Eudald Espluga (No seas tú mismo) Apuntes sobre una generación fatigada

Felicidad empresarial y otras pasiones posfordistas

Tras este rodeo alrededor del concepto de neoliberalismo, podemos volver de nuevo a la cuestión del dogma del trabajo, al imperativo de autorrealización que ha impregnado toda la esfera laboral, pues quizá ahora seamos capaces de comprender mejor hasta qué punto la articulación discursiva de esta pasión por el crecimiento personal en la empresa depende del mandato neoliberal. ¿Por qué debemos disfrutar trabajando? ¿A quién le conviene que la labor productiva deje de ser una desgracia, un lastre bíblico, para convertirse en una fuente de bienestar y florecimiento humano? ¡En qué momento la vieja vocación por el oficio dejó de ser una herencia protestante para justificar nuestra servidumbre diaria y se ha convertido en un hedonismo entusiasta e hiperactivo?

Tomemos como ejemplo uno de los mantras laborales más cursis, pero también uno de los más repetidos: «love what you do, do what you love». Estamos hartos de verlo estampado en tazas, en camisetas, en carteles adhesivos, en ornamentos de madera, en lámparas de neón, en postales motivacionales, en fundas de móvil, en cojines, en pulseras. De entrada, parece una tautología inofensiva, una versión dulcificada del carpe diem que nos invita a exprimir nuestro día a día, a ocupar nuestro tiempo con algo que nos enamore, que nos haga gozar o que por lo menos no nos aburra mortalmente. Y aunque no se refiere de forma explícita al mercado laboral, se sobreentiende que no se habla de un hacer cualquiera, sino de una actividad estructurada, sostenida, profesional. 

Lejos de ser una bobada autoayudesca, un lema vacío que podemos ignorar sin más, «love what you do, do what you love» está en el corazón mismo de la nueva cultura productiva que en el último medio siglo ha transformado por completo el mundo del trabajo: el posfordismo. A partir de los años sesenta, el modelo de producción dominante entró en una crisis profunda: la creciente globalización de las economías occidentales, así como los constantes avances tecnológicos, obligaron a las empresas a replantear las estrategias de gestión con las que aseguraban el rendimiento de sus empleados, pues ya no les bastaba con acortar los tiempos de trabajo mediante la especialización y la producción en cadena. El fordismo era incapaz de sobrevivir a la inestabilidad constituyente de los mercados globales desregulados, en los que la sociedad de masas había dejado paso a un consumo fragmentado. Era necesario descentralizar el modelo de producción para ajustarse a la balcanización del mercado de trabajo, y se necesitaba un nuevo régimen discursivo que justificase el compromiso de los empleados en una situación tan desfavorable como la que poco a poco iba emergiendo: menos contratos, menos estabilidad, mayor temporalidad, salarios más bajos y aumento general del desempleo.

Por contradictorio que pueda sonar, es en este contexto en el que hizo aparición de forma explícita la figura del trabajador feliz, casi en los mismos términos en que lo imaginaba el utopismo socialista: como un individuo radicalmente libre, auténtico, que puede dedicarse a aquellas labores que realmente le interesan, que se desenvuelve movido por el amor a la profesión y que, en vez de someterse a una actividad enajenante y cosificadora para obtener un salario, elige consagrarse a una ocupación que le permite florecer como persona y conquistar una vida buena. La diferencia es que para los reformistas y socialistas del siglo XIX, e incluso para el propio Marx, esta situación era la consecuencia de una transformación radical de la organización del trabajo, que los desligaba de la miseria, la explotación y la alienación, pues este ya no era el único medio para cubrir las necesidades básicas: para ellos el trabajador feliz solo era posible fuera del sistema capitalista.

