas de estudio de las escuelas privadas o de las universidades, jóvenes de la clase media, como por ejemplo los hijos de los comerciantes, pudieron incorporarse también a estos saberes.

En cualquier caso, la aspiración pedagógica del humanismo se encaminaba a preparar a las personas con el objetivo de que adquirieran no solo unos determinados conocimientos, sino también de que aprendieran a vivir, a ser ciudadanos del mundo que participaban activamente en él. Por este motivo, era relevante que esta educación llegara al mayor número posible de ciudadanos. De esta forma, la humanitas, esa peculiar filosofía de vida del humanismo, contribuyó a que el individuo dirigiera su propósito de vida hacia un yo íntimo más cercano y auténtico. 

Conviene destacar que también se pensaba en la mujer para que se integrase en esta educación, hecho que no había ocurrido hasta entonces. En este ámbito se la respetaba, se la valoraba y se la equiparaba al hombre, lo que no dejaba de ser un logro importantísimo como señal de un importante cambio de mentalidad. Dado que el nuevo concepto de cultura se consideraba que el estudio era el mayor tesoro para el ser humano, no se quería que la mujer quedase excluida. Algunos ejemplos destacados entre estas mujeres humanistas, solo por citar unos pocos nombres, fueron Sibila De`Cetto (hacia 1350-1421), de gran cultura y familiarizada con los autores clásicos; Cassandra Fedele (1465-1558), muy instruida, poseedora de un extraordinario saber; Laura Cereta (1469-1499), escritora o Isabella d`Este (1475-1539), que recibió una esmerada educación y fue conocida posteriormente como la prima donna del Renacimiento. 

Este ambicioso proyecto tenía su centro en los studia humanitatis («estudios de humanidad»), una herramienta efectiva que los humanistas pusieron a disposición de la gente, en especial de los jóvenes, para que se formaran y pudieran ser mejores ciudadanos. El reto no era pequeño: en su futuro se hallaba también el destino de la sociedad. No se consideraba imprescindible que fueran maestros en el dominio de unas determinadas técnicas, sino en el ejercicio diario de sus actitudes y en sus hábitos ejemplares. Justamente en la construcción de una personalidad libre en los jóvenes, la educación supera a la instrucción. 

En tal escenario, el verbum,  "la palabra", tanto oral como escrita, adquiría una nueva dimensión práctica, ya que en ningún caso se la veía como un ornamento. Al contrario, era la forma que permitía al individuo relacionarse con sus semejantes y participar en la vida cotidiana, un espacio en donde estaba llamado a desarrollar todas sus capacidades. En definitiva, la educación era un baluarte primordial que hacía mejores a quienes la recibían, y, por extensión, a la sociedad. Es una palabra, era vida.

Asimismo, se reconocía en el ser humano algo muy preciado: la dignitas, la "dignidad". Se ponía el acento en sus excelencias, en sus cualidades y en el valor de su esfuerzo, a diferencia de la Edad Media, que destacaba únicamente el carácter de su miseria como hombre y le recordaba su paso fugaz por esta vida terrenal, siempre acompañado por la presencia constante de la muerte. Amparado en esta dignidad, el ciudadano aspiraba a formarse en los valores cívicos, que eran la puerta de acceso para vivir con los demás en respeto, en consideración y en libertad. Esta última, en concreto, tenía reservada un espacio relevante. Coluccio Salutati (1332-1406), canciller de la República de Florencia, hombre dedicado a la política, pero estusiasta defensor del saber, abanderó la idea de que en las ciudades libres el auténtico soberano era el pueblo. Para él, si había una necesidad que atender por encima de todas era esta: la defensa de la libertad popular. 

En consonancia con este propósito de cultura y de formación, los humanistas como Petrarca (1304-1374) a la cabeza, buscaron en los autores de la Antigüedad clásica, tanto griego como latinos —Platón (hacía 427-347 a.C.), Aristóteles (384-322 a.C.), Cicerón (106-43 a.C.), Virgilio (70-19 a.C.), o Séneca (4 a.C.-65) entre otros— los modelos que les sirvieran para llevar a cabo este nuevo proyecto. Admiraban a los clásicos porque en sus escritos descubrieron un modelo de comportamiento cívico ejemplar y porque encontraron en ellos ideas que se avenían a la perfección con los postulados de la doctrina cristiana. En su espíritu y en su voluntad existía el convencimiento de que no había que separar, ni mucho menos rechazar o condenar, sino unir e integrar. No es de extrañar, pues, que en este ambiente de fervor hacia el saber que venía de los antiguos surgiera una enorme pasión por las litterae, esto es, las "letras".