Sin embargo, la recuperación de la idea de satisfacción laboral en el entramado posfordista está lejos de ese modelo de emancipación revolucionaria. Si el trabajador feliz se presenta como el fundamento último de este nuevo espíritu capitalista, y se convierte en el personaje estrella de la autoayuda empresarial a partir de la década de 1990, es en la medida en que permite canalizar en una sola experiencia los dos aspectos del neoliberalismo que hemos visto hace un momento: los cambios estructurales de la economía mundial y los cambios estructurales de la economía del sí mismo. A menudo se señala como antecedentes claves los experimentos de Hawthorne, liderados por el psicólogo Elton Mayo. Debemos buscar el origen del culto al trabajador flexible y desregularizado en las fábricas de Western Electric, en el Chicago de los años treinta del siglo pasado: en sus investigaciones Elton Mayo descubrió que si se atendía al bienestar de los trabajadores, se les motivaba desde la gerencia o se mejoraba el confort y las relaciones grupales dentro de la propia compañía, la productividad de los empleados podía llegar a aumentar de forma notable. Así, frente al paradigma mecanicista de las teorías tayloristas de la producción en serie, que trataban a los trabajadores como engranajes de una máquina gigante que debía funcionar cada vez más rápido, los estudios Hawthorne proponían atender a la dimensión efectiva, ralentizando los tiempos, atemperando la explotación, colocando las necesidades sociales y psicológicas de los empleados en el centro. Menos presión y más motivación: era el inicio de un nuevo humanismo empresarial que se concretaría primero en un boom de literatura managerial sobre la importancia de los efectos en los negocios —El aspecto humano de las empresas— de Douglas McGregor, se convirtió en un clásico —y en la transformación de los departamentos de recursos humanos, que abandonarían el estilo autoritario y disciplinario para dejar paso a un modelo de liderazgo basado en la confianza, la comunicación y la escucha. Es útil comprender que este proceso se desarrolló durante las transformaciones económicas y culturales de la década de 1960: como ha explicado Thomas Frank, sería enormemente reduccionista creer que la contracultura se vendió sin más al capitalismo y sirvió tan solo para vender furgonetas Volkswagen a millones de hippies; por el contrario, en ese periodo el capitalismo sufrió una metamorfosis brutal, y fue capaz de fagocitar sus contradicciones estructurales, asumiendo el tipo de crítica social que procedía de la contracultura: «el capitalismo necesitaba la ayuda de sus enemigos, de aquellos a quienes indigna y se oponen a él, para encontrar puntos de apoyo morales que le faltan e incorporar dispositivos de justicia». Esta reforma, en el mundo de la empresa, consistió en incorporar la perspectiva humana, colocar la creatividad en el centro y poner en valor la felicidad de los trabajadores.

La hegemonía cultural de este nuevo modelo es avasalladora en la actualidad, una propuesta harto más radical que la más radical de la tesis de Elton Mayo. Recuerdo la primera vez que en un trabajo me presentaron al coach de la empresa. De hecho, no lo llamaban así, pues desde la dirección utilizaban una expresión aún más inquietante, aunque también ajustada a este nuevo estilo de gestión creativa: flow designer. Literalmente su función era tutelar el clima emocional de los trabajadores, incluso cuando esto implicaba situaciones tan embarazosas como abrazar a los empleados que acababan de ser despedidos en un ERE. Este flow designer —todavía no puedo escribir la expresión sin sentir un escalofrío de vergüenza ajena— era una traducción más o menos directa de la figura del CHO, el Chief Happiness Officer, un tipo de gestor de felicidad que desde hace años prolifera en grandes multinacionales como Google, Lego o IKEA. La empresa en cuestión era un claro ejemplo de sociedad que había abrazado este nuevo espíritu de administración descentralizada, flexible, y emocionalmente inteligente sustentada sobre la ficción de la libertad y la autonomía incondicionadas de cada trabajador. En nuestro contexto, la figura del flow designer resulta más violenta si cabe, en cuanto que hacía visible el abismo que se extendía entre la precariedad galopante de los empleados y los ideales empresariales de autorrealización y crecimiento personal. 

Andrés Amorós (Las cosas de la vida) Guía para perplejos

La maja de Goya, censurada 

Creíamos que había pasado ya el tiempo oscuro de las censuras puritanas a la creación artística. Nos equivocábamos: en las redes sociales, ese gran Torquemada actual, se ha prohibido hace poco una información del periódico ABC sobre el cáncer de mama, porque en el dibujo médico se perfilaban unos senos femeninos. También se ha retirado un sello con La Maja desnuda de Goya, por su contenido lujurioso. Se ha censurado el vídeo de un partido político, porque contenía imágenes taurinas. Se ha atacado la bellísima Venus del espejo de Velázquez, por el sometimiento femenino que creían ver...

Como tantas veces, la estupidez conduce a la intransigencia. En una sociedad posmoderna, donde se predica el «todo vale», para disolver cualquier tipo de valores, renace, en cambio, el puritanismo paternalista que intenta salvarnos del mal, lo queramos o no... Por eso, una y otra vez vuelve a plantearse el viejísimo y nunca resuelto problema de las relaciones entre el arte y la moral.

Resulta inevitable comenzar, una vez más, con la tan citada frase de André Gide: «No se hace buena literatura con buenas intenciones ni con buenos sentimientos».

Más allá de la apariencia provocativa, es una verdad absolutamente indiscutible, como podemos comprobar todos los días. Cualquiera que conozca un poco lo que se publica en España, ahora mismo, encontrará ejemplos de sobra que lo demuestran.

Muchas personas bien intencionadas creen que lo que ellos han vivido es suficiente para un libro apasionante y deciden escribir sus «vivencias» (ésa es la palabra que suelen emplear). Demasiado antipático sería comentarles que los episodios que a ellos les emocionan quizá no interesen tanto a los lectores; además, que la literatura, como cualquier oficio y cualquier arte, no se puede improvisar, requiere un laborioso aprendizaje. Por mucho que me encante el mar, eso no es suficiente para que yo sepa pilotar un barco; aunque me guste mucho conducir mi coche familiar, nadie me confiaría un bólido de carreras. Etcétera.

En la base de todo existe un equívoco: por muchos episodios pintorescos que alguien haya vivido, si no sabe contarlos con arte, el relato será plúmbeo; en cambio, será emocionante la lectura de cualquier nimiedad si el que la cuenta es Cervantes, Flaubert o García Márquez.

Es inevitable recordar que los grandes temas literarios se repiten, que la mayoría de los argumentos están ya, por ejemplo, en la Biblia, en Las mil y una noche, en las tragedias griegas y en el teatro de Shakespeare.

Lo que importa, en literatura, no es la novedad de la anécdota, sino el tono, el punto de vista, el estilo, la estructura, el ritmo, el lenguaje... En definitiva, lo que cuenta es el talento literario de cada escritor.

Además, las «buenas intenciones» y los «buenos sentimientos» son expresiones demasiados vagas, que cada uno entiende a su modo. Para unos, supondrán cantar a la moral cristiana, a la familia, a la patria; para otros, defender una revolución proletaria. La experiencia demuestra que se han escrito infinidad de obras mediocres para exaltar sentimientos nobilísimos: el amor a la esposa, a los hijos, a la tierra natal; para cantar el trabajo, la justicia, cualquier virtud.

En general, la defensa de cualquier tesis, por muy noble que nos pueda parecer, suele lastrar la calidad de muchas obras. Recordemos cuántas pesadas novelas y poemas «sociales» se escribieron durante el franquismo. Y un ejemplo concreto: probablemente, lo peor de la obra de Antonio Machado y de la de su hermano Manuel son sus poemas directamente políticos, aunque su signo sea contrario: da igual que elogien a Líster o Franco.

En el cine, el llamado realismo socialista soviético llegó a extremos caricaturescos: la escena de ese chico que se declara a la chica en un tractor o en una granja colectiva, mientras los dos sueñan con un premio a la productividad en el próximo plan quinquenal. 

Incluso dentro del terreno de la la más pura ortodoxia cristiana, Santo Tomás de Aquino distingue claramente el concepto de lo bello del concepto de lo bueno. En su libro Arte y escolástica, lo resume así Jacques Maritain:

El arte y la moral son dos mundos autónomos, cada uno de los cuales es soberano en su propia esfera. La moral no tiene nada que decir cuando se trata de la calidad de la obra o cuando se trata de la belleza.

Lo proclama tajantemente Joubert:

Los teatros han de divertir noblemente, pero sólo han de divertir. Querer hacer de ellos una escuela de moral es corromper, a la vez, la moral y el arte.