Proveniente también del mundo clásico, a los humanistas les llegó la exaltación de la belleza, como emanación de la naturaleza, que era la maestra y quien mejor la manifestaba. Ellos fueron los primeros hombres modernos que percibieron el paisaje como un objeto bello en el que mirarse y hallar goce en su contemplación. Por ello, hicieron de la naturaleza una compañera de toda su labor intelectual. La belleza irrumpió en todos los ámbitos, ya fuera en el del cuidado de la propia persona o en el de la moda, pero sobre todo en el del arte, bien se tratase de la arquitectura, la escultura, la pintura, la música o la literatura. En todas estas disciplinas se mezclaban, en perfecta simbiosis, los motivos cristianos y paganos. La esencia del ser humano se veía reflejada también en esa belleza que tendía al equilibrio de las formas y a la armonía de los conceptos [...]

Jianwei Xun (Hipnocracia) Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad

Breve genealogía de la hipnocracia

PARA ENTENDER LA HIPNOCRACIA contemporánea, debemos rastrear sus raíces en Occidente, no para establecer falsas equivalencias con el pasado, sino para iluminar las profundas transformaciones que han conducido al actual régimen de manipulación de la conciencia. La genealogía que proponemos no es lineal ni progresiva, sino que revela una serie de umbrales, rupturas y reconfiguraciones en la relación entre poder, percepción y conciencia colectiva. 

Las primeras formas sistemáticas de manipulación de la conciencia colectiva surgen en las civilizaciones antiguas, que estaban inextricablemente entrelazadas con la esfera de lo sagrado. Los templos mesopotánicos no eran meros lugares de culto, sino complejas máquinas perceptivas que orquestaban alteraciones precisas de la conciencia a través de la arquitectura, el ritual y el control. El propio templo funcionaba como un dispositivo de modulación de la percepción: su estructura vertical, sus espacios internos que progresivamente se volvían más oscuros y confinados, la gestión precisa de la luz y la acústica... todo estaba diseñado para producir estados de conciencia que se salían del día a día de los participantes. 

La antigua Gracia desarrolló aún más estas prácticas tan perspicaces, sobre todo en lo referente a los misterios eleusinos. Estos rituales representan quizá el primer ejemplo documentado de manipulación de la conciencia colectiva. Combinando elementos teatrales, sustancias psicoactivas y técnicas de gestión medioambiental precisas, los misterios creaban una experiencia de conciencia colectiva transformadoras que alteraban profundamente la percepción de la realidad de los participantes. Es significativo mencionar que esta alteración fuera temporal y circunscrita, lo que representa una diferencia crucial respeto al régimen actual de trance perpetuo.

El Medievo cristiano introduce nuevas dimensiones en el control de la conciencia colectiva. Las catedrales góticas representan la cúspide de una técnica arquitectónica orientada a la manipulación perceptiva inconsciente. Su vertiginosa verticalidad, el complejo juego de luces a través de las vidrieras, la acústica cuidadosamente calculada... todo contribuía a crear estados alterados de conciencia entre los fieles, que ya no participaban en el ritual, sino que se sometían a su encantamiento. Especialmente relevante fue la introducción de una nueva temporalidad a través del calendario litúrgico. Al alterar periodos de rutina con momentos de intensidad extática, la Iglesia desarrollo un sofisticado sistema de gestión de la atención colectiva que en muchos aspectos prefigura la actual economía digital de la atención.

La modernidad emergente fue testigo de una secularización crucial de las técnicas de manipulación de la conciencia. El mesmerismo del siglo XVIII representó un momento clave en esta transición: por primera vez, las técnicas de alteración de la conciencia se separaron del contexto religioso y se teorizaron en términos pseudocientíficos. Con su teoría del «magnetismo animal», Franz Anton Mesmer intentó racionalizar y sistematizar prácticas que hasta entonces habían permanecido en el ámbito de lo sagrado. Aunque sus teorías serían desacreditadas, el mesmerismo abrió el camino a una compresión secular de los estados alterados de conciencia. 

En el siglo XIX se produjeron dos avances cruciales que prepararían el terreno para la hipnocracia contemporánea. El primero fue el nacimiento de la hipnosis clínica con James Braid, que por primera vez proporcionó un marco científico para comprender e introducir estados alterados de conciencia. El segundo fue el desarrollo de las primeras formas de publicidad y propaganda de masas modernas. Estas dos corrientes —el control científico de la conciencia individual y la manipulación sistemática de la percepción colectiva— convergían en el siglo XX de forma inesperada. 

En efecto, el siglo XX representó un punto de inflexión decisivo. La aparición de los medios de comunicación electrónicos —la radio y la televisión en particular— creó por primera vez la posibilidad de una sincronización perceptiva a escala nacional y luego mundial. Pero, por encima de todo, fue el desarrollo de las técnicas de publicidad y propaganda lo que marcó una ruptura decisiva. Edward Bernys, sobrino de Freud y padre de las relaciones públicas modernas, combinó los conocimientos psicoanalíticos con las técnicas de manipulación de la opinión pública, creando así un nuevo paradigma de control de la conciencia colectiva. 

Durante la Guerra Fría se intensificó aún más esta dinámica. Programas de investigación sobre la manipulación de la conciencia, como el infame proyecto de la CIA llamado MKUltra (tan increíble que parece una teoría de la conspiración), exploraron sistemáticamente los límites del control mental. Paralelamente, la televisión comercial perfeccionó técnicas cada vez más sofisticadas de captación y mantenimiento de la atención. La publicidad televisiva, en particular, desarrolló un lenguaje hipnótico de repeticiones, choques emocionales y sugerencias subliminales que, en muchos sentidos, anticipó las estrategias actuales de los medios sociales.

Las década de 1960 y 1970 vieron surgir una dialéctica peculiar: mientras los movimientos contraculturales exploraban los estados alterados de conciencia como formas de liberación, el sistema capitalista empezó a incorporar estas técnicas con fines comerciales. La psicodelia fue gradualmente domesticada y mercantilizada; pasó de ser una herramienta de liberación a una de control, y se convirtió en un proceso que anticipó el modo en que la hipnocracia contemporánea absorbe y neutraliza las formas de residencia. 

La llegada de la tecnología digital en la década de1990 marcó el inicio de la transición al actual régimen hipnocrático. Las primeras comunidades en línea, los juegos, la realidad virtual, etc. empezaron a redefinir radicalmente la relación entre conciencia, percepción y realidad. Pero fue sobre todo el desarrollo de las redes sociales a principios de la primera década del siglo XXI lo que marcó una ruptura decisiva con el pasado. Por primera vez fue posible no solo influir, sino también controlar y modular los estados de conciencia de miles de millones de personas a tiempo real. 

Así pues, la hipnocracia contemporánea representa tanto una continuidad como una ruptura con esta larga historia de herramientas para manipular la conciencia colectiva. Continúa e intensifica antiguas prácticas de manipulación perceptiva, pero las reconfigura en formas radicalmente nuevas mediante la automatización algorítmica y la personalización masiva. La verdadera novedad no reside tanto en las técnicas específicas de alteración de la conciencia —muchas de las cuales tienen precedentes históricos— como en su aplicación continua, automatizada y personalizada.

Lo que distingue al actual régimen hipnocrático de sus predecesores históricos, es, sobre todo, su omnipresencia y permanencia. Mientras que los sistemas anteriores operaban en momentos y espacios definidos —el templo, la catedral, el ritual, el programa de televisión—, la hipnocracia digital funciona veinticuatro horas al día, siete días a la semana, penetrando así en todos los aspectos de la vida cotidiana. Ya no hay espacio fuera de la manipulación: el trance es el estado normal de la existencia. La omnipresencia temporal se traduce en omnipresencia espacial: como un gas que ocupa todo el volumen disponible, la influencia hipocrática se infiltra en los más mínimos intersticios de la sociedad. Ya no se limita a rituales o momentos predeterminados; esta fuerza invisible impregna cada gesto, cada pensamiento, cada respiración. El poder ya no reside en un lugar concreto, en un palacio o en una institución: está en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, como un niebla que envuelve silenciosamente todos los aspectos de la existencia. 

G.K. Chesterton (La utopía capitalista y otros ensayos)

 Introducción

Hay un dicho simpático, algo malvado, que dice que son muy pocos los abogados que están en el cielo... y que allí solo hay un periodista para contarlo. Quién sabe. Aunque hay muchos otros candidatos a ocupar la tan disputada plaza, este periodista bienaventurado y solitario bien puede ser nuestro Chesterton.

G.K. Chesterton (1874-1936) se consideró, en cuanto escritor, ante todo, un periodista. Pero era un periodista de una raza peculiar. No era un técnico del periodismo. No era experto en las cinco «w» del what, who, when, where, why. Tampoco fue «técnico» ni experto en las «w» en sus biografías, de ahí que nunca o casi nunca cite fechas en ellas, como si diese igual cuándo nació su personaje. 

[...] Utopia of usurers and other essays (que presentamos ahora por primera vez en español con el título de La utopía capitalista y otros ensayos) se publicó originalmente en Nueva York en 1917. Reunía nueve artículos bajo el título Utopia of usurers y otros diecisiete breves ensayos que fueron publicados en el Daily Herald, diario inglés de ideología socialista. 