Evidentemente, la obra literaria tiene sus propias leyes, al margen de la moral. Otra cosa es la moralidad o inmoralidad del escritor —del artista, en general—, en cuanto persona responsable.

No se opone a nada de eso, sino que lo confirma, el ideal —tan difícil de conseguir— que los griegos formularon como kálos kai agazós: la unión de lo bello y lo bueno. Lo resumía así el cardenal Cayetano, en sus Comentarios a la Summa theologica: «Pulchrum est quedam boni species» («Lo hermoso es una cierta especie de lo bueno». 

Si nos asomamos ala biografía de algunos grandes artistas, nos encontramos con episodios muy poco edificantes: Benvenuto Cellini y Caravaggio rozaban de cerca la criminalidad pero eso no impide que sean un maravilloso escultor y un extraordinario pintor. Nos emociona la música de Wagner aunque a veces nos parezca un gorrón y a pesar de que sus ideas se acerquen peligrosamente al antisemistismo. Quevedo se embarcó en aventuras de muy dudosa calificación pero es uno de los más grandes poetas españoles. La ideología de L.F. Céline es terrible pero su novela Viaje al fondo de la noche, extraordinaria. Juan Ramón Jiménez le corregía a Zenobia, su mujer, su diario íntimo cuando hablaba de él, para dejar a la posteridad una mejor imagen. Luis Cernuda insultaba y escribía anónimos contra sus amigos pero era un grandísimo poeta... ¿Hace falta dar más ejemplos?

Alfonso Berardinelli (Contra el vicio de pensar)

Los políticos

Si de verdad tenemos que hablar tanto de política, si todo lo demás tiene que pasar a un segundo plano, entonces diré algo personal al respecto. Detesto este perpetuo privilegio concedido por los medios de comunicación a la política de los políticos. Estar pendientes de ellos todo el tiempo, de cualquier exabrupto que salga de sus bocas, les da una importancia que distorsiona la verdad de las cosas. 

Sabemos que los periódicos tienen que salir todos los días, que los programas de televisión dedicados al debate político son ya, si no me equivoco, una docena y que sin el carrusel político no sabrían qué poner en escena. Todo esto, sin embargo, no me sirve. Yo me dedico al periodismo cultural, no sé hacer otra cosa y semejante obsesión por la política me penaliza e incluso reduce a la mitad mis ingresos mensuales: no hay reseña que sea tan urgente como los comentarios sobre los últimos movimientos del último de los Gobiernos. 

¿Qué queréis que haga? Soy un tipo que trabaja con libros, y si no se publicaran libros (que casi nadie lee) no sabría qué escribir. ¿Tendría que hacer hipótesis fisonómicas y predicciones culturales sobre el futuro de Renzi? Podría hacerlo, pero no consigo encontrar las palabras. ¿No basta con ver cómo habla y camina? La política, como todo lo demás (según los semiólogos) es comunicación. Después, mucho después, están los hechos, pronto olvidados. Excepto para señalar, años después, que no se ha hecho casi nada, que no se sabe qué ha pasado, uno se pregunta de qué se ha hablado en miles de artículos y horas de televisión.

Por eso el pasado domingo 9 de marzo leí con satisfacción y pleno acuerdo el editorial de Giuseppe De Rita en el Corriere della Sera. De Rita se interesa por la sociedad, muestra esta preferencia, y cualquier cosa que diga al respeto, más o menos acertada, me sigue pareciendo un poco más interesante que lo que nace de las cabezas de los politólogos. En su artículo le leía: «Llevamos semanas viviendo el triunfo de la primacía de la política. Se pone en énfasis en todo: en la rapidez de la toma de decisiones, en la gobernabilidad, en la polarización, en las cumbres, en la conveniencia entre grupos e individuos, incluso en las trampas que todos se ponen. Y la dimensión mediática ayuda y potencia todo eso». De Rita enumera las razones que hacen que hoy en día la supuesta primaría de la política sea poco realista. En lugar de ser un organismo productor de poder, la política se ve ahora privada de un «poder de decisión adecuado» por al menos tres razones: 1) porque actúa dentro de una soberanía estatal en crisis frente al «crecimiento constante de los poderes formales e informales de las instituciones europeas, de las cancillerías internacionales, de las grandes finanzas mundiales». Somos un sistema «cada vez más dirigido desde fuera [...]. Aparte de la primacía de la política». 2) Los políticos ya no ejercen el poder de «nombrar a la dirección de las empresas públicas» y el Estado ya no es un «sujeto con iniciativa, ni siquiera empresarial». 3) La clase política es incapaz de gestionar la «acción administrativa», los decretos-leyes no se pueden aplicar, o «se quedan en papel mojado o acaban condicionados por los poderes burocráticos». Si eso es cierto, «la primacía de la política seguirá siendo una danza solitaria de puro espectáculo». La política de entretenimiento crece, mientras mengua el poder político que puede ejercerse dentro de un Estado que se cree soberano y que cada vez lo es menos. [...]