[...] El elemento decisivo de las grandes empresas para Chesterton, decíamos, es que avanzan hacia monopolios, y había que resistirlas. El pequeño comercio, la explotación familiar, el control de las máquinas... son temas que se apuntan brevemente aquí, pero que recibirán un desarrollo más sistemático en la futura controversia sobre el distribucionismo que Chesterton, Belloc y otros iban a emprender. Su empeño será conseguir la máxima distribución de la propiedad posible, especialmente la propiedad de la tierra. La propiedad era, para la tradición liberal del pensamiento, un firme baluarte frente a los excesos del poder, una salvaguarda de la libertad.

De ahí la importancia de resistir la tendencia al monopolio que preocupaba a Chesterton. Su propuesta de lograr una extensión de la propiedad tenía su fundamento explícito en la doctrina de León XIII expuesta en la encíclica Rerum novarum, que recogiendo las doctrinas del derecho natural consideraban que el hombre no solo tenía derecho a apropiarse de los frutos de la tierra, sino que podía apropiarse de la tierra [...]

Pablo Gutiérrrez Carreras
Club Chesterton CEU 

El nuevo hombre

Algo ha entrado en nuestra comunidad que es lo suficientemente fuerte como para salvarla, pero que aún no tiene nombre. Que nadie crea que confieso que no existe al confesar que no tiene nombre. La moralidad llamada puritanismo, la tendencia llamada liberalismo, la reacción llamada democracia tory, no solo habían sido poderosas por mucho tiempo, también habían hecho casi todo su trabajo, antes de que se les dieran esos nombres. Sin embargo, creo que sería bueno tener una forma cómoda de práctica para referirse a aquellos que piensan como nosotros en nuestra preocupación principal. Esto es, que los hombres de Inglaterra son regidos, en este mismo instante, por brutos que les niegan el pan, por mentirosos que les niegan noticias y por idiotas que no pueden gobernar, y que por ello desean someter.

Déjame explicar primero por qué no estoy satisfecho con la palabra comúnmente utilizada, que he utilizado yo mismo; y que, en algunos contextos, es la correcta. Me refiero a la palabra «rebelde». Obviaremos el hecho de que muchos que entienden la justicia de nuestra causa (y muchos en las universidades) todavía usan la palabra «rebelde» en su sentido estricto y antiguo como quien se levanta contra un reinado justo. Paso a una cuestión práctica. La palabra «rebelde» le resta importancia a nuestra causa. Es demasiado suave; absuelve a nuestros enemigos demasiado fácilmente. Hay una tradición en toda la vida occidental y en las letras de Prometeo retando a las estrellas; del hombre en guerra contra el universo y que sueña lo que la naturaleza nunca se atrevió a soñar. Pero nunca ha tenido nada que ver con nuestro caso; o más bien lo debilita. Los plutócratas estarán muy contentos si decimos que profesamos una nueva moralidad, por que saben perfectamente bien que han roto la antigua. Estarán más que contentos al poder decir que nosotros, según nuestra propia confesión, somos simplemente inquietos y negativos; excéntricos. Pero no es verdad; y no lo podemos conceder ni por un instante. El millonario modelo es más un excéntrico que el socialista, igual que Nerón era más excéntrico que los cristianos. Y la avaricia se ha vuelto loca en la clase gobernante hoy, igual que se enloqueció en el círculo de Nerón. Por todos los estándares ortodoxos de cordura, el capitalismo está loco. No le diría al señor Rockefeller «soy un rebelde». Le diría «soy un hombre respetable; y usted no».

La revolución francesa y los irlandeses

Pasará mucho tiempos antes de que el veneno del sistema de partidos salga del cuerpo político. Algunos de sus efectos indirectos son los más peligrosos. Uno de ellos es este: que para la mayor parte de los ingleses el sistema de partidos falsifica la historia, y especialmente la historia de los revoluciones. Falsifica la historia porque simplifica. Lo pinta todo azul o rojo al estilo propio de la ridícula política circense; mientras que una revolución real tiene tantos colores como el amanecer o como el fin del mundo. Y, si no nos libramos de este error, nos equivocaremos seriamente sobre la revolución real que parece hacerse más y más probable, especialmente entre los irlandeses. Y cualquier familiaridad humana con la historia enseñará al hombre una cosa ante todo: que los partidos prácticamente no existen en una revolución real. Son un juego para tiempos tranquilos.