A costa de imitarse, derecha e izquierda ya no encuentran sus raíces

La derecha y la izquierda son complementarias, ¿quién podría negarlo? La una nace con la otra. La una se alimenta y crece con los errores y estupideces de la otra.

¿Lo recordáis? Era un principio del reputado y después despreciado tipo de lógica llamada «dialéctica» que aparece en Grecia con Heráclito para llegar hasta Hegel, Marx y la insufrible escolástica marxista. Según la dialéctica, de cada cosa o cualidad nace su contrario y, a veces, (pero esto es más optimista) después de la tesis y la antítesis nace una «síntesis superior» que según Marx conservaría lo mejor de una y otra. Del individualismo burgués que paraliza el desarrollo de las fuerzas económicas y productivas por el beneficio privado, nacería la antítesis revolucionaria y final y, triunfalmente, la sociedad comunista como síntesis superior, de modo que el individuo es por fin «verdaderamente» libre porque se suprime la propiedad privada y todos los bienes son comunes. 

La hipótesis más pesimista es una dialéctica sin síntesis: el sí y el no se abolen mutuamente en el curso de una lucha que solo permite un ganador y superviviente. Altos y bajos, blanco o negro, más libertad o más igualdad, pero sin progreso.

¡Qué gran pedagogo de la historia fue Marx! Imaginó que todas las ventajas del capitalismo se desarrollarían aún más sin ninguno de sus defectos: ni el deseo de enriquecerse, ni el deseo de arriesgarse en aras del beneficio personal, ni de competir por tener lo mejor dejando lo menos bueno o lo peor a los demás.

Olvidémoslo. Toda la sabiduría tradicional ha predicado que los opuestos son solo las dos caras de la misma moneda, o la misma cosa vista desde arriba o desde abajo, de noche o de día, desde la izquierda o desde la derecha. No hay luz sin oscuridad, ni calor sin frío, ni yin sin yang, según los chinos: esto lo sabe hasta vuestro acupuntor. 

Existe un solo inconveniente de plena actualidad: hoy, la derecha quiere estar más a la izquierda que la izquierda, y la izquierda quiere abarcar a la derecha. Por un lado, una derecha «populista», dado que la izquierda descuida o ignora los estados de ánimo del pueblo. Por el otro, una izquierda elitista, dado que «la gente» es vulgar y la multitud es peligrosa, como demuestra el hecho de que eligiera a Barrabás en lugar de Jesús o que Sócrates fuera procesado porque con sus eternas y provocadoras preguntas se había convertido en un personaje antipático e insoportable, y era imposible comprender siquiera qué es lo que quería (la pura verdad nunca resulta un programa muy atractivo).

Tenemos hoy en política un fenómeno aún más original, un ente que no quiere ser ni de derechas ni de izquierdas, es decir, que quiere ser las dos cosas a la vez: el Movimiento 5 Estrellas, que ha dejado de ser un movimiento sin que tampoco se haya convertido en un partido.

Ciertos líderes de la derecha considerados peligroso y también «impresentables», como Berlusconi y Trump, que se han especializado en seducir a la «gente» o the people y por tanto a los «populistas», han logrado vencer a una izquierda que se ha vuelto desagradable a ojos de los trabajadores y de los desempleados, y en general para todos aquellos que, viviendo en sociedades sumidas en una grave crisis social, ya no quieren saber nada de acoger a otros extranjeros.

Y aquí podemos ver bien cómo una cosa nace de los efectos de su contrario. Si la izquierda ignora que los miembros de una sociedad inestable temen «acoger» nuevos factores de inestabilidad, como las masas de migrantes y refugiados (un migrante que migra por hambre de un país cuya economía está destruida por la guerra, ¿no es un refugiado?), vemos como la derecha utiliza esta ceguera del adversario para mostrar su propio realismo al constatar la existencia del problema. 

Los estados de ánimo y los temores de las mayorías, aunque no se basan totalmente en un realidad actual sino en previsiones ansiosas, constituyen en todo caso una realidad actual. Como en la economía, los miedos, fobias y alarmas colectivas son hechos y no sueños. Las ideologías han perecido y han decaído. Pero los «rumores» y las fake news triunfan y mueven el mundo. 

Dado que la derecha, después de la crisis económica de hace diez años, ya es incapaz de hacernos creer que todos y cada uno de nosotros somos hombres de negocios, libres de nadar felizmente con todo a favor en el libre mercado, entonces la izquierda se aprovecha haciéndonos creer lo contrario: que el Estado realmente puede protegernos, no animando a las empresas a dar trabajo, sino concediendo el derecho a una «renta ciudadana». Solo que sin recortes masivos en el gasto público (que ningún gobierno ha logrado hacer) no está claro de dónde puede venir ese dinero del Estado, ya que es el Estado el que lo despilfarra por su cuenta.

En una situación en la que la derecha y la izquierda no desaparecen, sino que tratan de fortalecerse imitándose, si quieren dar la impresión de «estar enfrentados» la única manera es lanzar gritos contra el oponente electoral. Parece que todo lo que hacen es discutir, porque cada noche los talk shows ensordecen a los expectadores durante horas. Pero se discute habiendo tomado ya una posición, y no para entender o hacer que la gente entienda cuál es la posición más razonable a tomar.

En definitiva, los problemas que existen fuera del perímetro de la política están aumentando. Son problemas políticos, por supuesto. Pero también, a menudo, no del todo y no solo políticamente, es decir, que son problemas a los que no se puede acceder y que no se pueden superar mediante decisiones políticas al alcance de la mano. Pero como también son exasperantes, se suele decir que para resolverlos «hay que ir a la raíz». Esto siempre ha sido una ilusión, porque esta hipotética raíz nadie la ve y nadie podrá modificarla. Migraciones, baja productividad, impuestos demasiado altos, degradación urbana y ambiental, sociabilidad en declive, escuela y universidad sumidas en el caos, el mundo de la cultura sumido en la irrelevancia o convertido en un nuevo «opio del pueblo»... No está claro dónde encontrar las mil raíces de todo esto. ¡Qué política conseguirá aferrarlas?. La política puede inventar remedios parciales y temporales aquí y allá. En cuanto a la raíz, aquellos que quisieron erradicarla produjeron muchas veces escalofriantes sociedades sin raíces.

Berardinelli, Alfonso (Leer es un riesgo)

José Carlos Ruiz (Filosofía ante el desánimo) Pensamiento crítico para construir una personalidad sólida

 CUATRO ESTEREOTIPOS DE LA ESTUPIDEZ HUMANA

Hay un historiador y economista italiano, Carlo Maria Cipolla, que escribió sobre las leyes fundamentales de la estupidez humana. Reduce el comportamiento a cuatro estereotipos en función del coste/beneficio. El malvado: te fastidia a ti y se beneficia. El incauto: trata de beneficiarse él, pero le sale mal y te beneficia a ti sin quererlo. El inteligente: beneficia a los dos, y el idiota: te perjudica a ti y, encima, o no saca provecho o se perjudica él. En sus análisis destacó cuatro puntos que deben tenerse en cuenta:

1. «Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo» En parte se debe a las dinámicas de aceleración e hiperestímulos, que no facilitan el proceso de reflexión.