Si se coge a un chico que haya estado en uno de esos grandes colegios privados, mal llamados «colegios públicos», y a otro que haya ido a uno de los grandes colegios estales, mal llamados «colegios privados», notaremos entre los dos algunas diferencias. Sobre todo en el manejo de la voz. Pero encontraremos que ambos son ingleses de una forma especial y que su educación ha sido esencialmente la misma. Son ignorantes sobre los mismos temas. Nunca han escuchado las mismas sencillas verdades. Les han enseñado la misma respuesta equivocada a la misma pregunta confusa. Hay un elemento fundamental en la actitud con la que el maestro de Eton habla de «seguir las reglas del juego» y el profesor de primaria a cantar a los golfillos «¿cuán es el sentido del Día del Imperio?». Y el nombre de ese elemento es «ahistórico». Realmente no saben nada sobre Inglaterra, y muchos menos sobre Irlanda o Francia, y menos aún sobre nada que se parezca a la Revolución francesa. 

Revolución por clara división

¿Cuál es la noción general que el niño inglés, al que se le enseña a decir vaguedades con u otro acento, recibe y mantiene durante toda su vida sobre la Revolución francesa?  Es la idea de la Cámara de los Comunes de Inglaterra, con una mayoría radical a un lado de la mesa y una minoría tory en el otro; la mayoría votando en bloque por la República, y la minoría votando en bloque por la monarquía; dos equipos caminando por dos pasillos sin diferencia entre sus métodos y los nuestros excepto que (por un hábito peculiar a la Galia) de vez en cuando se entretienen con un revuelta o una masacre en lugar de con un whisky con soda o con una información confidencial a lo Marconi. Las novelas son más fiables que las historias en estos temas. Porque, aunque una novela inglesa sobre Francia no diga la verdad sobre Francia, sí dice la verdad sobre Inglaterra; aunque más de la mitad de estas historias nunca dicen la verdad sobre nada. Y la ficción popular muestra, me parece, la impresión general inglesa. La Revolución francesa es una clara división con el vuelco insólito de votos. Por una lado está el rey y la reina, que son buenos pero débiles, rodeados de nobles con espadas desenvainadas; algunos buenos, muchos malos, todos guapos. Contra ellos hay una masa humana sin forma, con gorros rojos y aparentemente locos, que siguen ciegamente a unos rufianes que también son oradores: algunos de los cuales mueren arrepentidos y otros sin arrepentirse después del cuarto acto. Los líderes de esta masa de hombres fundidos en uno se llaman Mirabeau, Robespierre, Danton, Marat y demás. Y se entiende que su común frenesí pueda haber sido provocado por los males del Antiguo Régimen.

Esa es, creo, la visión más común de los ingleses sobre la Revolución francesa; y no sobreviviría la lectura de dos páginas de cualquier discurso o carta de esa época. Estos hombres eran hombres, variados, complejos y variables. Pero el inglés rico, ignorante de las revoluciones, casi no te creería si le dijeras algunas de las sutilezas humanas comunes del caso. Dile que Robespierre tiró el gorro al suelo con desagrado, mientras que el rey se lo puso en la cabeza con una amplia sonrisa. Dile que Danton, el feroz fundador de la República del Terror, le dijo sinceramente a un noble: «Soy más monárquico que tú»; dile que el terror llegó a su fin sobre todo por los esfuerzos de personas que querían de forma particular que siguiera, y no creerá estas cosas. No las creerá porque no tiene humildad, y por tanto no tiene realismo. Nunca ha estado dentro de sí mismo, y por tanto no puede estar dentro de otro hombre [...]

Chesterton, Gilbert Keith (Lo que está mal en el mundo)

Jean-François Braunstein (La religión Woke) Anatomía del movimiento irracional e identitario que está poniendo en jaque a occidente

LA GUERRA CONTRA LA REALIDAD

La teoría de género se empeña en eliminar la diferencia sexual y los cuerpos, pero también pretende que olvidemos cualquier recuerdo que tengamos del mundo real como, por ejemplo, el de que las mujeres son las que se quedan embarazadas y no los hombres. Todo ello con el objetivo de no «ofender» a los habitantes del mundo imaginario del género. Con la teoría de género nos encontramos, por primera vez, ante el desarrollo de una especie de solipsismo radical que considera no solamente que las consciencias son lo único que existe, sino que son ellas quienes fabrican el mundo. Y ese solipsismo se convierte en una ilusión masiva, alimentada por el avance de la vida virtual.

El funcionamiento es muy sencillo: me digo a mí mismo que soy de un género. Por tanto, todos deben tratarme como si yo fuera de ese género (la famosa cuestión de los «pronombres») y el mundo debe adaptarse a mi creencia. El sistema jurídico en su conjunto debe modificarse, comenzando por el registro civil. La lengua común es reconstruida totalmente ya que las definiciones habituales ya no están en vigor: las mujeres tienen pene y los hombres la regla. Ante eso, podríamos ir aún más lejos empezando por: ¿por qué no afirmar que los hombres son animales salvajes o nubes? En el primer caso, estaríamos ante therian (del griego therion, animal salvaje) y, en el segundo, ante otherkin (otro linaje). En este caso, la formación de estas identidades poco probables también ha podido llevarse a cabo a través de comunidades en Internet. El mundo se convierte así en una ilusión, y en un caos para aquel que permanece en la realidad, ya que esas identidades son susceptibles de cambiar en cualquier momento: la fluidez de género implica que podemos ser una cosa u otra de la noche a la mañana. Algo que hace poco calificábamos como un delirio o un trastorno de la personalidad pasa a ser una «identidad fluida».

Vemos, pues, cómo los militantes más extremistas de la teoría de género se han embarcado en una auténtica guerra contra la realidad en la que nos piden ser partícipes. Su objetivo es impedirnos demostrar que el mundo real existe, que formamos parte de él y del que no podemos desligarnos. Quieren incluso que las próximas generaciones suelten sus amarres con la realidad para vivir en ese mundo ilusorio que los militantes de género pretenden crear, en el que las identidades serían totalmente fluidas e inestables y donde los cuerpos serían meros recipientes pasajeros para una u otra identidad. Es cierto que con tales mundos imaginarios no estaríamos muy lejos del metaverso, en el que actualmente está trabajando Facebook, y que trata de implementar en nuestro mundo el universo de la realidad aumentada, ya anunciado por la película de Spielberg Ready Player One. Esta evasión de la realidad ha encontrado su hueco en el mundo virtual de Internet, en el que la identidad es exclusivamente declarativa y donde las identificaciones, principalmente de género, son cambiantes e infinitas. La vida de Internet es el mundo hecho realidad de la «afirmación de género»: en la red, la identidad no se puede verificar y es posible cambiarla simplemente marcando una casilla en Instagram o cualquier aplicación de citas. El juego con las identidades se convierte, por tanto, en algo totalmente normal y, aunque es cierto que también existe la posibilidad de que se produzcan encuentros in the real life, en la vida real, esto es algo realmente difícil: en el mundo real sabemos lo que puede ocurrir y podemos, incluso, contagiarnos de algún virus. Los jóvenes internautas se sienten cada vez más incómodos cuando tienen que interactuar en la vida real y el encierro que trajo consigo la epidemia del coronavirus no parece haber ayudado a mejorar las cosas. Esta atracción por el mundo virtual es una tendencia sostenida en el tiempo: es posible comprobarlo en países como Japón, donde, desde finales de los años noventa, proliferan los hikikomoris, jóvenes, principalmente varones, que se aíslan ante su ordenador durante meses o años, sin ningún contacto con el mundo real y que comienzan a platear serios problemas para la sociedad.

[...] Este abandono del mundo real por un mundo imaginario tiene, sin duda, explicaciones más profundas relacionadas con el estilo de vida que llevamos desde hace un tiempo. Christopher Lasch recogió una extraordinaria predicción en su último libro, La rebelión de las élites, publicado un año después de su muerte en 1995, cuando afirmó que esas «élites», debido. a su naturaleza de su trabajo, habían perdido completamente el contacto con la realidad y despreciaban a quienes aún conservan ese contacto con el mundo real. El único trabajo que las élites contemporáneas consideran «creativo» es su propio trabajo, que consiste en «una serie de operaciones mentales abstractas, llevadas a cabo en un despacho, preferentemente con la ayuda de un ordenador». Estas élites no producen bienes materiales, solamente crean operaciones mentales, lo que las aleja inevitablemente del mundo: no tienen que suministrar comida, construir un techo o atender otras necesidades. «Las clases intelectuales están fatalmente alejadas del lado físico de la vida [...]. Viven en un mundo de abstracción y de imágenes, un mundo virtual formado por modelos informatizados de la realidad, una "hiperrealidad", denominada así en contraposición a la realidad física inmediata, palpable en la que viven los hombres y mujeres normales». De ahí su creencia en la «construcción social de la realidad», «dogma principal del pensamiento posmoderno» que «refleja su experiencia vital en un entorno artificial del que se ha eliminado rigurosamente todo aquello que opone residencia al control humano». «Las clases intelectuales se han alejado no solo del mundo normal y corriente que las rodea, sino también de la propia realidad». 