2. «La probabilidad de que una persona cualquiera sea una estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona». Factores como la educación o el ambiente social no tienen nada que ver con la estupidez, siempre existe un porcentaje de estúpidos en todos los lugares.

3. «Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio». En algunas ocasiones sufrimos una pérdida de tiempo, de dinero, de energía, de apetito, incluso de buen humor por culpa de un idiota al que se le ha ocurrido fastidiar sin más. Esto es lo más cercano al absurdo que existe.

4. «Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los estúpidos, en especial, olvidan constantemente que, en cualquier momento o lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error». 

SÁDICOS

La violencia hipermoderna se encierra en esta forma circular que se retroalimenta entre dos polos, el dolor de la caída y el entusiasmo de levantarse. Lo más cruel de todo es que no deje resquicio para ser derrotado, se elimina la capitulación del ideario popular. Aceptar que la vida es como es, abandonar el ideal, ser consciente de que lo real se impone, es el primer gesto de humanidad que toda persona debería tener consigo misma. Pero admitir la existencia de esta derrota limita la capacidad productiva del sujeto. De modo que se potencia el mecanismo del deseo para activar el entusiasmo de manera indefinida. ¿Qué pasaría si al caernos, en lugar de saltar como un resorte para ponernos de nuevo en pie, nos detuviésemos un rato a tumbarnos en el suelo y mirar las nubes? Muchos sentiríamos, de manera inevitable, que estamos malgastando el tiempo, como si el tiempo fuese una inversión.

Junto a este masoquismo hipermoderno también encontramos un sadismo actualizado. El sádico es la persona que obtiene placer por medio del sufrimiento del otro. El marqués de Sade, una depravada y cruel persona que disfrutaba torturando, fue quien le dio nombre a esta actitud. El sadismo contemporáneo ha sustituido el dolor físico ajeno por el sufrimiento mental y la desgracia social del otro. Frente a la violencia que usa a la persona como un mero instrumento, nos encontramos con el sádico, que busca exterminarla, eliminarla, humillarla... Es una figura que se ha visto empoderada por la llegada de las redes sociales. Los sádicos son haters que se proponen como tarea destruir al otro como sea, y el único beneficio en forma de placer que obtienen es ser causa o testigo de su caída. 

Es una fuente de consuelo para su miseria, una miseria que descubren en sus propias carnes cuando alguien destaca por encima de ellos, de ahí que su labor sea la de acoso y derribo. Los sádicos actuales adquieren el papel de acosadores cuyo único beneficio pasa por experimentar el «placer de hundir» al otro, sin que eso les suponga a ellos ningún tipo de mejoría en sus vidas. Disfrutan de ese dolor ajeno, pero están lejos de ser envidiosos, no se plantean tener o conseguir lo que el otro tiene, sino más bien quitárselo, privarle de sus logros. 

El problema del sádico es que sitúa su fuente de placer fuera de su campo de acción. El éxito de su misión depende de la resistencia que tenga la otra persona para desplomarse. La ventaja que tiene es que, con los nuevos modelos de comunicación, su capacidad de acción y posibilidad de influencia han crecido, al igual que la probabilidad de éxito de su misión.

Siendo maniqueos podríamos decir que el mundo se divide entre masoquistas involuntarios y sádicos desgraciados. La sociedad conspira, empuja y orienta nuestra vida bajo el paraguas de la productividad y nosotros nos obsesionamos por enfocar el entusiasmo en la faceta laboral y proyectarlo en la personal. La violencia que provoca este reduccionismo de la identidad se ve incrementada por un modelo de producción que avala este proceso pero que, a su vez, empuja al trabajador a percibirse como culpable de su situación. 