[...] Resulta preocupante que esta encarnizada guerra contra la realidad se esté desarrollando justo en el momento en el que las GAFAM han decidido animarnos a abandonar el mundo real para vivir en el mundo virtual del metaverso. Podríamos pensar que esta idea de mundo virtual no tiene futuro. Sin embargo, los promotores de estos mundos virtuales parten de una razonamiento absolutamente coherente y bastante convincente. Marc Andreessen, fundador de Netscape y miembro del consejo de administración de Meta, el nuevo nombre de Facebook, explica que el punto de partida es que «la mayoría de los humanos tienen vidas pobres, tristes y sin interés». Pocos son aquellos que disfrutan de lo que él llama «privilegio de realidad». «Un pequeño porcentaje de personas vive en un entorno real rico, lleno de cosas magníficas, paisajes increíbles, estímulos variados y cantidad de personas fascinantes con las que hablar, trabajar y salir», mientras que «el resto, la gran mayoría de la humanidad, no tienen el privilegio de la realidad, por lo que su mundo virtual es, o será, inconmensurablemente más rico y satisfactorio que la mayoría de los entornos físicos y sociales que los rodean en el mundo real». A la objección de que que los privilegiados podrían hacer mejorar la realidad de la mayoría de la humanidad en lugar de proponerles un mundo virtual, Andreessen responde: «La realidad ha tenido cinco mil años para mejorar y es evidente que aún sigue siendo muy cruel con la mayoría de las personas; no creo que debamos esperar cinco mil años más para ver si finalmente compensa ese retraso. Deberíamos construir —y así lo estamos haciendo— mundos en línea que hagan que la vida, el trabajo y el amor sean maravillosos para todas las personas, sea cual sea el nivel de privación que tenga la realidad en la que se encuentren». Los desheredados estarán felices de unirse a esos mundos virtuales. El cinismo de este empresario es extraordinario, pero su business model resulta totalmente convincente: hay más pobres con sus vidas miserables que ricos: dejémoslos que se distraigan en el mundo virtual mientras quienes poseen el «privilegio de realidad» estarán solos y tranquilos para disfrutar de la belleza del mundo real...

Braunstein, Jean-François (La filosofía se ha vuelto loca)

Albert Domènech (Mediocres) Cómo librarse de los mediocres que quieren joderte la vida

PRÓLOGO

ESTE NO ES UN LIBRO 
DE AUTOAYUDA

Ante todo darte las gracias porque si has llegado hasta el prólogo ya es un paso importante. Un pequeño paso para el lector, y un gran paso para la humanidad del que os escribe. Y también para su autoestima, no nos vamos a engañar. ¡Espera! Antes de sincerarte y decirme que estás leyendo este libro obligado por aquella típica amiga pesada que consigue todo lo que se propone recurriendo al chantaje si es necesario, o que te has equivocado de publicación y que lo que andabas buscando era un tratado sobre la sexualidad del caracol, o incluso que estás aquí para comprobar que el tío de gafas con voz carajillera escribe peor que habla, dame una oportunidad. Solo una. 

La buena noticia es que este no es un libro de autoayuda, básicamente porque bastante tengo para sobrevivir yo en esta selva llamada vida como para convertirme en el gurú espiritual de una comuna. Este no será el libro que recomienden nueve de cada diez psicólogo; no sufras. Como mucho uno, y porque ese día tenía prisa y lo confundió con un ejemplar de Rafael Santandreu, aunque no salga la palabra felicidad. Eso sí, quizás sin pretenderlo, este libro puede darte ese empujón que estabas esperando, o simplemente sacarte una sonrisa, que, tal y como está el patio, es algo muy valorado en el mercado negro del recreo vital.

Algunos pensaran que digo esto porque no valoro los libros de autoayuda, pero no es cierto. Solo que me gusta que la gente acuda a ellos por deseo personal, no por imposición social o prescripción médica. (¡Eso sí, si te lo dice un especialista, hazle caso!). Además, tengo una gran consideración por los profesionales que trabajan en la salud mental, cuyo deteriodo es la gran pandemia de este siglo XXI. Yo soy periodista, no terapeuta. Eso lo tengo tan claro como que la invención del autotune no me va a permitir grabar un disco. Así que vayamos de frente desde el primer minuto: mi deseo es que con el paso de las páginas me puedas conocer algo más, pueda robarte alguna sonrisa y, quién sabe, incluso plantearte alguna reflexión. Si además de todo ello puedo ayudarte en tu particular vía crucis personal, social o laboral, me lo tendrás que hacer saber porque iré a comprar los fuegos artificiales. ¡Ni Katy Perry en «Firework»!

Los tenemos claro que nuestro tiempo es oro y debemos hacer una buena inversión. Algo a corto plazo, si te sientes más cómodo. Yo termino de escribir este libro con sus capítulos ordenaditos y monos, y la intención de pasarlo bien, mientras que tú me acompañas a investigar esta pandemia que nos está sacudiendo más que nunca: la mediocridad.

Ahora mismo te voy a dar dos opciones: pasar a la página siguiente (es lo que recomiendan mis fans principales, es decir, mis padre) o irte directamente al epílogo o a la contraportada del libro. Cualquier opción que elijas me parecerá bien, aunque te voy a pedir un nuevo favor. Si optar por ir directamente a la contraportada sin leer nada de lo que viene a continuación, al menos hazle una fotografía y publica en la redes sociales con este mensaje: «El libro me ha encantado y lo he leído en tiempo récord». Si lo haces así nos va a unir para siempre un lazo inseparable: ambos nos habremos convertido sin pestañear en dos auténticos mediocres. Yo por cutre, y tú por seguirme el rollo. No te mentí: ya te dije que la cosa iba de la mediocridad.

Por el contrario, si eres de los valientes que han decidido seguir adelante con el transgresor ejercicio de hacerlo por orden numérico, y no empezar por la 55 o el capítulo que crees que va a definir mejor a tu jefe paranoico, te voy a pedir que te abroches el cinturón. No cogeremos mucha velocidad e iremos al ritmo de las queridas tortugas de Maldita Nerea, pero seguro que tendremos turbulencias. Mi primera confesión llega con el final de estas primeras líneas: quizás no lo vez o no los reconoces, pero ahora mismo están agazapados, esperando cualquier oportunidad para asaltar nuestras vida. Si has pensado en un inspector de Hacienda te lo perdono; pero ahí afuera hay una especie humana mucho más cruel y con menos compasión. 

Algunos quizás os preguntaréis por qué no he invitado a mis mejores amigos a tomar un café y les he soltado todo este rollo, sin la necesidad de escribir un libro. Era una opción, pero tengo muchos amigos y pocos ahorros, además de que el café me excita. Te seré sincero: antes de que tuviera mi primera crisis de ansiedad pensaba que la salud mental consistía en tomarse un Gelocatil y que te dejara de doler la cabeza. Lo cierto es que era un ignorante en la materia u, como muchos adolescentes, estaba más preocupado por las primeras canas o porque no apareciera la barriga cervecera, que de cuidar mi interior. 

Ya sabéis que, en ocasiones, los humanos aprendemos a ritmo de collejas o de hostias más grandes; así que tuve que vivir en primera persona ese aterrizaje forzoso cuando sufrí mi primer ataque de ansiedad, algo de lo que te hablaré más adelante. Y es ahí cuando conecté de bruces con una realidad completamente desconocida para mí que, además, me aguardaba con otro titular bajo el brazo: en ocasiones veo a personas que se cargan mi salud mental. Como vez, esta es una adaptación cutre del niño de El sexto sentido, pero vale igual.

En esos primeros días de desconcierto empecé a entender que no solo uno mismo se puede cargar su propio equilibrio, sino que hay gente oscura que, queriendo o sin querer, también está dispuesta a contribuir a tu particular eclipse de luna, sol y la lista de planetas que quieras incluir. Así que he decidido darles un nombre y clasificarlos para ayudarte a identificarlos y que los vayas conociendo, como a mí me pasó en este particular vía crucis: son LOS MEDIOCRES. Creo que es importante señalar que no es que no estuvieran antes en mi vida, sino que a partir de ahí fue cuando TOMÉ CONCIENCIA de que existían, y de que, si los dejas, pueden llegar a hacerte mucho daño. Vamos a intentar que eso no suceda, y si ya ha empezado a ocurrir, que te pueda recetar unos antídotos para neutralizar sus efectos.

Si te hablo de MEDIOCRES, estoy convencido de que la primera idea que te viene a la cabeza es la de una persona que no destaca por nada, aquello que popularmente conocemos como gente del montón, sin ningún mérito. Pero en la acepción que te propongo, como irás viendo y sufriendo a lo largo de este libro, he ido tuneando esta especie con su evolución, por lo que nos ha quedado un modelo de personaje algo más completo. Tiene características y estratagemas propias, se organiza con otros para aludarse y protegerse entre ellos, y puede tener diferentes niveles de toxicidad —algunos muy elevados—con un especial impacto sobre tu salud mental.

Ha llegado el momento de acercarnos a ellos, a los mediocres, aunque primero deberemos aprender a detectarlos a tiempo. Dame la mano que esto empieza aquí y ahora. Tu vida no está en juego, pero sí tu salud mental. Y es que la primera lección que debes aprender ya desde el prólogo es esta: si te enfrentas a un mediocre tienes todos los boletos para salir trasquilado. ¿Sabes por qué? Porque ellos jamás, nunca, mai, never... tienen nada que perder. Tú sí.

¡Si te ha gustado el prólogo, dale al like! (Perdón, esta es la maldita costumbre de un youtuber impostor).

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