Para el sociólogo Ulrich Beck, algunos empresarios, empujados por esa otra idea de «crecer o morir» y sometidos a ella, se convierten en verdugos indirectos que ejercen otro tipo de violencia cuando deciden llevarse el peso mayor de su producción a países en vías de desarrollo o tercermundistas, al tiempo que ellos y sus familias se quedan a vivir en los Estados democráticos occidentales y a disfrutar de la seguridad y libertad que les proporcionan. Es una variación de sadismo más que envía un mensaje doloroso a las personas que viven en estos países occidentales, sobre todo al obrero, a ese iluso que sitúa el peso de su identidad y de su realización en el trabajo, porque al ver este recado llega a concluir que él no es lo suficientemente competitivo para poder enfrentarse a esa mano de obra tercermundista. Para el profesor Beck, el obrero sufre un tipo de violencia estructural producto de un afán de lucro sin límite. A esto lo denomina «falacias del globalismo»:

Los directivos de las multinacionales ponen a salvo la gestión de sus negocios llevándoselos a la India del sur, pero envían a sus hijos a universidades europeas de renombre subvencionadas con dinero público. Ni se les pasa por la cabeza irse a vivir allí donde crean los puestos de trabajo y pagan muy pocos impuestos. Pero para sí mismo reclaman, naturalmente, derechos fundamentales políticos, sociales y civiles, cuya financiación pública torpedean.

PENSAR Y CAMINAR

Desplazarse usando solo los pies y erguido ha sido fundamental en el desarrollo de nuestra especie. Mucho antes de ser un Homo sapiens, capaz de organizar microsociedades, fuimos «hombres que caminan» (homo ambulet), nos erguimos. Al bajar de los árboles fue «el marchar», lo que nos proporcionó una de las primeras esencias. Muchos filósofos, comenzando por Aristóteles, han visto en la razón el elemento base que nos constituyó como especie, pero olvidaron que en proceso de hominización el caminar estirado, liberando las dos manos, fue una de las bases que posibilitó que llegásemos a ser lo que somos. 

Para un bebé, erguirse y dar los primeros pasos es un ejercicio de equilibrio complejo que celebramos porque constituye la apertura del niño al mundo. Es el primer camino hacia la libertad y la construcción de la independencia. Pero sobre todo es un ejercicio d estabilidad. El bebé tiene que ejercitarse y mantenerse en equilibrio mientras aprende a caminar, tiene que fortalecer las piernas y controlar el peso de su cuerpo para comenzar la marcha.

Con el paso del tiempo, caminar se convierte en un proceso mecánico, no necesitamos hacer equilibrios, hemos logrado, a base de práctica, marchar sin problemas. Su esencia es tan poderosa e íntima que solo percibimos su fuerza cuando no podemos hacerlo, cuando algo (una lesión, una fractura, una cuarentena...) nos lo impide. Es entonces cuando apreciamos su naturaleza y comprendemos el potencial que encierra. Desde esta perspectiva, pensar es igual que caminar. Aprendemos a pensar a base de práctica, y con el paso del tiempo lo ejercitamos sin darnos cuenta.

Cuando caminamos podemos hacerlo apresuradamente, con el objetivo de llegar a algún sitio, con lo que importante está en el punto de llegada. En tal caso, caminar sería un medio para un fin, y el modo en el que lo hagamos será irrelevante siempre que nos conduzca al lugar. Pero si en vez de tener una meta prefijada, lo hacemos por el mero placer de caminar, entonces nuestra relación cambia. Disfrutamos del paseo y de sus detalles sin presión. Cuando pensamos, podemos hacerlo de modo parecido, con algún objetivo determinado, con una finalidad específica (resolver un problema o analizar una situación), o hacerlo sin cuestiones concretas, dejándonos llevar por el ritmo que nuestro pensamiento desee imponer, esparciéndonos.

Salir a pasear (al igual que disponerse a pensar) implica estar dispuesto a ser sorprendidos por elementos imponderables que cambian cada vez que caminamos; es una manifestación a favor del encuentro (con los demás, con la naturaleza, con uno mismo), una apertura al saber. Introducir este hábito supone una manifestación a favor de la lentitud, de la calma, de la distancia. En una sociedad que nos empuja hacia una constante aceleración (Concheiro), en la que la identidad se configura bajo el estigma de la turbotemporalidad, caminar es un síntoma de rebeldía contra el sistema, una rutina contra el capital que está exenta de productividad material.

Ruiz, José Carlos (El arte de pensar) Cómo los grandes filósofos... 
Ruiz, José Carlos (Incompletos) Filosofía para un pensamiento elegante

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